Capítulo 8 (I)

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Moscosa olía peor que el retrete de la taberna de Mel.

Pero no fue eso lo único que hizo que Leo arrugara la nariz. El panorama que se extendía alrededor era algo así como un gallinero, que a su vez hiciese la función de cuadra, que a su vez fuera también un vertedero. Mucha gente, demasiada gente, correteaba y parloteaba de aquí para allá, entremezclando dialectos en una macedonia de acentos difícil de masticar; mercaderes vendiendo a gritos el género pocho y comido por las moscas, putas en cada esquina también vendiendo a gritos el género pocho y comido por las moscas. Sí, hacía frío, pero aun así había moscas por todas partes. Pieles de todos los colores, ropas de más colores aún. Los caballos, casi tan numerosos como la gente, arrastraban carros a través de las calles sin asfaltar, trotaban y salpicaban una mezcla de barro y su propia mierda. Leo no esperaba que lo de «ciudad de los caballos» fuera tan literal.

Miró a Blay, que había mudado el color de la cara y se tapaba la nariz con una manga.

—A mí tampoco me gusta este sitio —le dijo—. Cuanto antes empecemos, antes nos marchamos.

Un tipo más alto que Leo y con el doble de espalda se acercó a ellos con decisión, apartando a un par de borrachos que se cruzaron por medio; tenía la barbilla surcada de cicatrices y la nariz partida, y parecía reciente. Leo se llevó la mano con disimulo a la empuñadura del cuchillo que guardaba en el interior de la cazadora.

—Tú em tú, ¿duis ta norta?

Leo agarró más fuerte el cuchillo.

—¿Por qué crees que vamos al norte?

Las cejas del grandote se relajaron.

Puna tonas duines ta norta, amigo. Sora uma peligro, camino uma longa. Yio —se señaló el pecho— acompaño ta norta, bone prenne —y frotó los dedos a la altura de los ojos de Leo, el gesto universal del dinero—. Suma setanta lucios, braem tú. ¿Trato?

Leo sacó definitivamente la mano de su cazadora y la llevó al hombro de aquella mole de dos metros.

—No, amigo, no nos hace falta escolta. Vamos servidos. Pero —y echó un vistazo a las botas desgastadas y corroídas del tipo— quizá yo sí pueda ofrecerte algo. ¿Te interesa un Corno del 35? Todavía tiene la radio y todos los cristales, incluidos los retrovisores. Tres retrovisores.

El tipo arqueó las cejas en una expresión a caballo entre la sorpresa y no tener ni idea de lo que le estaba ofreciendo.

—¿Nuo carrote?

Leo asintió con una media sonrisa.

—Frenos hidráulicos, suspensión independiente. Te lo dejo en trescientos.

El tipo abrió los ojos como platos, y se golpeó la frente para matar una mosca que le rondaba desde hacía un buen rato.

—¿Tresocenta? Caro, amigo. Yio nuno presco.

—Dos cincuenta.

El grandote negaba con la cabeza.

Demuro caro. Centa.

—Doscientos, y te estoy haciendo un favor. Si diversificas el negocio y te montas un chiringuito de chófer, en menos de un año has recuperado la inversión. Y además te quitas de tener que darte palos por cuatro lucios, pateándote un camino de cabras y sin poder permitirte unas botas en condiciones.

El tipo se miró los pies.

—A la larga, tantos golpes —siguió Leo, y se dio un par de toquecitos en la sien— te dejan del revés. Te lo digo yo, he visto eso muchas veces.

El grandote se quedó unos segundos en silencio, con el ceño fruncido y fijo en el infinito del charco de barro que tenía a sus pies. Aquel pardillo era perfecto para deshacerse de esa tartana y sacarle algo de beneficio; en el desguace no iban a darle ni la mitad de ese precio, y contaba con ese dinero para salir de Moscosa.

Leo miró a Blay de nuevo; parecía que iba a cagarse encima en cualquier momento. Suspiró sin poder evitarlo. ¿Qué estaba haciendo allí ese capullo? ¿Era imbécil o estaba loco? ¿Lo estaba él?

—¿Trato? —volvió con el tipo, y le tendió la mano.

—¿Duocenta?

—Te lo estoy regalando.

—Mm —gruñó—, duocenta... Trato —y por fin le dio un apretón.

***

René vio cómo el tipo enorme se marchaba con el coche que los había llevado hasta aquella ciudad de pesadilla. El tubo de escape petardeó de una forma poco convincente cuando aceleró, pero eso ya daba igual; se había marchado. Miró a Leo, que a pocos pasos de ella contaba con diligencia el fajo de billetes que le había dado el mosqueño.

No era nada agradable tener que lidiar con ese salvaje que llevaba un cuchillo escondido en la chaqueta; de hecho, se había pasado todo el viaje callada, repasando en su cabeza el guion de "Años de felicidad"; pero la adaptación de Erlano, la que protagonizan André Cax y Grina Sorla. Esa era la buena. Sorla había elevado al personaje de Olina a la categoría de icónico con ese estilo de la alta sociedad darmesa que tanto la caracterizaba. A ella, a su glamur y a sus frases retóricas se había aferrado para mantener la cordura durante las casi seis horas de carretera con Leo Norvoa. Lo peor de todo es que, al llegar a Moscosa, se dio cuenta de que el viaje había sido un crucero por las Islas Antiguas en comparación.

—¿Podríamos...? —se atrevió a arrancar; carraspeó—. ¿Podríamos comer algo?

—Te dije que aprovecharas ese plato combinado que te ofrecí cuando paramos a la altura de Crestas —respondió sin mirarla.

—Es que... —carraspeó de nuevo— entonces tenía el estómago un poco... cerrado.

Leo la repasó de arriba abajo sin ningún tipo de pudor.

—¿Y el olor a mierda te está abriendo el apetito?

René tragó saliva. ¿Qué se supone que debía contestar a eso? ¿Debía contestar acaso?

Leo terminó sus cuentas y volvió a empezar, pero esta vez para dividir el fajo en dos y guardarse la mitad en el bolsillo. La otra mitad se la entregó a ella.

—Busca los equipos para acampar. Vamos a pasar varias noches a la intemperie, necesitamos mochilas, tiendas, sacos, cantimplora y filtros para el agua, una lámpara, pedernal y brújula. Busca también un binóculo. Y vendas; nunca se sabe. Nos vemos aquí a las seis —levantó sus ojos claros para mirar la torre del reloj—; tú trae el equipo y yo las provisiones, y luego nos vamos a por los caballos.

René asintió mientras cogía el dinero. Pero Leo no lo soltó, sino que dio un tirón para acercarla de mala manera a medio palmo de él.

—Procura no liármela —dijo apenas por encima del barullo de fondo, porque no le hizo falta elevar más la voz para que a René se le aflojaran las rodillas.

—Cl-claro que no —fue capaz de articular.

Leo la soltó al fin y ella tropezó con sus propios pies hacia atrás, aunque al menos consiguió mantener el equilibrio para no caerse de espaldas.

—No más de las seis —recalcó—. Saldremos antes de que caiga el sol para no hacer noche en este sitio.

—Completamente de acuerdo.

—Ah —añadió cuando ya se había alejado unos cuantospasos—, y come algo; no pienso cargar contigo si te caes por el camino.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora