Capítulo 11 (III)

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Que Leo podría haber aceptado la invitación de aquella mujer despampanante era un hecho. Que no le faltaban ganas, también. Pero no era el momento ni el lugar. Y, además, estaba lo otro.

Lo había intentado. Cuando la rabia lo cegaba y todavía le daba impulso para sobreponerse a la ausencia de Aura, aunque fuera puro despecho por haberlo dejado allí solo, se dejó llevar por el alcohol y el instinto en un par de ocasiones. No funcionó. Ni él ni su pene. Fue imposible hacerle trabajar, y no estaba dispuesto —no en el momento en el que se encontraba— a volver a pasar por ello.

Leo apuró el vaso de wiski y le hizo una seña al barman del casino para que le sirviera otro. Se lo había ganado. Miró a Blay por el rabillo del ojo, que sentado a su lado en la barra —aunque con la mochila en el taburete de en medio para marcar las distancias— se estaba terminando una soda a palo seco; de locos. Acababan de cobrar el premio, ochocientos setenta lucios. Una cantidad más que razonable, sobre todo teniendo en cuenta que solo había jugado dos partidas. Pero debía reconocer que haberse topado con aquel gallito escupebilletes había sido toda una suerte. Por fin una tregua de la providencia, una pequeña palmadita en la espalda por parte de ese amigo cabrón llamado Destino que solía dejarlo con el culo al aire.

El barman llegó con la botella de wiski mosqueño, que aunque no era de sus preferidos, se dejaba beber, y rellenó el vaso de Leo. Él sacó unas cuantas monedas y pagó las tres consumiciones, dándose cuenta al rebuscarse en el bolsillo de que todavía le quedaba tabaco. Un breve respiro antes de partir era justo lo que necesitaba. Pidió fuego cuando el hombre vino a cobrarse, y soltó una calada que le supo a bendita gloria. Le hizo toser un poco aún, pero la molestia era asumible. Blay también tosió cuando le llegó el humo.

¿De dónde había salido ese panoli llorica? De un suburbio no, desde luego. No jugaba, no fumaba, no bebía wiski, y además hablaba de aquella forma tan pomposa que Leo no entendía muy bien. Como si llevara un puñetero diccionario debajo del sobaco. Sin contar con el acento darmés; pronunciaba las íes y las erres como Aura, y eso solo lo había escuchado cuando vivía en la capital. Sobrevivía, más bien.

¿Y por qué buscar amparo en el sur, cuando todo el mundo se iba al norte? Hasta ese grandullón sin luces que se encontraron al llegar a Moscosa sabía aquello. No hacía falta añadir que no daba el perfil que buscaban los clanes. No hacía falta añadirlo porque entonces estaría viajando solo, y no haciendo de jodida niñ...

—Has estado genial ahí dentro.

Leo lo miró de reojo con el borde del vaso rozándole los labios.

—¿Mm? —gruñó.

—Eres —Blay carraspeó con la vista aún clavada en las burbujas de su soda— un jugador de calte magnífico. Si bien es cierto que tampoco conozco mucho la materia...

Blay se giró en el taburete como si tuviera un palo metido por el culo, y entonces lo miró sin mirarlo a los ojos. Leo asintió una vez porque estaba de acuerdo con el cumplido; aunque también era una forma de mostrar agradecimiento. Le pareció suficiente. Después terminó su copa y se puso en pie.

—Voy a por el material que falta y a por los caballos. Tú quédate aquí.

De repente, a Blay le mudó el color de la cara.

—P-pero no... Creo que... Creo que deberíamos ir... juntos.

—Ni de coña —dijo soltando una calada por la nariz, y cogió la mochila del taburete—. Me llevo esto. Tú te quedas aquí. Volveré en menos de una hora.

Blay siguió balbuceando, pero Leo ya estaba saliendo por la puerta.

***

René vio a través del cristal cómo Leo desaparecía entre la multitud.

No era nada halagüeño quedarse sola en aquel lugar. De noche, Moscosa parecía aun más decepcionante. Por otro lado, descansar de la presencia de Leo le venía bien; le imponía un estado de alerta bastante incómodo, sobre todo porque no quería provocar que volviera a sacar de paseo su navaja. No contra ella.

Cogió el vaso y le dio otro trago a la tónica, procurando encauzar sus pensamientos hacia una corriente más positiva. Al menos le quedaba poco tiempo en Moscosa; al menos había podido enviarle su mensaje a Ferva, y saber que alguien más conocía su paradero le hacía sentir un poco más segura. Solo un poco, porque en realidad no se fiaba en absoluto de aquel hombre. Es más, empezaba a pensar que hasta Leo le parecía mejor compañía que esa serpiente de Ferva. Era rudo, olía a alcohol y le daba un poco de miedo; pero era un lobo con piel de lobo, no de cordero educado que pretendía hacerle creer que estaban en el mismo bando.

Escuchó a su espalda la puerta del bar, y René miró por inercia. Unos ojos pardos y maquillados con muy buen gusto se cruzaron con los suyos; un rostro familiar y agradable en aquel paraje. La mujer que había jugado al calte con Leo cruzó el salón con su paso de gacela, escoltada por un muchacho enorme al que se le metían hacia dentro los hombros, lo que le hacía caminar como un gorila. Y entonces la señaló.

René, sorprendida, miró a ambos lados para comprobar que no se lo había imaginado. Pero, aparte de ella, no había nadie más en la barra, y en el resto del bar apenas se repartían un par de mesas ocupadas; era probable que estuvieran aún en horas bajas.

La mujer y su escolta se acercaron a René hasta que no le quedó ninguna duda de que se dirigían a ella.

—Hola, jovencito —saludó la mujer con su voz grave de terciopelo—. ¿Dónde está tu amigo Blay?

René empezó a ponerse nerviosa, y todavía no sabía por qué.

—E-está... Se acaba de marchar. Pero volverá enseguida.

—Bien —acercó hacia sí con un movimiento gentil el taburete que antes ocupaba la mochila, y tomó asiento junto a René; el tipo con pinta de matón se colocó a su lado. Algo en sus caras le decía que no venían a charlar un rato—. Entonces le esperaremos aquí.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora