2- Ah, y también tenemos bosques a los que nadie debería entrar

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En realidad, Damián y yo no teníamos nada en común.
Desde nuestros estilos hasta nuestros intereses, todo era diferente. Ni siquiera éramos amigos y nunca habíamos cruzado palabra. Así que todo empezó el día en el que comencé a sospechar que ese chico que no conocía y que vivía a dos casas de la mía, ocultaba cosas, y de que algo «malo» sucedía en su vida.
Eso fue cuando tenía ocho años. Yo tenía el cabello corto, el cuerpo como un alfiler y mucha energía, algo bastante normal para mi edad; pero él, bajo un montón de cabello negro, era tan pálido y ojeroso que lucía como si padeciera una enfermedad.
También tenía un aire débil y triste. Su rostro siempre lucía desanimado y cansado, como si estuviese a punto de desplomarse.
Intrigada, empecé a mirarlo durante las clases y a estudiarlo durante mi tiempo libre. Me di cuenta de que mientras yo solía hacer niñadas en el vecindario, él no se asomaba ni siquiera a la ventana. En la escuela no hablaba con nadie, rechazaba todo tipo de gesto proveniente de cualquier persona, y a veces desaparecía durante un tiempo y reaparecía de repente. Era silencioso. Nunca hacía grupo para las tareas, comía en una mesa aparte sin nadie que le acompañara y, apenas sonaba la campana, se esfumaba, pero yo no lo veía volver a casa. Un día, incluso, alcancé a ver algunos moretones en sus brazos, aunque la mayoría del tiempo usaba sudaderas.
Mi mente generó cientos de preguntas ante esas señales. Por un lado, las normales: ¿cuál podía ser la causa? ¿Era víctima de algo? ¿Necesitaba ayuda? Por otro lado, las extrañas: ¿y si no se trataba de algo normal? ¿Y si a su alrededor sucedía algo peligroso? ¿Qué podía pasar si yo lo descifraba? No tener esas respuestas me quitó el sueño muchas noches, así que la incógnita, las posibilidades, todo, poco a poco se convirtió en un juego mental que me entretenía y me hipnotizaba por horas.
Un juego que yo no debía jugar, porque no era sano.
Y ese era mi secreto.
De pequeña me había obsesionado con el misterio que veía en Damián, y la parte más oscura era que nunca lo había superado del todo. A pesar de que me esforcé por sacarlo de mi mente y de concentrarme en mi vida común, a veces me ganaba la tentación y le echaba pequeños vistazos, esperando que algo cambiara en él o que algo pudiera ser descubierto.
Por supuesto, su mundo era cerrado y entender la razón de su aspecto o de su comportamiento fue imposible para mí.
Además, nada cambió. Damián nunca dejó de aislarse. Nunca hizo amigos ni se relacionó con nadie. Creció como el mismo chico sombrío y misterioso que no miraba a quien pasaba junto a él. Levantó sus muros y transmitió un completo «no quiero que te me acerques», y nadie tuvo intenciones de hacerlo.
Nadie excepto yo.
—¿Y ese chico al que miras? —me preguntó Alicia de pronto.
Su voz me sacó de un tirón de mis pensamientos y me devolvió a nuestra mesa. Estaba agitada internamente, y temblorosa, y además me había quedado mirando a Damián con tanta obviedad que había llamado su atención. Ahora ella esperaba una respuesta, divertida, y yo no supe qué decirle.
Me puse más nerviosa, como si fueran a descubrirlo todo en ese instante, como si fuesen a enterarse de que antes de pasar todo mi tiempo con ellas lo pasaba espiando la casa de Damián desde mi ventana.
—¿No van a decirme? —preguntó Alicia de nuevo, alternando la vista entre ambas.
—No es nadie —respondí, rápido.
—Es Damián —contestó Eris al mismo tiempo que yo.
—¿Damián o nadie? —rio Alicia.
Eris me observó con rareza por la diferencia de respuestas.
En ese momento, Damián avanzó. Como una tonta creí que venía hacia nuestro lugar, pero pasó junto a nuestra mesa sin prestar atención a nuestra existencia, atravesó la puerta de la cafetería y se acercó al mostrador en donde se pedían los cafés.
—Bueno, ¿y para qué quieres saber? —le preguntó Eris.
—No lo sé, es algo guapo —contestó Alicia con su típica sonrisa de «todos los chicos son un juego que yo puedo ganar»—. ¿Se acaba de mudar?
—Damián ha estado aquí toda su vida y cursó en la misma escuela que nosotras —contestó Eris, ahora concentrada en su batido.
Me extrañó un poco que supiera algo sobre él, aunque no había otras escuelas en Asfil. Todos estábamos condenados a asistir a la misma primaria, la misma secundaria y el mismo instituto.
Alicia entrecerró los ojos, de seguro sospechando que Eris le mentía solo para fastidiarla.
—¿De verdad? Pero si yo no olvido rostros, y ese no está en mis registros.
—¿Estás segura de que tus registros no están ordenados por tamaños de condones? —rebatió Eris con un falso tono amigable.
Esa flecha dio justo en la expresión de Alicia, así que Eris esbozó una sonrisa triunfal y alzó su batido como si brindara por algo.
—Cállate, no me he acostado con tantos chicos como creen —replicó Alicia, y puso los ojos en blanco—. ¿Me explicarán quién es él o lo tendré que averiguar?
Me pregunté si alguien como Alicia, que era atrevida, directa y sin filtros, lograría averiguar más de lo que yo había logrado en todos mis intentos, es decir: nada. Mis sospechas siempre fueron las mismas, pero solo quedaron en sospechas que me llevaron a rendirme.
—Bueno, Damián… —comencé a decir, algo incómoda en el fondo—. Él estuvo en nuestra misma clase hasta el año pasado que dejó de asistir al instituto. Pensé que se había mudado, pero si está aquí de nuevo supongo que no.
—O sea que lo notaste antes —replicó Alicia, frunciendo el ceño—. ¿Por qué yo no lo noté?
—Porque es muy callado y solitario.
—Y porque nunca estuvo detrás de tu vagina como el resto de los chicos —agregó Eris, muy técnica.
Alicia ignoró el burlón comentario e hizo un mohín de desagrado.
—¿Es uno de esos raritos alérgicos a la humanidad?
Iba a responder, pero Eris se me adelantó.
—Él siempre ha tenido calificaciones excelentes. —Ella notaba cuando alguien era más inteligente que otros—.
Probablemente sabe más que nosotras y no le gusta perder su tiempo hablando con seres inferiores.
—Yo no soy inferior. —Alicia enarcó una ceja—. ¿A mí quién no me conoce?
—Pues, Damián —señaló Eris con obviedad. Alicia quiso replicar, pero Eris se apresuró a añadir—: pasó a menos de un metro de esta mesa y no te miró en lo absoluto. Eso quiere decir que sí hay un chico en este mundo al que no le interesas.
Acéptalo y no hagas un drama.
Alicia le dedicó a Eris una mirada de «odio que siempre hagas estas cosas», y Eris le respondió con una de «lo sé, pero me encanta fastidiarte».
Me pregunté qué habrían dicho si yo les confesaba que lo había espiado y armado un montón de teorías absurdas acerca de su vida. Posiblemente se habrían decepcionado. O me habrían juzgado.
—Es obvio que no puedes gustarle a todos —intervine, y como Alicia no dijo nada y se quedó mirando al vacío, sentí necesario agregar algo positivo—: pero alégrate, le gustas a la mayoría.
—Da igual, a mí no me gustan los raritos —soltó Alicia, y alzó la barbilla con suficiencia.
Dieron el tema por terminado y pasaron a otro: una fiesta que daría Cristian, uno de los chicos del instituto. Gracias a eso dejaron de prestarle atención a Damián. Yo fingí estar al pendiente de la conversación, pero con disimulo miré hacia el ventanal que mostraba gran parte del interior de la cafetería.
Desde nuestro lugar se alcanzaba a ver que él seguía esperando en el mostrador. De nuevo me sorprendió su cambio. Ya no era desgarbado. Había rastros de ejercicio en su cuerpo y su mirada lucía más fría y distante. Seguía siendo algo pálido y con ese aire raro y oscuro, pero no había ni rastro del preadolescente extraño.
Recordé que, cuando tenía nueve años, en un par de ocasiones también fui a su casa para preguntarle a su madre si él podía jugar conmigo, pero su respuesta siempre fue la misma:
—Lo siento, Damián está muy enfermo como para salir.
Cuando pregunté a una fuente confiable, mi madre me contó que, en una de las reuniones del vecindario, la madre de Damián explicó que él tenía algún tipo de anemia que lo obligaba a permanecer en casa. Eso explicaba su aspecto, pero nunca lo creí. Siempre sospeché que era una mentira y que él no estaba enfermo de nada.
Le entregaron su vaso y se dirigió a la salida con la misma calma con la que entró. Alicia y Eris no volvieron a mirarlo, así que solo yo noté lo que pasó.
En el momento en que guardaba su billetera en el bolsillo trasero de su pantalón, se le cayó la identificación. No se dio cuenta y continuó caminando hacia la acera para mezclarse con la gente de la feria.
Oh, no.
Si mi fijación por Damián hubiera sido un interruptor, acababa de activarse de nuevo.
La idea me llegó de golpe, tan de repente que tal vez fue producto de mi nerviosismo y emoción. Vi aquello como la gran y primera oportunidad para acercarme a él con una razón justa. Podía decirle: «Ten, se te cayó tu identificación», y luego agregar: «Por cierto, ¿sabías que somos vecinos desde pequeños? ¿Te gustaría ir a una fiesta esta noche?», aunque no estaba segura de si a Damián le gustaban las fiestas. Pero como probablemente nadie lo había invitado a una, no perdía nada con intentar.
Si había sufrido ese cambio físico tan drástico en solo un año, quizás había cambiado de actitud. ¿Era posible?
¿Era riesgoso?
¿Por qué ahora estaba temblando, pero de ansias?
Mi piel de gallina, la diversión de las teorías, mis preguntas sin respuestas, todo otra vez… No, Padme, no.
O sí.
Tal vez.
Sí.
Descolgué mi mochila del espaldar de la silla.
—Oigan, debo ir a casa —anuncié.
Ambas detuvieron la conversación y me miraron con extrañeza.
—Pero si vamos a ver los fuegos artificiales —me recordó Alicia.
—Sí, volveré antes de eso, lo prometo —respondí rápido para que ninguna tuviera tiempo de protestar—. Solo iré a buscar algo.
Eris alcanzó a tomar mi antebrazo para detenerme.
—¿Qué vas a buscar?
—Dinero —mentí—. Le prometí a mi madre que le compraría una de esas tartas que solo hacen durante las ferias.
Le encantan, y si no la llevo va a enojarse mucho. ¡Volveré!
Salí disparada de la mesa, me agaché en el momento justo en el que una mujer con dos niños entraba al área de la cafetería, recogí la identificación con disimulo y luego seguí por la acera intentando ver por dónde se había ido Damián.
No podía mentirme, de nuevo sentía esa adrenalina que me incitaba a crear teorías y sospechar cosas absurdas. Mi corazón latía con la misma rapidez ansiosa de cuando tenía diez años.
No podía dejar que desapareciera otra vez sin antes hablarle.
Debía cruzar palabra con él al menos una vez para cerrar el ciclo. Debía conocerlo finalmente.
Fue complicado ubicarlo porque los puestos de comida y juegos estaban atravesados por todas partes, y la calle era un mar de gente que disfrutaban la feria. Pero esquivé a las personas y traté de no tropezar con las tiendas y los niños hasta que logré localizar su ropa oscura y su lío de cabello negro varios metros por delante de mí, justo cuando cruzó en una esquina.
Avancé tan rápido para no perderlo de vista que no presté atención al camino que estaba siguiendo. Ni siquiera supe adónde me llevarían el par de carpas de festival armadas a medias y sin usar que atravesé… Hasta que al otro lado me encontré frente a un callejón.
Había muchos callejones de ese tipo en Asfil. Eran estrechos y al final dejaban de ser asfalto para conectarse con los terrenos del enorme bosque que rodeaba al pueblo. Por un instante no hubo ni rastro de Damián allí, por lo que creí que me había equivocado, pero cuando llegué al final pude ver su figura a lo lejos. Había seguido por la hierba y ahora cruzaba los bordes plagados de árboles que marcaban la entrada al bosque.
Me pregunté por qué. No era un secreto que el bosque era muy peligroso. Todos en Asfil habían escuchado acerca de él y le temían. De pequeños nos habían advertido que no entráramos sin estar acompañados por alguien que lo conociera, ya que se suponía que dentro de él había un límite que nadie podía cruzar, ni siquiera los cazadores con licencia.
El punto iniciaba en un viejo y enorme roble. A partir de ahí era territorio prohibido ya que empezaban las densas, extensas y laberínticas zonas que rodeaban el lago, todavía más peligrosas por ser capaces de confundir.
«El bosque se traga a las personas», aún recordaba a mi difunta abuela decirlo.
Damián sabía la advertencia y aun así se había adentrado.
Otra vez despertó en mí una ligera sospecha. ¿Qué podía hacer allí un chico? Supuse que dos cosas: o algo raro o tal vez reunirse con amigos. Como Damián era extraño, la segunda pareció improbable, además, estaba segura de que cualquier chico de Asfil preferiría otro lugar antes que ese. Entonces… Era consciente de que lo que se me acababa de ocurrir estaba mal. De nuevo podía equivocarme y no encontrar nada, pero no conseguí ganarle al impulso y a las ganas de saber lo que él haría. Sin embargo, para no ser tan tonta, saqué mi celular y le escribí un mensaje a Eris; era la única de las dos que no haría un escándalo:
Si no te envío mensaje nuevo en veinte minutos, avisa a la policia que estoy en el bosque.
Luego avancé hacia los árboles. El atardecer estaba en su punto más hermoso con un color rojizo, brillante, ribeteado de amarillo. Aún había claridad para reconocer caras, pero igual se me ocurrieron dos cosas más: una, que no tardaría mucho y que, si no veía nada, volvería; dos, dejar un rastro que pudiera seguir de regreso. Y tenía algo perfecto en mi mochila para hacerlo: mucha goma de borrar de color blanco que Alicia solía dejar en su mesa y que yo siempre le guardaba. No las echaría de menos.
Saqué las gomas y corté trocitos que dejé atrás mientras caminaba hacia el bosque. Olía a tierra y madera. Todo era un entretejido de gruesos árboles que se alzaban a poca distancia los unos de los otros. Pasé arbustos, muchas formaciones rocosas, ramas caídas y troncos secos. Ninguna persona a la vista. Volteé un par de veces para no perder la vía de regreso, pero tampoco vi nada extraño.
Me detuve cerca de mi último rastro de goma. De Damián no percibí ni el olor de su batido. Por donde fuera que se hubiese metido, ya no podía encontrarlo.
Sentí el fracaso, y de nuevo también me sentí algo estúpida por haber creído que daría con una respuesta. Me reclamé por estar buscándole continuación a algo que ya había terminado y me convencí de que debía volver al pueblo antes de que oscureciera, así que empecé a seguir el rastro de vuelta.
Solo que, de pronto, escuché algo extraño.
Me paré en seco y suspendí mis pensamientos. Miré hacia todos lados y agucé el oído. En lo alto, pájaros cantando.
Abajo, conejos pisando las hojas. Muchos sonidos del bosque, pero lo que oía era… era… tal vez era…¿Una voz? No entendía bien qué decía, pero estaba segura de que llegaba la pronunciación de las sílabas fuertes.
Intrigada, di pasos cautelosos por detrás de los árboles más gruesos hasta que, de repente, alcancé a ver a dos personas.
Con cuidado de no hacer crujir las hojas me acerqué a uno de los troncos, me oculté detrás de él y espié la escena.
Se trataba de dos hombres, pero ninguno era Damián.
Debían de tener un par de años más que yo, aunque no los conociera. El primero de ellos vestía una gabardina de color violeta y el segundo una de cuero marrón. Por sus posturas y sus expresiones enfadadas, parecía que el primero le reclamaba algo al segundo, solo que desde mi posición no alcanzaba a escuchar con claridad las razones.
Bueno, la discusión se veía muy interesante, pero no era de mi incumbencia. Otra vez quise irme… Pero, antes de alejarme, la situación cambió por completo. El hombre de la gabardina violeta empujó con violencia al otro hacia uno de los árboles, y para retenerlo presionó el antebrazo contra su cuello.
A partir de ahí todo sucedió a una velocidad que me dejó paralizada: con una agilidad impresionante, casi antinatural, el tipo sacó un cuchillo del interior de su gabardina y lo clavó en el ojo derecho del otro con una fuerza sádica.
Un grupo de pájaros volaron alarmados por el grito de dolor que se expandió sobre el bosque. Al instante, los hilos de sangre se desbordaron como ramificaciones por el rostro del hombre, desde la cuenca hasta la piel del cuello. Pensé que moriría de inmediato, que la hoja había perforado su cerebro, pero intentó forcejear con su atacante para zafarse del acorralamiento. Le lanzó manotazos, rasguños, golpes que a pesar de que llevaban fuerza no le atestaron. Incluso trató de patearlo, pero nada dio resultado. El otro era más fuerte, más alto y tenía una postura más poderosa, así que retorció la hoja del cuchillo con crueldad y sin compasión.
Sentí las manos bañadas en un sudor frío y la mente bloqueada por el impacto de lo que estaba viendo. Aun así, no grité. Mi primera reacción fue pegar la espalda contra el tronco para ocultarme. ¿Sí había sido inteligente? No lo sabía, pero no quería que el atacante me pillara porque justo ahí parada era la única testigo y por lógica la próxima víctima.
Pensé.
Si echaba a correr, me vería.
Si hacía algún ruido también me vería.
Con la respiración acelerada, incliné la cabeza hacia un lado del tronco para analizar el perímetro. La víctima se había quedado inmóvil; su rostro, irreconocible y empapado de sangre. El asesino le arrancó el cuchillo del ojo y dejó caer el cuerpo al suelo, que produjo un sonido seco sobre la tierra.
Luego, en un movimiento violento, como un animal ante un sonido casi imperceptible, se giró en mi dirección.
Me oculté de nuevo con rapidez detrás del tronco. El corazón me retumbaba en los oídos. En mi cabeza repetí: «Mierda, mierda, mierda». Me pregunté si me había visto y si en el caso de que lograra llegar a la policía y lo contara todo, me creerían. Ellos me interrogarían y querrían saber qué estaba haciendo en el bosque sin un guía o una licencia de caza, y yo tendría que responderles que lo que en realidad hacía era perseguir a mi vecino.
Y sonaría estúpido. Y descabellado.
De pronto noté que mi último rastro de gomas no estaba.
Solté un jadeo silencioso y aterrado. Ni un trocito de goma a la vista. ¿Cómo rayos…? ¿Cómo regresaría? Miré hacia todas partes. Ni siquiera la silueta de alguna estructura del pueblo en la lejanía.
Antes de planear cualquier cosa, escuché un crujir de hojas.
Creí que sería breve, pero de pronto se volvió constante, como si el asesino estuviese dando pasos lentos y depredadores.
Desesperada, examiné mi entorno en busca de algo con que defenderme. No había nada lo suficientemente útil como para salvarme la vida, sin embargo, vi la pendiente que tenía a unos metros de distancia y se me ocurrió que tal vez si me agachaba y llegaba hasta ella podría deslizarse y salir del campo visual.
Era muy arriesgado, pero en ese momento las opciones estaban reducidas a hacer algo o morir acuchillada al igual que el desconocido.
Los crujidos se detuvieron.
Esperé. Mi pecho subía y bajaba con fuerza.
Arriesgándome, decidí moverme.
Me encorvé un poco, todavía pegada al tronco. Cogí un gran impulso de valor y avancé en esa postura reducida. Lo hice rápido, con la intensa y aterradora sensación de que el tipo correría hacia mí y me atraparía. Cuando llegué al borde de la pendiente, di por seguro que eso no pasaría porque tal vez no ser tan alta me había ayudado a pasar desapercibida… Pero, entonces, oí la voz:
—¡Oye, tú!
Y mi voz interna gritó: «¡Corre!».
Tras el primer paso, la velocidad del mundo aumentó de golpe para mí. Me dejé caer de culo sobre la tierra y me deslicé por la pendiente. Al llegar abajo me levanté de inmediato y eché a correr sin dirección específica. Tal vez no tenía cómo defenderme, pero intenté no ser atrapada.
Mientras corría vi puntitos blancos en el aire. Respiraba por la boca a grandes bocanadas. Los árboles pasaban a mi alrededor, todos iguales, todos potencialmente peligrosos.
Intenté sacar mi celular para pedir ayuda, pero entre ver el camino y meter la mano en el interior de mi bolsillo, tropecé y caí de bruces contra el suelo.
Sentí como si me golpearan la barbilla con una piedra. La boca se me impregnó de un amargo sabor a sangre. Un ardor me avisó que también me había rasguñado la pierna. En el intento por levantarme, descubrí que mi mochila se había enganchado a una maraña de raíces rodeadas por pedazos de troncos. Tuve que forcejear, pero al no lograr liberarla decidí dejarla atrás. Cogí el celular y seguí corriendo.
No tardé en ver algo a lo lejos. A medida que me fui acercando reconocí que era una cabaña. La madera era opaca y las ventanas estaban intactas. La rodeaba una montaña de rocas y peñascos que daban la impresión de tenerla atrapada.
Un letrero de madera que decía «guía de caza» colgaba junto a la puerta.
Llegué hasta ella y empecé a golpearla con fuerza. No quise gritar para que el asesino no me escuchara, así que solo di golpes sin control. Ni siquiera me di cuenta de que la madera estaba vieja y podrida hasta que mi puño la atravesó y la puerta se abrió de sopetón, liberando una nube de partículas de polvo y aserrín.
Dudé en entrar. Dudé tanto que miré hacia atrás con la intención de tomar otro camino. Entonces vi una silueta parada en lo alto de uno de los peñascos. Los rayos de sol proyectados desde atrás la hacían irreconocible y siniestra. ¿Era él? ¡¿Me veía?!
Entré a la cabaña en un impulso de supervivencia.
Y mi esperanza de encontrar ayuda se esfumó en un segundo.
No había nadie, tan solo las proyecciones de luz que entraban por las ventanas y el techo roto. Olía a moho y madera húmeda. Los muebles viejos, desgarrados y cubiertos de polvo parecían cadáveres en descomposición. Estaba abandonada.
Miré mi celular. Temblaba sobre mis manos. Marqué al 911, pero, apenas pegué el aparato a mi oído, la llamada se cortó.
No había cobertura. Esperanzada, busqué respuesta al mensaje que le había enviado a Eris.
El envío del mensaje había fallado por falta de cobertura.
Me adentré por el pasillo con la idea de encontrar una de las ventanas traseras para salir hacia el otro lado. La madera crujió bajo mis pasos cuando entré en una de las habitaciones. La cama no tenía colchón, había telarañas por todas partes y una cortina gruesa, manchada y polvorienta cubría la única ventana. Al deslizarla lo que vi fue un sólido muro de piedra.
Era imposible salir por allí.
Fui hacia la otra habitación. Apenas descorrí la cortina, encontré lo mismo. La ventana estaba bloqueada por las rocas que rodeaban la cabaña.
Intenté idear algo a pesar de que mi estado era caótico: me sentía mareada, mi respiración era jadeante, tenía la frente empapada en un sudor gélido, las manos temblando.
Respiré hondo.
Traté de calmarme.
Pero escuché el chirrido de las bisagras de la puerta. Alguien la abría.
Salí de la habitación y miré en todas las direcciones. Lo primero que entró en mi campo visual fue la puerta del sótano.
Sí, el peor lugar según las películas de terror que había visto, pero el único disponible en aquel momento, así que fui en esa dirección.
Bajé los peldaños a toda velocidad. Resonaron bajo mis pasos apresurados como si fueran a desplomarse. Allí estaba muy oscuro y olía a podrido, pero lo único que necesitaba era ocultarme. O bueno, si podía encontrar algo para defenderme también me serviría. El problema era que no sabía usar nada como un arma. Podía lanzar ataques para tratar de defenderme, pero no quería tener que hacerlo… Solo que no había armas ni objetos punzantes, ni siquiera un destornillador. Apenas encendí la linterna de mi celular, vi varias filas de estantes con algunas latas de pinturas y cajas vacías. Al fondo, una puerta vieja y solitaria. Se me ocurrió que a lo mejor era una salida a otro lado o, tal vez, un almacén sin salida. Si era lo último, me daba por muerta, pero mantuve la esperanza mientras no tuviera un cuchillo enterrado en el ojo.
Me dirigí hacia la puerta y la abrí.
Una corriente helada me erizó la piel.
Y luego solo vi oscuridad.

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora