Capítulo 14 (II)

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René estaba asustada. Maniatada y muy asustada.

Ya intuía que había metido la pata; lo que no esperaba es que hubiera sido de aquella forma tan catastrófica. Acababan de meterlos a la fuerza en un carro; no lo sabía porque aún llevaba la cabeza cubierta por aquel saco mugriento que olía a sebo rancio, pero pudo sentir el traqueteo cuando arrancó. Había alguien sentado junto a ella, rozándole el brazo —aplastándoselo, más bien—, y por el hedor a whiskey y sudor que desprendía se imaginó que era Leo. Adónde los llevaban, eso sí que era todo un misterio. Un misterio que no tenía ninguna intención de resolver.

De pronto escuchó un suspiro profundo, femenino. Osla, aquella mujer del demonio, estaba dentro con ellos. René recuperó la visión de repente cuando les retiró los sacos de la cabeza. Lo primero que vio fue a ella, en el estrecho asiento de enfrente, iluminada por la tenue luz de un pequeño candil que había a sus pies; lo segundo, el reluciente revólver que empuñaba dirigido hacia ellos, a pesar de que los dos tenían las manos a la espalda, y por tanto, una limitación importante de movimiento. Del matón no vio ni rastro, pero intuyó que era quien conducía el carro.

René miró de soslayo a Leo, pero éste ni siquiera se inmutó; no le quitaba ojo a Osla.

—Nos habríamos ahorrado todo este paripé si me hubieras hecho caso la primera vez, cuando te pedí que vinieras conmigo —dijo ella en un tono más que cansado.

Leo no respondió.

—Habría sido mucho más fácil —siguió—. Pero eres más prudente que tu padre en lo que respecta al trato con desconocidos, y eso no es algo que pueda reprocharte. Aunque la has acabado liando a base de bien. No se puede decir que no eres un Norvoa...

—¿De qué carajo conoces a mi padre? —preguntó Leo sin pestañear.

—De mucho, hijo. Aunque conozco mejor a Damne.

Leo tragó saliva tan fuerte que hasta René pudo oír el esfuerzo de su gaznate.

—Sí —siguió ella—, has oído bien. Conozco a Damne, y también he tenido la suerte de conocer a tu mujer —él se removió en el asiento, haciendo que René se tambaleara también—; era una cría la última vez que la vi, y ya apuntaba maneras. Todavía no entiendo por qué alguien como ella acabó casándose con alguien como tú.

—¿Qué quieres? ¿Quién eres?

René pudo apreciar en su tono que Leo estaba tan confuso como ella; o quizá más. Osla bajó el arma y la hizo desaparecer en el forro de la falda de su vestido.

—Soy una vieja amiga de tu suegra, por suerte para ti. Y quiero ayudarte a llegar sano y salvo adonde quiera que Damne te haya enviado. Muy al contrario que tú, al parecer. ¿Se puede saber en qué narices estabas pensando para ir predicando a los cuatro vientos el nombre de tu familia? Esto no es Oneira, Leo; aquí tu apellido no te va a servir de mucho, excepto para ganarte otros cuantos enemigos.

Ahora Leo sí que se giró hacia René y le clavó aquella mirada suya que le helaba a una la sangre. A esa distancia podría haberle propinado un cabezazo que la dejara inconsciente en el acto. Pero no lo hizo, y René no supo por qué, aunque lo agradeció.

—¿Quién es? —le preguntó Osla como si René no estuviera presente.

—Nadie —gruñó él, todavía fulminándola con sus ojos grises.

—¿Y por qué «nadie» viaja contigo?

—Eso pregúntaselo a César, que es el que me lo ha encasquetado.

FILII LUCIS (1): La Búsqueda (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora