Eli tenía un objetivo: desenredar aquella cabellera del demonio.
Cepillaba diligente la melena larga y ondulada, oscura como el café en grano; para ser de un cuerpo inerte, ese pelo se enmarañaba más que cuando estaba vivo. Miró aquellos ojos grandes y pestañosos que la miraban sin mirarla desde su lecho; estaban vacíos. Solo tenía enfrente una carcasa, una concha sin su caracol. Y eso le hizo sentir muy vulnerable.
Y sin embargo, la piel se conservaba intacta, con su lustre de antaño. Las uñas y el pelo seguían creciendo, y debía recortarlos cada cierto tiempo. El rosado de esos labios carnosos y naturalmente perfilados, de las mejillas resultonas y joviales, exhibía una belleza que aún no se había acostumbrado a admirar de esa forma. Como si contemplara a una Bella Durmiente que esperase por el beso de su audaz príncipe azul; solo que los príncipes que ella había conocido no eran azules, y por supuesto, para nada audaces. Y además, haría falta mucho más que un beso ridículo y sobrevalorado —sin consentimiento, en el peor de los casos, porque en ningún cuento nadie le pregunta a la doncella si quiere ser besada por un señor desconocido— para devolverle la vida a aquel cuerpo; y por eso Eli lo cuidaba y lo mantenía, lo conservaba tal y como le habían aconsejado. Por si acaso. Por si algún día las cosas pudieran ser diferentes.
Los golpes en la puerta del sótano le hicieron dar un respingo.
—Un momento —pidió sin perder la calma.
Guardó el cepillo en su sitio, junto al resto de utensilios de aseo que empleaba en aquella rutina, y se alejó del lecho frío y ocupado, con cuidado de no pisar el círculo de sal que rodeaba el perímetro de la cama, para subir los doce peldaños que mantenían su secreto alejado de ojos curiosos y abrir la puerta. Quitó los cuatro cerrojos y se encontró con la sonrisa de Jelier.
—Ya hemos terminado. A Delni le ha costado un poco hoy, pero aun así estamos progresando a buen ritmo.
—No sé qué haría sin ti. —Cerró la puerta a su espalda sin perder el contacto visual.
El muchacho se ruborizó y amplió su sonrisa.
—No es nada, mujer.
Eli echó mano a su manojo de llaves para cerrar cada uno de los pasadores de la puerta del sótano, y volvió a guardárselo en el fajín.
—Ven conmigo —dijo avanzando por el pasillito estrecho—, creo que tengo el monedero en la trastienda.
—No hace falta, Eli.
Ella se detuvo al notar que no la seguía. Cuando lo miró de nuevo, Jelier ya no sonreía; de hecho, desvió la mirada al suelo como cada vez que le costaba decirle algo. Solo que esta vez intuyó que no lo había provocado el flirteo.
—Eli, me marcho.
—Nos vemos mañana entonces.
—Sí, claro. Pero... pero no. Quiero decir que me voy. Me voy de La Sana.
—¿Cómo? —recortó un par de pasos de la distancia que los separaba.
—Al norte, con los azules. He oído hablar de un asentamiento en las montañas, bastante grande. Son familias enteras. Estoy seguro de que necesitarán ayuda con los niños, puedo ser útil allí arriba.
—¿Qué pasa con la escuela?
—Oli dice que se queda. Supongo que tomará mi relevo.
—No lo entiendo —dijo ella, negando con la cabeza. Procuraba encajar el golpe a la vez que se preguntaba por qué lo sentía tan doloroso. Se le empezaba a empañar la vista—. Ya eres muy útil aquí.
Jelier tomó aire y lo soltó en un suspiro profundo y cargado de abatimiento.
—No sabes lo que quieren que les cuente. Todo mentiras, barbaridades en su mayoría. —Se paró un momento para moderarse el tono de voz, pero ella intuía que también necesitaba un poco de aliento para continuar sin que el nudo de su garganta terminara por ahogarlo—. No puedo hacerlo, Eli. No puedo formar parte de esta locura y seguir durmiendo por las noches. Llámame ingenuo si quieres —se llevó una mano al pecho como si lo sintiera herido—, pero yo les enseño a pensar, no a obedecer. Y esto ya es insostenible.
Eli no pudo evitarlo, y casi sin proponérselo avanzó un paso y lo abrazó. Se aferró a él como hacía mucho que no se aferraba a nadie; pero contuvo las lágrimas, se las tragó todas de golpe. Y Jelier la apretó contra sí sin dudarlo ni un segundo. Guardaron un silencio, íntimo y extraño a la vez, que no hizo falta rellenar porque hablaba por sí solo.
—Ingenuo no es la palabra —susurró ella.
—Venid conmigo —susurró él, casi al unísono, y sus voces se solaparon.
Eli levantó la barbilla y se encontró con los labios de Jelier a menos de un suspiro de distancia.
—Sé que ya tuvieron un padre —siguió, y desvió la vista un instante hacia el final del pasillo, desde donde llegaba la voz de Ava contándole alguna cosa a su hermano, y los pasitos de ambos correteando por la librería—, pero no tienes que hacerlo sola si no quieres.
Durante lo que dura un parpadeo, Eli estuvo a punto de alzarse de puntillas para besarle; pero no lo hizo. Optó por agachar la cabeza y apretarlo más fuerte.
La puerta del sótano, roída por la carcoma y con el marco astillado, la miraba sin ningún tipo de reparo por encima del hombro de Jelier. Solo ella sabía cuánto deseaba aceptar la mano que le tendía ese hombre caído del Cielo, si es que aún existía algún tipo de Cielo. Pero no podría llevarse el cuerpo con ella, no sin tener que contárselo a Jelier. Y dudaba que, incluso él, pudiese entenderlo. Tampoco podía abandonarlo en aquel sótano; no estaba preparada para ello. Porque no debía abandonarlo, ¿verdad?
—¿Cuándo te vas? —se atrevió a preguntarle.
—Mi idea es partir antes de las primeras nieves.
Eli se llevó la mano al pecho sin soltar con la otra la cintura del muchacho, y tanteó con las yemas el relieve del anillo a través de su jersey. Solo era un aro de metal, un metal valioso. ¿Pero ella se sentía valiosa al llevarlo? No, se sentía un fraude. En el fondo, eso es lo que era. Un puñetero fraude.
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FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)
FantasyLeo busca a su mujer, Aura. René busca su libertad, y para ello tiene que encontrar a Aura. El coronel Ferva busca su gloria, así que también está buscando a Aura. Pero, ¿quién es Aura y por qué todos quieren encontrarla? En un mundo donde los fili...