22- Y el cielo predice peligro

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Eris y yo pasamos la noche entera al teléfono tratando de decidir cómo encontrar a Alicia y ayudarla.
En la madrugada habíamos decidido dejar de lado los planes del libro de Beatrice y las investigaciones de Carson para encargarnos primero de ella, y habíamos logrado establecer un plan. No sabíamos nada de cómo funcionaba La Cacería ni cómo estaba organizada ni cuánto duraba, pero si mi amiga estaba ahí yo iría a salvarla. Lo habíamos repasado todo meticulosamente. Tampoco tenía ni idea de qué nos esperaba en la mansión Hanson, pero debía funcionar.
Esa mañana preparé todo muy temprano y luego bajé las escaleras para ver a mis padres antes de que se fueran al trabajo. Estaban en la cocina. O parecían estarlo. En realidad, sus cuerpos se encontraban ahí como suspendidos. A pesar de que mi madre intentaba echar café en su taza, solo sostenía la cafetera por encima y el líquido no caía, porque no estaba inclinada lo suficiente. Mi padre, por otro lado, estaba sentado en la mesa con la mano en su tostada y la miraba tan fijo que hasta parecía que se cuestionaba si comerla o no.
—Buenos días —hablé, parada en la entrada con mi equipaje en mano. Esperé por la respuesta, pero el silencio se extendió.
Hasta me pregunté si me habían escuchado, solo que la cocina no era muy grande y no tenía sentido. Lo repetí—: ¿Buenos días?
Finalmente, mi madre esbozó una sonrisa ausente.
—Hola —saludó. Sin mirarme, como lanzado a la nada, a cualquier voz.
Se suponía que ella no iba a preguntar nada ni a protestar, pero por costumbre sentí miedo antes de decirlo.
—Voy a salir este fin de semana —y agregué—: Con Damián.
Lo esperé, pero ninguno se alteró. No hubo reclamos. La cocina permaneció en una paz que jamás había conocido y que se sintió extraña.
—Con Damián, sí —fue lo que dijo mi madre de forma mecánica, como si el nombre le trajera buenos recuerdos.
Miré a mi padre por si él también iba a decir algo, pero solo logró llevarse la tostada a la boca, medio lento. No añadió nada. Y a pesar de que siempre había deseado que el control se detuviera, ahora que había sucedido de una forma tan brusca, era tan raro, porque hasta tenía la impresión de que me estaban empezando a… olvidar.
Sí, era lo que presentía, que mi existencia se iría borrando de sus mentes. Pero no era algo que pudiera ni debiera parar.
Asumí que solo estaba demasiado acostumbrada a que ellos me dominaran y que pronto entendería que era un beneficio.
Además, seguía siendo conveniente. Si no descubrían nada era mucho mejor, ¿no?
Me di vuelta para irme. No hablarían más. Aunque… —¿A dónde…? —escuché a mi madre decir de pronto.
—¿Uhm? —Me giré, entre nerviosa y expectante por si aún había algo en ella capaz de dudar o sospechar. Hasta vi sus cejas un poco hundidas con confusión. Pero tras un segundo de silencio, las cosas volvieron a encajar en su mente.
—¿En dónde está mi otra taza? —preguntó, y empezó a buscar en la alacena.
Solté el aire sin entender por qué me había causado cierta decepción. Después seguí por el pasillo y salí de la casa. El cielo estaba nublado y el tono plomizo le otorgaba al ambiente un aspecto melancólico y espectral. Eris estaba esperándome en la acera con un pequeño maletín a los pies, porque estaríamos fuera todo el fin de semana. Llevaba suéter, bufanda y guantes para protegerse del frío que empezaba a sentirse.
—¿Y si no está en ese lugar? —preguntó, cuando me situé junto a ella. Hablaba de Alicia, por supuesto.
Dejé mi maleta junto a la suya. No le dije que había empacado un poco más de ropa porque no sabía si iba a regresar.
—Tengo el presentimiento de que sí lo está, y le haré caso — dije, echando un vistazo hacia la calle—. Solo no quiero que lleguemos demasiado tarde.
—Padme… hay algo que quiero decirte… Un auto que apareció muy rápido por la calle captó toda nuestra atención. Aparcó frente a la casa de Damián. Era uno ostentoso que parecía recién salido del concesionario, negro brillante y elegante, con grandes puertas y cristales ahumados.
Sin dudas un auto imponente.
Poe salió de él, y no estaba menos sorprendente que su vehículo. Llevaba gafas de sol estilo aviador, jeans, saco informal y camisa negra. No sabía cómo, pero siempre lograba marcar de manera impresionante y distintiva su buen estilo.
Además, el cabello rubio se le desordenaba gracias al viento y tenía la punta de la nariz de un color rosáceo debido al frío.
Lucía fresco y entusiasmado.
Nos llamó con la mano desde la otra acera para que nos acercáramos.
—¿Qué opinan? Me lo regaló una presa hace un mes — comentó, dándole una palmada al capó apenas llegamos—.
Hermoso, ¿cierto? Lo traje para que viajen como las princesas que son.
—¿No es muy escandaloso para un asesino? —pregunté.
—Un auto así no es escandaloso para nadie —resopló.
Luego se acercó a Eris y le dedicó una sonrisa de esas perversas, pero encantadoras. Las gafas se le bajaron un poco y la miró por encima de ellas—. Tú vas adelante conmigo, pelirroja. Así te cuento todo lo que fantaseé contigo anoche… Eris giró los ojos y el rostro se le contrajo de fastidio y repulsión.
—Sí, y así yo te escupo en la cara.
Poe se mordió el labio inferior.
—Sabes que mientras más dura e indiferente, más me gustas, ¿no?
—¡Bueno! —intervine antes de que ella explotara de rabia —. ¿En dónde están Tatiana y Archie?
—Pasaremos por ellos en un rato —contestó Poe—. ¿Y Damián?
—Aún no sale.
Verne se dirigió de nuevo al auto. Se inclinó, metió el brazo por la ventana y presionó la bocina repetidamente.
—¡Bájale, hombre! ¿Te estás maquillando o qué? —gritó hacia la casa—. ¡No me molestaría que lo hicieras pero te ves mejor al natural!
—¿Podemos guardar el equipaje en el maletero? —pedí.
Poe asintió y con el dedo nos indicó que lo siguiéramos.
Cuando abrió el maletero del auto no me sorprendió ver un extraño saco dentro de él.
—¿Qué es eso? ¿Traes un cadáver ahí? —inquirió Eris, ceñuda.
—Algo más increíble —murmuró él, se inclinó y abrió el saco para que viéramos lo que había en su interior: un montón de alambres, cuerdas, cadenas, trozos de vidrio, metal oxidado, pinzas, tornillos, madera, cuchillos e incluso un bate envuelto en alambre de púas—. Herramientas. Las necesitaremos.
Lancé mi equipaje en el maletero.
Damián no tardó en aparecer solo con una mochila para el viaje. En verdad, su aspecto estaba peor. Aunque las venas no se le notaban tanto, daba la impresión de estar demasiado cansado. También guardó su mochila en el auto y nos fuimos.
Eris no estaba de acuerdo en ir adelante con Poe, incluso se quejó, pero terminó por ir en el asiento del copiloto escuchando sus comentarios burlones y eróticos. Pasamos por Archie y Tatiana y luego en la parte trasera la distribución fue así: ellos iban en el centro tomados de la mano, y Damián y yo a los extremos, muy lejos el uno del otro tal y como a él le gustaba.
Cuando tomamos carretera, Poe puso canciones de Panic! at the Disco. Claro que un rato después Tatiana contó cómo una vez la manada fue a la playa y un cangrejo se le metió en el bañador a Archie y le picó el culo. Un cangrejo que luego descubrieron fue puesto por Poe con intención de broma.
Todos se rieron excepto Damián y yo. Damián porque casi no tenía alma y yo porque no paraba de pensar en Alicia y en la píldora. Debía encontrar una forma de darle la píldora para entender en qué punto estaba El Hito. Tenía la sensación de que él no me permitiría ponérsela en la boca y que si se la ofrecía la rechazaría. Lo mejor era intentarlo antes de La Cacería, porque luego… bueno, cuando encontrara a Alicia tal vez no habría tiempo para nada más.
A medida que fuimos dejando Asfil atrás, el clima empeoró.
El cielo se vislumbraba más oscuro, y las nubes más densas y amenazantes, advirtiendo que lo que venía era una tormenta.
Esperé que mejorara al acercarnos al próximo pueblo, pero no fue así, no se despejó ni un poco.
Cuando estuvimos a solo dos horas del lugar de destino, los truenos comenzaron a sonar y las gotas empezaron a caer agresivamente en el parabrisas.
Poe aminoró la velocidad.
—Esto se va a poner feo —comentó, inclinado hacia adelante sobre el volante para ver mejor el cielo—. Y me encanta matar, pero no me quiero morir yo.
—¿Y si nada más es una llovizna? —preguntó Archie, empujándose las gafas.
—No, loquito, sé que va a ponerse peor —negó Poe—. Soy más sabio que tú, no me contradigas.
Tatiana sacó su celular y comenzó a buscar algo.
—Hay un motel con restaurante a veinte minutos, ¿y si paramos allí? —propuso ella.
—¿Un motel? —Poe arrugó la nariz. Le echó un vistazo a Eris para decirle—: Lo mío es más algo de cinco estrellas, aclaro, para que no haya malas impresiones.
Eris resopló en el asiento del copiloto.
—¿Crees que eso es lo único que daría una mala impresión de ti? —Tenía los brazos cruzados, malhumorada—.
Esperemos en ese motel. No me quiero morir en el mismo auto que tú. Siento que hasta tu espíritu acosaría al mío.
Cuando aparcamos en el estacionamiento del motel, la lluvia ya era fuerte. El frío era intenso y el cielo estaba lleno de nubarrones. Ni siquiera pudimos ver la fachada del lugar, solo salimos del auto y corrimos hacia la puerta más cercana. Por dentro, el sitio no lucía tan mal. Para ser un motel de carretera estaba muy limpio y bien decorado. Tenía incluso un aire acogedor.
Poe se acercó a la recepcionista con todos sus encantos, y ella embobada le indicó que el restaurante estaba después de un pasillo a la derecha y que ahí podíamos esperar.
Continuamos y el restaurante tampoco resultó ser terrible, de hecho, hasta olía como si estuvieran horneando una pizza. No había muchas personas y el ambiente era cómodo y cálido comparado con el frío que hacía afuera.
Tomamos una mesa frente al ventanal y, mientras tanto, Archie se encargó de ir a ver si tenían chocolate caliente para que nos dejara de tiritar el cuerpo.
—Como que no va a parar hoy —comentó Tatiana. El vidrio estaba empañado y afuera no se veía casi nada por la lluvia.
—Qué mal, teníamos que llegar esta noche —suspiró Poe, decepcionado.
—¿Por qué? Si La Cacería es mañana. —A Tatiana le pareció extraño.
—Fuimos invitados a alojarnos en la mansión durante este fin de semana —informó Poe, recién recordándolo—. Eso es un privilegio. Muchos deben conseguir en dónde hospedarse, pero tienen habitaciones exclusivas para nosotros.
Tatiana se inclinó hacia adelante en la mesa.
—¿Nos quedaremos en la mansión considerando que Padme…?
No completó lo demás, pero el vistazo de preocupación que me echó fue suficiente para entender que se refería a que aún lidiaba con eso de no levantar sospechas.
—Claro que intenté rechazarlo porque no está del todo lista —susurró Poe con obviedad—, pero no me lo permitieron.
La expresión de Tatiana adoptó un aire de divertida malicia.
—¿Gea no te lo permitió porque te necesita en su habitación?
La mandíbula de Poe se tensó. Era hasta medio gracioso cómo se molestaban.
—No —aseguró, atacado en su propio juego—. Estaré en mi propia habitación.
—De acuerdo, solo preguntaba —se burló Tatiana, triunfante.
Eris lució extrañada. Caí en cuenta de que yo le había hablado de La Dirigente pero no le había dicho su nombre.
—¿Quién es Gea? —quiso saber.
Hubo dos respuestas diferentes al mismo tiempo:
—La Dirigente —dijo Poe.
—Una de sus mujeres —dijo Tatiana.
Justo como Tatiana quería, Eris miró a Poe con una expresiva cara de desagrado. A él se le fue el color. Sus ojos grises se vieron horrorizados.
—No, no, pelirroja, te voy a explicar… Intentó arreglar lo de las mujeres asegurando que se había acostado con Gea hace tiempo, como si con eso fuera a hacer que a Eris le diera menos asco. Pude haberme quedado mirando cómo ella giraba los ojos con desinterés, cómo él movía las manos sin parar de hablar y cómo Tatiana disfrutaba del caos que había creado, pero noté que Archie estaba teniendo problemas para traer la bandeja con las tazas humeantes de chocolate caliente, y entonces la encontré.
La oportunidad perfecta, la que necesitaba.
Me levanté rápido pero disimuladamente de la silla, dispuesta a ayudarlo. Nadie sospechó nada de la Padme suave que no podía ver a nadie sufriendo, por lo que le ofrecí llevar tres tazas. Archie asintió, medio nervioso, pero se dirigió con el resto hacia la mesa. Aproveché que la manada estaba hablando y que él estaba colocando las tazas para sacar la píldora de mi bolsillo. Como era de cápsula, solo tuve que abrirla y echar el polvito en el chocolate. Lo mezclé rápido con mi dedo.
Luego llevé las tazas. Puse una frente a Damián. Durante un instante temí que desconfiara, pero estaba oyendo a Poe hablar de algo absurdo y solo la sostuvo para soplarla. Me senté a su lado. Volví a concentrarme en mi taza y me dediqué a menear el líquido con la cucharilla, tranquila.
—Ustedes tienen una relación muy rara, ¿cómo se conocieron? —les preguntó Eris de repente a Archie y a Tatiana—. ¿Se enamoraron en la manada o fuera de ella?
¿Cómo?
Me pregunté si eso le servía para sus investigaciones, pero luego admití que también quería saberlo.
Tatiana iba a explicarlo, pero Poe se le adelantó antes de que pronunciara palabra:
—Es obvio que él la secuestró, la forzó y ella desarrolló un Síndrome de Estocolmo, porque ¿de qué otra manera lo querría? —dijo, con esas habituales ganas de molestar a Archie.
—En realidad, me gustó desde el primer momento en que lo vi y no me forzó a nada —aclaró Tatiana, dedicándole una mirada fulminante a Verne—. Y nos conocimos en una Comic Con.
—Ah, mira, en la junta de vírgenes con acné, qué sorpresa —murmuró Poe.
—Yo ya estaba en la manada —agregó Archie—. Después ella se unió.
—Yo pensaba que se conocían todos desde la infancia — confesé.
—Poe y Damián han sido amigos desde que Damián tenía trece años —dijo la Archiepedia—. Yo los conocí hace dos años y diez meses.
—Y mejor no digas cómo o vas a espantar a Padme. —Poe reprimió una risa.
Quise saberlo, aunque le creía. Si se trataba de Archie, de seguro iba a dejarme horrorizada.
En su lugar le eché un vistazo de análisis a Damián en un intento por detectar algo de la sedación, pero solo tenía los brazos cruzados y miraba hacia el ventanal con el ceño fruncido. Según Tatiana antes de salir de su casa el día anterior, la píldora empezaría a hacer efecto en una hora.
Claro, si es que lo hacía, que era lo que más deseaba.
En tan solo media hora nos dimos cuenta de que la lluvia había empeorado. Las gotas eran gruesas, como si el cielo llorara de forma incesante o como si supiera que algo terrible estaba próximo a suceder. En un televisor que colgaba de una esquina vimos el reporte del clima y los pronósticos no eran buenos. Lo que se avecinaba era una tormenta más fuerte.
—Deberíamos pasar la noche aquí —propuso Poe.
—Me parece buena idea —asintió Tatiana—. Podemos partir temprano. Siempre es mejor conducir de día que de noche.
Poe paseó la mirada sobre cada uno para comprobar que estábamos de acuerdo. Todos asentimos.
—Entonces, me encargaré de las habitaciones —dijo—. Y no se preocupen, yo pago.
—Era justo lo que esperábamos de ti —sonrió Archie con toda la intención de molestarlo.
Poe le enseñó el dedo medio, Archie se lo devolvió y la absurda batalla de dedos continuó hasta que Poe salió de la recepción. Después, en tan solo minutos trajo consigo tres llaves con unos números marcados en tarjetitas que colgaban de ellas. Las puso sobre la mesa y la sonrisa de Guasón que se formó en su rostro casi delató que lo había hecho a propósito.
—Solo quedaban tres habitaciones y somos seis, así que en cada una irá una pareja —indicó. Extendió su dedo índice y con él deslizó una llave en dirección a Archie—. Ahí tienes para que vayas con Tatiana.
La pareja tomó su llave, se levantó y fueron a pedir algo en el bar para cenar antes de irse a la habitación. El dedo de Poe deslizó la segunda llave en dirección a Damián.
—Ahí tienes para que vayas con el pastelito —dijo, y después miró a Eris con picardía, aguantando con todas sus fuerzas una risa satisfactoria—. Mira… queda una sola. Qué casualidad, ¿no? Por descarte, en esa iremos tú y yo, pelirroja.
La expresión de Eris, molesta, era digna de fotografiar.
—Estás alucinando si crees que voy a dormir contigo —bufó ella—. Yo voy con Padme.
Intentó tomar la llave que seguía frente a Damián, pero la mano de Poe la detuvo. Eris lo contempló como si fuera un animal rabioso, pero eso no hizo que la expresión de excitación de Verne por esa riña, desapareciera.
De todas formas, tuve que intervenir y le pedí a Eris que habláramos un momento a solas. Ella quitó su brazo de mala gana para que Poe la soltara y me siguió hasta donde estaban las máquinas de café del restaurante para que no pudieran escucharnos. Ahí formamos un círculo confidencial.
—Necesito ir con Damián —le dije a pesar de que sabía que no sonaba bien.
—¿Qué? —Sus cejas rojizas se hundieron en un desconcierto enojado.
—Debemos estar a solas.
—¿Vas a acostarte con él? —se quejó, alternando la vista entre mi rostro y la mesa en donde Poe y él estaban—.
¿Trajiste un condón al menos? Lo que menos necesitamos es un bebé Noveno.
—¡No! —aclaré muy rápido para que bajara la voz—. No pasará eso, solo necesito tener una conversación muy seria e importante con él.
—¿Sobre qué? —Ella no parecía verle sentido.
Pero no podía decírselo. Al menos no en ese momento en el que la necesitaba para ayudar a Alicia. No podía decirle que una píldora determinaría si Damián estaba ganando o perdiendo una batalla que podía transformarlo en… caí en cuenta de que Tatiana no había especificado qué pasaría con él en caso de perder, pero la insinuación de que podía ser en algo mucho peor a un Noveno normal, había quedado clara para mí.
Y Eris no iba a comprenderlo. Pasaría lo mismo que en su auto cuando volvíamos del bosque. Me diría que él era un asesino y solo me pediría que avisáramos a Los Superiores cuanto antes.
Porque ella no sentía lo mismo que yo.
La voz de Tatiana resonó en mi cabeza: «Pues define lo que sientes y pregúntate si es suficientemente fuerte».
Lo que sentía por Damián era fuerte. Mucho. Pero ¿qué era con exactitud?
—Por favor —le insistí, incapaz de explicarlo.
Eso no le agradó. Apretó los labios, enfadada, y me miró como solía hacerlo cuando tenía la sospecha de que yo mentía.
—Padme, ¿me estás ocultando algo más? —preguntó, con detenimiento.
Durante un instante sentí que tenía que decir la verdad, que esa presión del rostro severo y los ojos fijos en los míos iba a funcionar como siempre lo había hecho.
Pero sí, algo dentro de mí había cambiado. Ahora lo veía. Al menos una parte ya no estaba dispuesta a ceder ante el control, porque lo odiaba.
—No, lo juro —mentí.
Aguardó unos segundos como si esperara que yo flaqueara o me delatara, pero luego asintió, aunque no muy contenta.
—Bien.
Me acordé de algo antes de que volviéramos a la mesa.
—Antes de salir de Asfil, ¿ibas a decirme algo?
Eris negó con la cabeza y pasó junto a mí.
Nos acercamos de nuevo a Poe y a Damián. Poe tenía las manos detrás de la cabeza, aburrido por la espera.
—Mira, si dudas porque te asusta no despertar mañana, te prometo que jamás te mataría —le dijo él a Eris, tal vez creyendo que nos habíamos alejado un momento para hablar de eso.
—Lo que menos me asusta es que me mates, simplemente no te soporto —soltó Eris con un notable enojo. Tomó de mala gana la llave y mientras caminaba añadió—: Mueve el culo, Poe, y si te atreves a decir algo sobre mi cuerpo de una forma asquerosa, el que no va a despertar serás tú.
Él la siguió sin chistar, emocionado. En verdad disfrutaba mucho de que ella lo rechazara. Ya quedaba más que claro que un rasgo nada sorprendente de Poe Verne es que era masoquista.
Yo tomé la llave que seguía frente a Damián. Teníamos la habitación número diez. Me dediqué a buscarla por los pasillos. Él venía detrás de mí. En uno de ellos escuché dos voces conocidas. Eran Eris y Poe que ya habían entrado en alguna de las habitaciones:
—Te dije que te callaras, ¿no? —le decía ella—. Enciende la televisión, aún es muy temprano para dormir.
Por supuesto, él le respondió en un tono divertido y pícaro:
—¿Estás segura de que teniéndome aquí y con una cama solo quieres ver la televisión? Te enseñaría cosas que jamás verías en un canal.
Eris protestó algo que no entendí. Esperé que no la hiciera explotar pero de ira, y avancé hacia la puerta con el número que nos correspondía. Entré, encendí la luz y descubrí que no estaba nada mal. La cama era grande y el ambiente limpio.
Servía para pasar una noche. Por supuesto, yo no era tan exigente como Poe que estaba acostumbrado a los lujos. Yo incluso podía quedarme en una habitación blanca de cuatro paredes, acurrucada en una esquina y dormir allí sin problema alguno.
Damián cerró la puerta. Dejé la llave sobre una mesita y me acerqué a la ventana. El cristal estaba empañado y lleno de gotas.
Era muy difícil reconocer el exterior por tanta lluvia. La oscuridad solo se aclaraba de repente con uno que otro rayo.
Miré mi celular. Ya casi se cumplía la hora.
—Voy al baño —dije de golpe. Damián estaba cerca de la puerta frente a un panel con un par de interruptores, encendiendo la calefacción, pero solo seguí hacia el baño y me encerré ahí.
Esperaría unos minutos y luego saldría. En realidad, no era necesario, pero estaba comenzando a sentirme ansiosa por no saber si la píldora lo sedaría o no, si tendríamos que avisar a Los Superiores o no, si tendría que dejarlo ir con la posibilidad de que no volviera a verlo de nuevo. En mi plan para ayudar a Alicia había una parte peligrosa, pero necesitaba a Damián conmigo, de mi lado.
Porque pasaría el resto de mis días con él, si es que el resto de los Novenos no me asesinaban antes por no cumplir las reglas. Ver a mis padres otra vez sería imposible. Los amaba, pero aun estando bajo ese efecto en el que no intentarían controlarme, si me acercaba a ellos después de lo que haría por Alicia, correrían un peligro mayor.
Entre ese caos de pensamientos, mi mirada se fue al reflejo del espejo sobre el lavabo. Quedé en parte impactada y en parte curiosa, porque, sí, me había visto en el de mi habitación varias mañanas de esas semanas, pero no me había prestado atención a mí misma. Estaba ojerosa y lucía muy cansada.
¿Hasta mi cabello había perdido algo de brillo? Mis ojos también parecían… angustiados, tristes, y me sorprendía porque era una mezcla entre cómo yo veía a Archie y cómo veía a… —Padme, sal del baño —escuché a Damián decir desde afuera.
Intenté percibir si su voz se oía somnolienta o más débil, pero tenía el mismo tono exigente e intimidante. Así que… ¿no?
Nerviosa, tomé aire. Salí del baño. Me quedé frente a la puerta. Él estaba sentado en el borde de la cama. Se escuchaba el repiqueteo de la lluvia contra la ventana y el techo.
—Ven —me pidió. Al mismo tiempo se quitó su chaqueta negra. Por alguna vergonzosa razón, esas dos acciones juntas me hicieron abrir los ojos con pasmo.
—¿A dónde? —pregunté con torpeza.
—Siéntate aquí.
—¿Junto a ti? —Volví a confundirme.
—A menos que quieras sentarte afuera en la lluvia.
Bueno, su sarcasmo seguía intacto.
Me aproximé y con cierta duda me senté a su lado. Comenzó a desanudar las trenzas de una de sus botas. ¿Por qué se quitaba la ropa? ¿Y por qué me ponía inquieta? ¿Era porque estábamos en una habitación de motel y en parte esas palabras de Eris: «¿Te vas a acostar con él?», habían quedado en mi cabeza?
—Mañana estaremos en una mansión repleta de Novenos experimentados —empezó a decir él, serio—. Cualquier mínimo detalle que les haga sospechar algo, podría costarte la vida. Cualquier duda que despiertes podría costarnos la vida a todos. Cualquier persona que conozcas podría interesarse en ti o simplemente odiarte. A cualquiera que le eches una mala mirada podrías ganártelo de enemigo. Lo sabes, ¿no?
—Lo sé —asentí.
—También recuerdas que te dije que no dejaré que nadie te toque y que soy capaz de descuartizar a cualquiera que intente acercarse a ti, ¿no?
Bajé la mirada. Casi me reí por el dramático recuerdo de esa noche en la que me había pedido que me quedara.
—Sí, como si fueras mi superhéroe personal.
Él consideró el término.
—Villano personal suena mejor —decidió, y durante un segundo creí avistar una pequeña sonrisa en su rostro. Solo que volvió a ser un tema serio cuando añadió—. El punto es que, si hay un momento en el que por alguna razón mayor yo no pueda ayudarte, quiero que tengas esto.
De la bota que había estado desanudando, sacó un cuchillo.
No, no era un cuchillo. Tenía una hoja muy afilada, oscura y curva, y una empuñadura dorada y blanca que parecía de mármol con una forma muy curiosa y hermosa que semejaba a unas sutiles alas. Era como una pieza artística pero mortal que solo se vería en un museo.
—Es una daga —dijo él, manteniéndola sobre su palma abierta—. La mandé a hacer solo para ti.
—¿Mandaste a hacer un regalo para mí? —Me costaba creerlo.
—Para que te defiendas como lo hace una Novena —afirmó —. Yo también tengo una. Todos en la manada tienen una como símbolo de que pertenecen a ella, pero uso la mía con frecuencia. Tómala.
Estaba impresionada por el hecho de que me había dado algo especial, así que la tomé de su mano por la empuñadura. Fue un agarre perfecto. No se sentía pesada. Era medio ligera y muy cómoda, y mis dedos la envolvían en un encaje justo.
—Es perfecta para mi mano —susurré, admirándola.
—Lo sé —susurró también, con la mirada medio fascinada —, conozco tus dedos.
¿Eso qué significaba?
Igual era un regalo asombroso.
—¿Por qué las alas? —quise saber.
—Porque cada vez que la uses, te liberarás.
Recordé el momento en la cueva, cuando había acuchillado el saco de boxeo. Lo mucho que había descargado solo con eso, la liberación que había representado. Pretendía que la usara de la misma forma, y acepté que si la necesitaba para sacar a Alicia viva, la usaría, porque no permitiría que sucediera lo mismo que con Benjamin. Esa vez no sería débil.
Ya no podía serlo.
—De acuerdo, esto definitivamente es algo de novios — suspiré.
Lo dije más por molestarlo de forma divertida. Él lo entendió y resopló con odiosidad.
—¿En verdad necesitas que diga que eres mi novia? Creo que todos saben que es así.
Lo apunté con la daga como si de verdad fuera una Novena amenazante.
—Tomaré esto como la propuesta oficial, Damián Fox.
Asintió y bajó la daga con su mano.
—Espero que tengas el mismo valor en la mansión porque solo habrá de esas presas que tú llamas «inocentes», cuando se esté dando La Cacería —dijo—. Eso significa que si vas por un pasillo y alguien te ataca, lo matas. Y si atacan a la manada tendremos que pelear juntos. ¿Entiendes eso también?
—Sí.
Su mirada oscura y fatigosa se encontró con la mía.
—Todos haremos lo que sea para que sigas con vida, así que tú debes hacer lo mismo. También recuerda lo más importante:
no nos traicionamos, nunca.
Esperó por mi respuesta. Otra vez tuve un mal presentimiento, esa rara, pero no nueva sensación de que había algo que estaba ignorando. Hasta me confundió un poco que me fui al momento en el que Nicolas estaba preguntándome si yo de verdad pertenecía allí, y que lo imposible era solo lo que me hacían creer.
Pero asentí.
Damián de pronto soltó aire, medio molesto por su propio estado, y se pasó los dedos por los ojos en un gesto de agotamiento.
—Estoy muy cansado —se quejó—. Tengo sueño.
Salí de mi súbita confusión para darme cuenta de que tal vez estaba sucediendo lo esperado. Lo analicé de pies a cabeza, nerviosa otra vez.
—¿Tienes mucho sueño de repente? —le pregunté.
—No lo sé, también estoy un poco mareado.
Su voz ahora sonaba algo pesada y baja. ¿La píldora estaba funcionando? El corazón me latió rápido por la expectativa.
—Recuéstate —le propuse al levantarme de la cama—.
Puedes dormir hasta mañana.
—Sí, creo… —murmuró.
Me quité la chaqueta que llevaba puesta, guardé la daga en uno de sus bolsillos y la dejé sobre una silla. No le quité los ojos de encima en todos sus movimientos. Damián se quitó la otra bota trenzada y después palpó la cama para proceder a recostarse. Lucía muy exhausto y más somnoliento. Aunque, antes, murmuró algo como que también empezaba a sentir algo de calor y de forma inesperada se quitó la camisa blanca.
Ya acostado, se mantuvo quieto mirando el techo. Con cuidado me moví también hacia la cama y sin decir nada tomé lugar en el otro extremo. Quedé recostada de lado. Desde esa perspectiva descubrí de nuevo lo atractivo que era para mí.
Paseé la vista por la punta de su recta nariz, la espesura de sus cejas, un caminillo de tenues lunares muy cerca de su oreja derecha, la forma en que le caían unos mechones de cabello negro en la frente; lo equilibrados que eran sus labios —algo pálidos por El Hito—, y terminé descubriendo una salpicadura de pecas que había sobre sus hombros y que se perdía hacia su espalda.
Por un momento quise extender el brazo para acariciar su cuello, fantaseando con la idea de que la realidad del asesino podía ser una coraza y que con un toque sería capaz de romperla, pero no lo hice, porque eso era: solo una fantasía.
Esperé un par de minutos antes de testear su estado.
—Damián —susurré, con una mano aferrada a la almohada —. ¿Te sientes bien?
—¿Mmm? —Sonó adormilado a pesar de que sus ojos seguían medio abiertos.
—¿Podemos hablar?
El Damián normal iba a negarse, pero el Damián sedado tal vez no. Solo emitió un sonido entre aprobatorio y ausente:
—Ajam.
Decidí arriesgarme.
—¿De cuando eras un niño?
Esperé el estallido. Esperé el desborde de ira. Pero no llegó.
Su respiración era tranquila.
—Sí.
Tragué saliva. No era una terapeuta y no sabía bien cómo ir al punto, por lo que apelé por las preguntas más directas.
—¿Hay algo de tu niñez que te haya marcado de forma horrible? Algo que recuerdes que cambió tu vida para siempre… Hubo un silencio. Hasta pensé que se había dormido, pero pestañeó con lentitud. Sus ojos eran rendijas de cansancio.
—Te dije que maté a mi padre —dijo, tras un momento, arrastrado, muy bajo.
—¿Cuándo fue?
—A los diez años.
Su mirada estaba fija en el vacío y su pecho subía y bajaba de forma apacible.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque si yo no lo hacía antes, él iba a matarnos a mi madre y a mí.
Me había preparado mentalmente para escuchar algo espantoso, pero eso me causó un escalofrío.
—¿Tu padre quiso matarlos? ¿Por qué?
Él inhaló hondo. Por un instante frunció el ceño y temí que experimentara algún tipo de disgusto, pero fue como si se estuviera dando cuenta de algo que no había notado antes, o como si algún recuerdo lo abordara de repente.
—Lo intentó muchas veces —susurró—. Él decía que yo era un demonio, un engendro, y que no merecía vivir. Estaba convencido de que la mujer que le había dado un hijo así tampoco debía seguir con vida porque su vientre estaba… maldito.
—¿Era un hombre muy religioso? —pregunté, perturbada.
—Mucho. Era un pastor.
Recordé el crucifijo en la cocina de la casa y que pensé que era de su madre. Ahora entendía que había sido de su padre.
Un hombre religioso viviendo con un Noveno, lo más antinatural y parecido al concepto de los demonios. No, esa historia no había estado destinada a terminar bien.
—¿Y cómo lo mataste? —Sentí la garganta seca.
—Puse… muchos trozos de vidrio en su jugo favorito y lo hice beberlo. Una jarra entera.
Impactada, mi mente quiso crear ese escenario, pero lo evité.
—¿Te arrepientes de haberlo hecho? —pregunté también, y en ese momento sentí una chispa de esperanza, pero quizás ya no había lugar para seguir sintiéndola.
—No.
—Entonces, ¿por qué te altera tanto ese recuerdo?
Otro corto silencio. Pareció pensarlo. Quise tener el poder de leer su mente para saber qué estaba sucediendo en su interior, cómo eran los recuerdos, qué tan espantosas y traumatizantes eran las imágenes.
—Intentaba contenerme desde que supe quién era, y por esa razón mi madre me trataba como a un niño normal —explicó, como si estuviera relatándose su propia historia a sí mismo—.
Se esforzaba en ayudarme. Hasta que ese día no pude más.
Puse los vidrios en la bebida y él murió, pero también asesiné una parte de ella. A partir de ese momento empezó a temerme y jamás volvió a ser igual. Me alejó del mundo y del suyo.
Cerraba con llave la puerta de su habitación. No me permitía acercarme a la cocina. Decía que por ningún motivo debía relacionarme con los demás porque en cualquier momento lastimaría a las personas. Dejó de verme como su hijo. Ella, al final, se convirtió en él.
Sentí el pecho apretado de tristeza. Su padre lo había odiado por ser un Noveno y su madre había empezado a odiarlo por no poder reprimirlo. Y lo peor era que habían tenido razón en temerle, porque Damián de verdad era un… No quise pensar en la palabra.
—Siento que tu padre no fuera una buena persona… —No existen las personas buenas —me interrumpió él, aletargado—. Todos, de alguna forma, hacen daño. La única diferencia es que a veces hay personas como tú que prefieren no hacerlo, y hay personas como yo que solo sabemos ocasionarlo.
Mis intensos sentimientos me nublaron por un momento.
Entré en conflicto.
—Pero ¿no has querido ser diferente? —pregunté, inclinándome hacia él, otra vez, con una estúpida esperanza—.
¿No has querido no ser un Noveno?
Negó apenas con la cabeza.
—Ese fue mi error, no querer aceptar lo que era.
¿Por qué soné casi suplicante?
—Damián, podrías intentar controlarte, podríamos… —No —zanjó. Pero algo no quería permitir que me rindiera.
—No, tú escúchame —también lo interrumpí—. Tal vez es El Hito hablando a través de ti. Puedes intentar ir a terapia, y yo estaré ahí contigo. Puedes dejar de sentir culpa y… La forma en la que giró su cabeza hacia mí y me miró, adormilado pero también medio atormentando, hizo que mis palabras se desvanecieran, porque percibí la oscuridad y el dolor en sus iris que parecían mezclarse con sus pupilas. Miré cara a cara el conflicto entre su naturaleza maligna y lo que quedaba de su humanidad. Cada palabra de su confesión fue un susurro:
—Cuando lo vi sufrir porque los vidrios rasgaban su garganta, cuando la sangre empezó a salir de su boca mezclada con el jugo de fresa, lo disfruté. Lo disfruté mucho. No hay culpa, Padme, porque me gusta lo que soy. Y me gusta matar.
Así que no podré controlarme, porque simplemente no quiero.
Mi boca se había entreabierto para tomar todo el aire posible.
No entendí si el sentimiento que me abordó al oírlo era desilusión, tristeza o es que así se sentía la más directa confirmación de que Damián era un monstruo.
Aunque eso no fue lo peor.
Lo peor fue que me pregunté si la solución podía ser que yo me convirtiera en alguien igual a él.
—Debes superar El Hito —le exigí en un hilo de voz, consternada—. Si no equilibras tus partes, te dominará.
—Pero ya lo hace, Padme, ¿no te das cuenta?
Lo único que notaba era que, si la píldora lo había sedado de esa forma, aún había oportunidad.
Me acerqué un poco más a él. Aunque no estaba segura de qué más podía estar sintiendo. Puse una mano en su pecho en busca de comprobarlo. Otra vez estaba muy caliente. Solo me miró entre parpadeos pesados.
—¿Es doloroso? —pregunté.
Inhaló hondo. Su pecho subió con lentitud y luego volvió a la normalidad cuando exhaló.
—Duele mucho. Es como si mis huesos crujieran cuando camino. Mis músculos pesan cuando me muevo. Mi cabeza palpita, no para de pensar. La piel me quema. Las articulaciones se me tensan como si estuvieran exigiendo algo.
Esto duele como si fuera un castigo. Es como si estuviera… siendo torturado.
Percibí el ritmo de su corazón debajo de mi palma. Latía muy rápido e irregular de una forma anormal. Le creí. Le creí que dolía, que lo atormentaba. Su cuerpo se había vuelto su propio infierno, y no sabía si en verdad era él en ese momento, si sus partes en guerra representaban dos seres distintos o si en realidad siempre era una sola. Tampoco sabía si era correcto seguir queriéndolo tras oírlo revelar que no odiaba su propia crueldad, pero fui honesta:
—Quisiera poder ayudarte. Solo déjame intentarlo.
Su mano que reposaba sobre su abdomen se dirigió a mí y se enredó con una suave exigencia en mi cabello. Entendí que quería que me acercara a él, y no lo dudé. Permití que me atrajera hasta que mi cuerpo quedó casi apoyado sobre el suyo en la cama. Y hundió su nariz en mi cuello. La sentí deslizarse de arriba abajo mientras inspiraba el aroma de mi existencia, mientras sus dedos se aferraban a mi cabello para controlarme y tener todo el espacio que quisiera.
Su rostro, sus labios entreabiertos y su respiración caliente acariciando mi piel como si desearan alimentarse de mi olor, causaron el mismo efecto de La Ambrosía en mí. Me sentí embriagada, transportada a su dimensión, porque su torso desnudo estaba debajo de mí y sus brazos me envolvían como un peligroso refugio.
Automáticamente cerré los ojos, sumida en la total experiencia de mi fantasía más prohibida, de mi secreto más oscuro y perverso. Que siempre había sido tenerlo a él. Ser su mundo. Que fuera el mío. Que el único control en mi vida fueran sus manos y que mi única debilidad fuera su voz.
Voz que escuché como un susurro ronco sobre mi cuello:
—¿Soy lo único que necesitas?
—Eres lo único que necesito, Damián —jadeó la chica que siempre había estado obsesionada con él.
La chica que mi madre había intentado cambiar. La chica que yo era. ¿La chica que…?
Durante un segundo iba a reaccionar, tal vez a apartarme, pero sus dientes mordieron una parte de mi cuello con suavidad y cierta malicia al mismo tiempo, y el ligero dolor que sentí se sintió tan nuevo, excitante y satisfactorio que me obligó a buscar su mirada o quizás su rostro porque quería que me besara también.
Él, con los ojos como rendijas, somnoliento, se relamió los labios. Una sutil y cruel sonrisa elevó sus comisuras.
Y luego cerró los ojos y cayó en un sueño instantáneo y profundo.
Supe que estaba dormido y no muerto porque lo comprobé, claro. Su corazón seguía latiendo, y a pesar de que estaba ansiosa por un beso, de que en mi cuerpo se había despertado un deseo palpitante y culposo, lo único que hice fue recostarme sobre su pecho a solo escucharlo.
Supuse que también caí en una especie de sueño y vigilia.
No estuve segura de por cuánto tiempo, pero de repente desperté a causa de un ruido. Al alzar la cabeza y chequear a Damián lo encontré aún dormido, apacible.
Me moví despacio hacia el borde de la cama. Sí, había escuchado algo, y si no me equivocaba había sido como si alguien tocara la puerta.
Puse los pies en el suelo, me levanté y me coloqué la cazadora asegurándome de que la daga estuviera dentro de ella. Avancé entonces por la silenciosa habitación y abrí la puerta a medias. Al asomarme hacia el pasillo, me encontré a Eris de pie en la puerta de su habitación.
Miraba hacia todos lados como si buscara algo.
—¿Escuchaste eso? —me susurró cuando me acerqué a ella.
—Sí, alguien tocó —dije, algo inquieta.
Volvimos a mirar hacia los dos extremos del pasillo. La lluvia aún sonaba.
—Deberíamos despertar a los demás —propuse—. Tengo un mal presenti… —No pude terminar la palabra porque Eris señaló el fondo del corredor.
—¡Mira! ¡Alguien pasó por ahí!
Pero no lo pillé al darme vuelta. Estaba vacío.
—Puede ser un empleado del motel.
—Sí, o algún niño que solo quiere hacer una broma — resopló, algo irritada—. Estaba durmiendo muy cómoda cuando tocaron a la puerta dos veces. Voy a quejarme.
Una de las cosas que menos le gustaban a Eris eran los niños, por eso sus ganas de poner una queja no fueron extrañas para mí. Ella se encaminó por el corredor, y yo de tonta la seguí. Claro que intenté detenerla y pronuncié su nombre más de cinco veces, pero no lo logré.
Llegamos a la recepción y con insistencia presionó la campanilla que había sobre el mostrador. La poca luz de la estancia y de los pasillos que se observaban a los lados le daba al ambiente un toque espeluznante. Me di cuenta de que yo todavía seguía descalza y… sí, había algo en todo aquello que no me gustaba, que me estaba poniendo muy nerviosa.
—Eris —le susurré, tocándole el hombro—. Esto me recuerda a American Horror Story: Hotel, y como vimos la temporada entera sabes que no termina nada bien.
—¿En serio? Me parece más tipo Bates Motel, ¿sabes? — comentó ella, con un gesto de duda.
—Sí, sí, pero mejor volvamos a las habitaciones y le decimos a Poe o a Archie que vengan a quejarse.
—Bueno, ¿y qué les vamos a decir? —replicó, molesta—.
No quiero despertar a Poe. Creo que los mejores momentos con él son esos en los que no habla. Igual, seguro es un niño molestando. —Presionó más rápido la campanilla. El sonido agudo me puso los pelos de punta—. ¡¿Hola?! ¡¿Están seguros de que saben quiénes se hospedan aquí?! ¡Necesito que alguien venga!
—Pueden estar dormidos… —mencioné, mirando hacia los lados. Teníamos un corredor justo atrás y se extendía aterrador hacia un fondo totalmente negro.
—Es un motel de carretera, no pueden. —Giró los ojos—.
Está abierto a esta hora, esa es la idea. Veinticuatro siete, ¿entiendes?
Mientras ella hacía sonar la campanilla como si no hubiera un mañana, la luz de la recepción se apagó justo cuando un estruendoso trueno sacudió el cielo.
Sentí un miedo punzante porque Eris dejó de producir el tintineo con la campanilla y el silencio se espesó. Ambas nos quedamos quietas en medio de la negrura. La única iluminación que quedó provenía del solitario pasillo que daba al restaurante.
Lo miramos con la horrible expectativa y al mismo tiempo con seguridad de que algo aterrador aparecería ahí.
—Eris, estoy empezando a sospechar que no es solo alguien que está molestando —susurré.
Ella se aferró a mi brazo.
—Te creo —murmuró—. Sí te creo.
—¿Ya podemos llamar a los demás? —Tragué saliva.
—Sí… Pero antes de que pudiéramos movernos, tras un estrepitoso trueno y un resplandeciente relámpago, una silueta se hizo visible al fondo del pasillo. El salto que dimos fue casi sobrenatural. La figura era alta, masculina, y lucía fuerte y amenazante. Dio unos pocos pasos y cuando la única luz encendida lo iluminó, vi que tenía el rostro cubierto por una horrible máscara de conejo sangriento. Un conejo rosado, pero espeluznante y sobre todo hambriento de muerte.
Toda mi atención se dirigió al hacha que sostenía con su mano derecha. Un hacha enorme con la hoja afilada y manchada de algo oscuro que podía ser sangre seca.
—¿Ahora a qué se te parece? —le pregunté a Eris con voz aguda.
—A que alguien nos quiere rebanar.
La figura emprendió la carrera por el pasillo y en cuanto lo vimos venir hacia nosotras corrimos por el primer corredor que se nos cruzó. Comenzamos a tocar puertas y a soltar gritos para que alguien saliera a ayudarnos. Por lógica alguna persona debía aparecer pronto por el escándalo.
Pero tras unos segundos caí en cuenta de que nadie salía de las habitaciones.
No nos detuvimos y el hombre con el hacha tampoco.
Desesperadas, cruzamos en un pasillo, luego en otro y cuando golpeé con fuerza una de las puertas, la misma se abrió y contemplé a una de las personas hospedadas que había visto en el restaurante horas atrás, tendido en el suelo con un cuchillo atravesándole el pecho.
Algo frío amenazó con dejarme paralizada. ¡¿Ese tipo que nos perseguía se había encargado de matar a los huéspedes para que nadie nos ayudara?!
Cuando llegamos al final del pasillo, una puerta que daba hacia el cuarto del conserje nos impidió continuar. Nos dimos vuelta y observamos al hombre con la espantosa máscara de conejo abalanzarse contra nosotras en un ataque rápido.
Buscamos las esquinas ante el embiste y el hacha que sostenía se atascó en la pared. Recordé entonces la daga, la saqué de mi chaqueta y mientras él recuperaba su arma le lancé un cuchillazo impulsivo que le dio en el brazo.
Furioso, el tipo se volvió hacia mí. Elevó el hacha para vengarse, pero Eris logró moverse y le atestó una patada en la entrepierna. Le dolió y eso lo distrajo por un instante suficiente para alejarme de él.
Jalé a Eris del brazo y regresamos por el mismo pasillo. Al voltear descubrimos que el tipo no tenía intenciones de rendirse. Soltó un rugido, volvió a alzar su hacha y corrió tras nosotras como un maniático.
—¡Grita, Padme, grita! —me pidió Eris mientras corríamos —. ¡Grita todo lo que puedas!
Y con la potencia de la necesidad de supervivencia, llamé a la única persona que sentí que podía ayudarnos:
—¡¡¡DAMIÁÁÁÁÁÁN!!!
El enmascarado volvió a lanzarse con todo, logró tirar de la camisa de Eris y la hizo caer en la recepción. Empezaron a forcejear en el suelo, y no me quedé como una inútil espectadora. Me fui contra él y le propiné una patada en la cara. Sentí que algo se le dobló en un crujido, seguramente la nariz. El hacha se le cayó gracias al dolor agudo de una fractura. Quise tomarla, pero aún a horcajadas sobre Eris, me dio un empujón tan fuerte que perdí el equilibrio.
Ella le lanzó manotazos para que se quitara porque al perder su arma quiso intentar ahorcarla, así que sin volver a rendirme tomé un gran impulso y entonces le clavé la daga en el brazo.
La hoja quedó enterrada en el músculo, pero él no se inmutó.
Le dio una bofetada a Eris con tanta fuerza que ella pareció quedar inconsciente. Luego se levantó y, blandiendo el hacha, jadeante, sangrando por el brazo, avanzó hacia mí. Retrocedí todos los pasos que pude e intenté trazar un plan rápido, pero el problema era que la daga estaba en su cuerpo y no tenía con qué defenderme.
Damián estaba sedado en la habitación.
No importaba cuanto gritara, él no aparecería.
Cuando pensé que iba a morir en un motel de carretera, alguien apareció. Vi la mano de esa figura nueva, con unos elegantes anillos en los dedos, tomar al enmascarado por la nuca. Entre la oscuridad y la luz del pasillo destacó la ancha y burlona sonrisa de ese que ahora le estaba poniendo al enmascarado la punta de un cuchillo en el lateral de su cuello.
Los dos se quedaron quietos.
—Un asesino en un motel, de noche, con un hacha… ¿No te parece demasiado cliché? —le dijo Poe, con un tonillo divertido—. Ah, pero ¿qué tal si aparece un segundo asesino que acaba con el primero? Tremendo giro argumental, ¿no te parece?
Entonces Poe no le permitió decir nada y le cortó el cuello.
Deslizó la hoja en lateral de forma rápida y experta, y la sangre brotó de tal manera que incluso un delgado chorrito me manchó la camisa. Tras soltar una especie de carraspeo de ahogo, el enorme cuerpo de ese desconocido se desplomó en el suelo y un gran charco de sangre se formó a su alrededor.
Exhalé el aire que había estado conteniendo, atónita, todavía con el corazón en la boca.
—Bueno, esto no habría pasado en un hotel cinco estrellas —comentó Poe, mirando con desagrado el cuerpo bajo sus pies.
Tenía aspecto de recién despertado. Se agachó y le quitó la máscara de conejo sangriento al tipo. No lo reconocí. Era un hombre de cabello oscuro y piel morena.
—Qué interesante —dijo Poe, pensativo—. No recuerdo su nombre, pero lo vi varias veces con Benjamin.
—¿Qué? —pregunté, aún agitada—. ¿Entonces eso significa que…?
—Tal vez sabe quién lo mató y vino a cobrárselas. O quizás solo estaba de paso y quiso divertirse.
—¿Con todo el hotel? —Estaba impactada—. En las habitaciones hay gente muerta.
Poe se pasó la mano por la nuca, algo avergonzado.
—Eh, sí, en parte ese fui yo —confesó entre risas—. Estaba algo aburrido antes de irme a dormir.
—¡Eris! —Mi mente reaccionó y la recordó de repente. Fui hasta ella. Estaba tendida en el suelo, inconsciente y con el labio roto y la mejilla enrojecida por la bofetada. Le di unas cuantas palmaditas en la cara, pero no reaccionó.
Poe se acercó, puso una mano en mi hombro y me apartó.
—No, pastelito, en este caso hay que recurrir a medidas extremas para salvar su vida.
Puso una rodilla en el suelo, se inclinó hacia ella, le apretó la nariz y la besó. Bueno, supuse que era una maniobra de reanimación, pero unió sus labios con los de Eris en algo que pareció más un largo beso. Alcé las cejas con sorpresa y reprimí una extraña risa ante aquel acto, tal vez porque seguía asustada.
Ella abrió los ojos súbitamente y al entender lo que pasaba, frunció el ceño. Poe estaba tan sumido en el beso con los ojos cerrados, que no vio que Eris elevó la mano hasta que le propinó el manotazo en la cabeza. El golpe lo sacó de su papel de príncipe de La bella durmiente y lo hizo alejarse.
—¡¿Qué te pasa, imbécil?! —bramó ella, furiosa, apenas sus bocas se separaron—. ¡¿Piensas pegarme sífilis o qué?!
Poe emitió una risilla y se masajeó la cabeza en el lugar del golpe.
—¿Ves? —me dijo, con un guiño—. Técnicas de primeros auxilios y eso.
Pero Eris estaba llena de ira y lo amenazó con fiereza:
—Vuelves a poner tu sucia boca sobre la mía y la que va a buscar un hacha para rebanarte hasta los huesos seré yo.
La ayudamos a levantarse y contemplamos el escenario que ahora era la recepción. La sangre había formado un enorme charco y el gran cuerpo del Noveno reposaba sobre él, inmóvil, con los ojos abiertos y una larga abertura en el cuello que dejaba a la vista la carne entre un espacio negro. Además, había otros cadáveres en las habitaciones. Y todo había pasado en pocas horas.
—Creo que tendremos que irnos ya —dijo Poe, mirando la sangre.
—¿Por qué ese tipo quería matarnos? —preguntó Eris, y luego le dedicó una mirada de disgusto a Verne—. ¿Los demás por qué no escucharon todo el escándalo?
—Yo escuché al pastelito llamar a Damián y pensé que él las ayudaría —explicó, cruzado de brazos, como si los gritos no hubieran sido graves—. Pero luego no escuché que Damián saliera de la habitación y decidí intervenir. Claramente él no es como los héroes que aparecen hasta cuando la damisela respira fuerte. En cambio yo… acudo si mi damisela está en riesgo.
Le guiñó el ojo a Eris para darle a entender que con «damisela» se refería a ella, pero ella solo resopló y negó con la cabeza.
—Lo único que está en riesgo son tus testículos si no me dejas en paz —soltó, de mala gana—. Despertemos a los demás y vámonos antes de que llegue alguien y nos pille aquí con todo este desastre.
Poe asintió y emitió una risilla de las suyas.
—Tengo mucho sueño, pero sí, creo que podría conducir.

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora