5- Cuidado: una chica tratará de advertirte

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No pude dormir en toda la noche.
Apenas cerraba los ojos veía el pálido y rígido cuerpo de Beatrice con los ojos vidriosos y muchas líneas de sangre saliendo de su boca.
Luego pensaba en que así terminaría yo si decía lo que sabía.
Pero también pensaba en que debía ir a la policía, en que no podía callar que ella no había estado loca al pedir ayuda. Aun si me hacían algo, ¿no valía la pena confesar? Después de todo, eran asesinos… Con esa batalla mental estuve dando vueltas en la cama hasta que amaneció y tuve que alistarme para ir a clases. No me entusiasmaba mucho, pero si no iba reportarían las faltas a mis padres y eso podía ponerlos en alerta.
Llegué temprano. El Instituto Central de Asfil era la principal zona educativa del pueblo. Se había construido pocos años después de la fundación, de modo que los edificios que lo conformaban seguían teniendo un aire tradicional. Los altos muros eran de color ocre y las ventanas eran tan grandes que parecían, como a Alicia le gustaba decir, tabletas de chocolate.
Entré en el aula para la clase de Geografía. Eris y Alicia ya estaban allí conversando. Nada raro, Alicia estaba sentada sobre la mesa de Eris, con las piernas cruzadas. La pelirroja, por su lado, leía una novela de ciencia ficción llamada Asfixia.
—… Y estuve casi quince minutos en el pasillo saludando a cada persona para que voten por mí como la presidenta del curso —le decía Alicia a Eris cuando me uní a su círculo y tomé lugar en mi asiento—. Descubrí que mi saludo influye muchísimo en su día a día y que en serio puede ayudarme a ganar.
—Oh, ¿qué sería de la vida de estas personas sin tus saludos?
—le soltó Eris con sarcasmo.
—Quizás no tendrían los mismos ánimos durante las clases… —contestó Alicia, segura de sus deducciones—. Y en definitiva no votarían por mí.
Eris suspiró y tomó el libro de Geografía que estaba sobre su mesa. La tapa mostraba una imagen del planeta Tierra, así que se aseguró de ponerlo de tal modo que Alicia pudiera contemplarlo bien. Señaló la imagen.
—¿Ves esto? —le preguntó. Alicia asintió con curiosidad—.
Es el mundo con tus saludos. Ahora, ¿ves esto? —Dio vuelta al libro y mostró la misma imagen del planeta Tierra que había en la contraportada—. Es el mundo sin tus saludos. ¿Notas alguna diferencia? ¿No? Por supuesto, porque no hay.
A pesar de que era una burla común por parte de Eris, a Alicia no le hizo nada de gracia. Hundió tanto las cejas y arrugó tanto la nariz en un gesto de molestia e indignación que no pude evitar soltar una risa, y sí que se sintió bien… —¿Sabes qué? —le soltó Alicia, un tanto maliciosa—. La única diferencia entre tú y un cerdo es que el cerdo se revuelca sobre el lodo y tú te revuelcas sobre tu amargura.
Para complementar su contraataque le enseñó el dedo medio a Eris. Ella esbozó una sonrisa triunfal porque había generado algo que le gustaba: caos. Por mi parte tuve que apretar los labios para no seguir riéndome, aunque mi risa se desvaneció de repente por la pregunta que me lanzó Alicia:
—¿Por qué te fuiste tan temprano de la fiesta?
De nuevo a mentir.
—No me sentí bien —respondí—. ¿Lo de Beatrice no las dejó inquietas? A mí sí. Ya no quería estar allí.
Alicia ladeó la cabeza. La sonrisa encantadora había vuelto y estaba estampada en su cara.
—¿Lo de qué? —me preguntó.
—Bueno, tú te lo perdiste, pero… ¿no te contaron?
—¿Qué? —volvió a preguntar.
Esa vez alternó la vista entre las dos como si buscara una aclaración más precisa. Me pareció raro que no lo entendiera, así que me giré hacia Eris para pedir apoyo, pero quedé aún más extrañada cuando me topé con que ella también me observaba con algo de desconcierto, otra vez como perdida.
—Lo de Beatrice —enfaticé para ambas.
Nada.
Alicia soltó una risilla tonta.
—No sé de qué hablas, pero a veces dices cosas tan raras que ya no les presto mucha atención —contestó con simpleza.
Entonces se bajó de mi lado de la mesa y se fue hacia el otro extremo del aula donde había un grupillo de chicas dedicadas en cuerpo y alma a cotillear.
No entendí qué acababa de pasar. De hecho, en cuanto me giré sobre mi asiento para ver hacia las demás chicas del aula lo entendí menos, porque hasta allí se escuchaba que el intenso tema de conversación eran Cristian y su sexy hermano mayor, y ninguna parecía afligida o arrepentida. Ninguna parecía ser consciente de lo sucedido la noche anterior.
Eso no tenía sentido. Beatrice había hecho un escándalo delante de todo el mundo en la fiesta. Ese chisme tenía que haber llegado en segundos a oídos de todos los alumnos, y que Alicia no hiciera ningún comentario referente al tema fue tan extraño como que nadie estuviera hablando de ello.
Punto importante: yo me había asegurado de dejar el cadáver junto a la carretera. Por lógica ya tenían que haberlo descubierto e informado a sus familiares y al instituto, pero eran casi las siete y treinta de la mañana y el director ni siquiera había entrado para hacer el anuncio de la muerte de una compañera.
Salí de mis pensamientos. Una extraña y repentina sensación me envolvió. Fue como si una parte de mi cerebro registrara algo y me lo advirtiera de repente: alguien te está observando.
Con disimulo eché un vistazo hacia atrás, pero nadie me miraba. Después miré hacia el gran ventanal del salón. Afuera, los árboles de las áreas verdes rodeaban el instituto.
Por un instante, entre ellos, creí avistar una capucha y una sudadera negra.
¿Damián?
No, no había nadie.
****** La clase terminó a las doce en punto. Todos salieron disparados de sus asientos. Eris y Alicia me invitaron al centro comercial a comer algo y a rondar por las tiendas, pero como había pasado toda la clase distraída pensando en si debía confesar o no, tenía que terminar de apuntar en mi cuaderno lo que el profesor había escrito en el pizarrón, así que les aseguré que las alcanzaría luego.
El problema era que no lograba silenciar el ruido en mi mente. No lograba silenciar la voz de: «Estás haciendo algo incorrecto otra vez».
Si no habían encontrado el cuerpo de Beatrice y yo era la única que lo sabía, quizás sí tenía que hablar… Pero… ¿cuánto tardarían en encontrarme? Bueno, podía pedir escoltas, apoyo policial, pero me inquietaba mucho que lo que Damián había llamado Novenos ni siquiera parecía encajar con el concepto que yo tenía de los asesinos, de esos que se veían en los documentales o las películas.
Tenía miedo y le había asegurado a Damián que podía confiar en mí, pero no, no podía callarme. Lo haría. Iba a ir a la oficina del director y lo soltaría todo. Era lo que mis padres me habían enseñado, que la justicia y la moral iban por delante de cualquier otra cosa.
Me levanté del asiento tras tomar aire… Solo que cuando volteé en dirección a la puerta, me topé cara a cara con Damián.
Me sobresalté por esa sigilosa aparición. No entendí cómo era posible que estuviera frente a mí sin haberlo notado.
Tampoco el porqué, si no venía a clases desde hace un año.
Llevaba una sudadera, se había echado la capucha hacia atrás y tenía esa habitual mirada hostil que intimidaba e intrigaba al mismo tiempo. También lucía algo exhausto con unas tenues ojeras.
—¿A dónde vas? —preguntó, con un tono que dio la impresión de que sabía lo que pasaba por mi mente.
—A casa —contesté rápido—. ¿Qué haces aquí?
Dio un paso hacia mí. Yo retrocedí igual, pero di contra mi mesa con torpeza, por lo que casi me acorraló ahí. Me escudriñó, como si buscara algo en mi rostro, algo que me esforcé en no revelar.
—Mientes —dijo, con una seguridad que me erizó la piel. Sí, lo hacía, pero no iba a delatarme.
—Claro que no —defendí.
—Sé cuando la gente lo hace, Padme.
—¿Y también lees mentes? ¿Es algo de Novenos? —rebatí, confundida—. Además, se dice: «Hola, Padme, ¿qué tal estás después de todo lo que pasó?».
—No leemos la mente, solo eres muy obvia. —Entornó la mirada y suavizó la voz de forma intencional para repetir mis palabras con una amenazante modificación—: Hola, Padme, ¿qué tal estás después de todo lo que pasó? ¿Tan asustada que pensabas delatarnos? ¿Pensabas delatarme?
—¡Que no! —mentí otra vez.
Hizo silencio, tal vez a la espera de que alguno de mis gestos delatara que no estaba diciendo la verdad, pero no moví ni un músculo.
Pasó un momento de tensión y expectativa… —¿Qué es esa ropa que llevas? —preguntó, en lugar de volver a acusarme.
No entendí a qué se refería. Mi ropa era simple: un overol de mezclilla y una camisa con rayas de muchos colores. Pensé que se refería al overol porque estaba raído, pero miraba con énfasis la camisa.
—¿Qué tiene mi ropa?
—Que la mayoría no nos vestimos de ese modo —zanjó—, y tampoco hacemos escándalos al reírnos para llamar la atención.
Entonces, ¿cómo se vestían? ¿Y cómo se reían? Entonces, ¿me había espiado desde la ventana del aula? Espera, ¿acaso ellos se reían? Jamás había visto a Damián sonreír o soltar una carcajada. Hasta ahora, los estados de ánimo que había mostrado eran malhumor y seriedad, así que, si todos los Novenos eran iguales a él, probablemente no se reían nunca.
—Ah, no hacen algo tan horrible como ponerse una inofensiva camisa de colores, pero asesinar les parece lo más normal del mundo. —Giré los ojos.
—Debes tener mucho cuidado —advirtió con dureza—, porque… —Me van a matar —completé, dándome cuenta de que la palabra me asustaba—. Ya lo sé, pero no puedo hacer algo bien si no tengo ni idea de cuáles son las reglas. No me has explicado casi nada. ¿Cómo iba a saber que usar una camisa de colores y reírme sería un estúpido error?
Damián arrugó el ceño con disgusto y desconcierto. El gesto hizo que notara algo nuevo y peculiar sobre sus ojos. Eran tan oscuros que resultaba difícil diferenciar la pupila del iris. Le daba un aire sobrenatural, casi demoníaco.
—Si algún Noveno pusiera su atención sobre ti por ese «estúpido error», podría matar a todo aquel que lleve tu apellido o tenga relación contigo y, sobre todo, a mí —aclaró con la mandíbula tensa—. Y si tan poco te importa tu vida o la de tu familia, entonces puedo matarlos yo y se acabará este lío.
No sabía cómo lograba pronunciar cada frase como una fría promesa, como algo que haría sin remordimientos, pero me dejó pasmada. Casi que mi corazón se detuvo.
—¿Mi familia? —repetí.
—¿No te había dicho esa parte? No solo irían por ti, también por ellos.
No, no me lo había dicho. No me había dicho que otros podían pagar por mi entrometimiento.
Mis latidos se aceleraron. Mi respiración quiso agitarse. La imagen pasó muy rápido por mi mente: Nicolas yendo por mis padres… Por Eris… Por Alicia… Otra vez él clavando el cuchillo… La sangre, los gritos… Lo imaginé tan posible que un impulso de valor me empujó a mirarlo directo a los ojos, sin miedo, pero temblorosa. ¿De nuevo eso mismo que me había impulsado a decirle que dejara de amenazarme y me matara?
—No vas a tocar a mi familia —le prohibí.
—Qué valiente y casi creíble suena eso, Padme. —Ni se inmutó.
Fui más específica en otro arranque:
—Nadie va a acercarse a ellos.
—Ajá, ¿y cómo lo vas a impedir? —preguntó, junto a un resoplido burlón sin despegar ni extender los labios—. ¿Con tu risa escandalosa hasta que alguien se muera o poniéndoles toda tu ropa de color en la cara para asfixiarlos?
Mi impulso de valor perdió fuerza. En eso, por desgracia, tenía toda la razón. ¿Qué podía hacer yo contra un Noveno, además de desafiarlo para no parecer tan débil? Ya sabía que podían matar en un instante. Sabía que podían perseguir. Hasta por el mismo Damián sabía que podían acorralarme contra un árbol y enterrarme algo filoso en el ojo.
Aunque pudiera decir todas las frases amenazantes que se me ocurrieran, no sería suficiente. Era una decisión horrible, pero no podía ir con el director ni con la policía. No podía decir nada. Aunque una parte de mí quisiera hacer justicia a Beatrice, tenía que callarme. Tampoco podía tener impulsos extraños si quería que mis padres estuviesen a salvo.
De repente quise vomitar de nuevo… —¿Te vas a desmayar o qué? —soltó él, medio extrañado—.
Te voy a dejar aquí tirada si eso pasa.
—No —defendí a pesar de que de seguro me había puesto pálida.
—Ni siquiera parece que estás respirando —se quejó.
—¡Lo estoy haciendo por la boca! —me quejé también.
—¡Respira normal!
—¡¿Tampoco puedo respirar como yo quiera?! —exploté por un momento.
Damián miró hacia otro lado con molestia. Tensó la mandíbula.
—Eres ruidosa —murmuró.
Me alejé un poco por precaución y porque al parecer era bueno leyéndome, y traté de ordenar el repentino caos en mi mente.
Hasta un ligero pitido quería hacerse intenso en mi cabeza.
Las manos querían temblarme más, pero las metí en el interior de mi overol.
Calma. Calma. Calma.
Las chicas normales no perdían el control. Las chicas normales trataban de pensar con inteligencia.
—No tenemos que ser enemigos —dije, dudosa, pero apelando a la lógica—. Te molesta que yo lo haya descubierto y me molesta saberlo, pero retarnos no es la mejor idea.
Damián se recargó en una de las mesas y cruzó los brazos.
—¿Y cuál es la mejor idea? —suspiró.
—Si me explicas bien las cosas sobre tu mundo, evitaré cometer errores estúpidos —propuse.
Se hizo un pequeño momento de silencio en el que él dio la impresión de estarlo pensando. De pronto, se fijó con curiosidad y algo de extrañeza en la cabeza de conejito blanco que colgaba de mi mochila. Me había ganado ese llavero de plástico en una feria del pueblo y lo había enganchado allí el año anterior. ¿Eso también era una aberración humana para los Novenos? Porque me gustaba bastante y no pensaba quitarlo.
—Pregunta —aceptó, sin lucir muy contento con la idea de explicarme algo.
—¿Por qué matarían a mi familia si ellos no saben nada? No les he contado lo que pasó. Juré que no lo haría.
—Los juramentos de las presas no significan nada para un Noveno —explicó con simpleza—. La regla de guardar el secreto es la base de nuestra existencia. Debemos proteger nuestra naturaleza a muerte porque de saberse lo que somos, el mundo se dedicaría a liquidarnos.
—¿Y por qué nos dicen presas? —pregunté—. ¿Nos odian?
—Es porque ustedes solo sirven para una cosa: matarlos — contestó con frialdad—. Te lo dije.
—O sea que sí nos odian.
—Por naturaleza ustedes son inferiores a nosotros en todos los sentidos; odiarlos sería una pérdida de tiempo.
La indiferencia de sus palabras le hizo sonar como si hablara de cerdos para el matadero, y eso me perturbó un poco. Él lo notó y volvió a dedicarme esa mirada curiosa, la misma de cuando me había acorralado en el bosque, como si yo fuera algo intrigante, una pieza en un museo para analizar. Me hizo sentir rara, nerviosa, estudiada.
—¿Qué? ¿Me dirás que tú nunca has odiado a nadie? —me preguntó, lento—. ¿Que nunca has tenido un mal pensamiento hacia alguien? ¿No te has enojado hasta tal punto que solo quisieras que esa persona desapareciera?
—Creo que… —¿Que, de nuevo, las chicas como tú ven lo bueno de la vida? —interrumpió. Su ceja enarcada anticipaba que mi respuesta sería absurda.
—No sé por qué dices eso de «chicas como yo» —reclamé, un poco molesta—. También lo dijiste en el bosque.
Volvió a echarme un repaso que me hizo mirar a otro lado.
Pasar de verlo de lejos a estar bajo su total atención aún era extraño. Era una de las tantas cosas que no terminaba de asimilar.
—Mira, esto es simple —dijo tras un momento, ignorando lo anterior—. Solo debes abrir tu mente cuadrada y… —¿Cuadrada? —solté, en medio de sus palabras. Mi expresión era de total horror—. ¡Estoy asustada, ¿no es obvio?!
—¿Sí? ¿Cuánto?
El interés que mostró me hizo mirarlo como si estuviera demente.
—Lo dices como si lo disfrutaras.
—El miedo es agradable —admitió en un tono bajo, casi arrastrado.
Pestañeé. Mis manos se fueron a mi cabello por el shock.
Hasta me moví sin saber a dónde.
—Oh, Dios, jamás esperé estar contigo aquí hablando de que te gusta ver a la gente asustada —dije, sin poder creerlo.
—No ver a la gente asustada, me gusta el pánico en sí.
Salí de mi propio asombro y le dediqué una mirada dura.
—¡Como sea! ¡No sé si te has dado cuenta, pero la parte de «matamos a todo el mundo y te podemos matar si notamos alguna cosa rara en ti», es horrible y no sé cómo procesarla bien!
Le pareció absurdo.
—Vamos a aceptarte entre nosotros, ya no deberías tener miedo.
—¿Quiénes? —pregunté con rapidez—. ¿El consejo de asesinos anónimos?
—Mi manada —aclaró, y como puse cara de perdida, agregó con impaciencia—: Somos un grupo, confiamos los unos en los otros y nos cuidamos las espaldas.
—¡Ah, un grupo! —exclamé, con un gesto exagerado—. De los creadores de «soy un asesino y te van a matar», llega «tengo un grupo de amigos asesinos que saben sobre ti».
Él me miró sin expresión alguna. Tampoco le hizo gracia ni le causó una pequeñita confusión. Simplemente nada.
—Supongo que eso es un chiste.
—Olvídalo —murmuré, con un giro de ojos—. ¿Cómo es eso de las manadas? Nicolas lo mencionó.
—Los Novenos suelen formar manadas entre sí. Es mejor ir en grupo. No hay mucho en ello. Una manada puede matar a otros, pero nunca a sus propios miembros.
—Así que, tus amigos no van a matarme —quise confirmar.
Damián no respondió de inmediato. Me puso los pelos de punta entender que eso no era seguro.
—Te incluiremos oficialmente —dijo, en lugar de una respuesta más específica—. Recibirás El Beso de Sangre, el juramento que identifica a nuestra manada, así que ninguno podrá hacerte daño.
Intenté imaginar cómo serían sus amigos. Debían de ser una banda igual a él, oscura y sin sentido del humor. Me aterró no saber cómo demonios iba a encajar si, al parecer, todo lo que yo decía era lo contrario al lenguaje de Damián.
—¿Qué es El Beso de Sangre? —pregunté, curiosa—.
¿Tendré que hacerme un tatuaje o cortarme con un cuchillo?
Porque entonces deberá ser en un lugar que pueda ocultar de mis padres, ya sabes, para que… —Es un beso —me interrumpió.
Lo miré con cara de póquer.
—¿Literal?
—Literal.
Quedé muda. ¿Un beso de quién? De… ¿él?
Imaginé por un pequeño momento que él me lo daba, y una mezcla de temor, nervios e intriga me hizo sentir una punzada en el vientre. No podía negar que me había sentido muy atraída hacia la idea de ese chico misterioso, pero no era la realidad. Aunque, por fuera lucía como el Damián de siempre, por dentro era un monstruo capaz de matarme si yo daba un paso en falso y lo ponía en riesgo.
No debía olvidar eso.
—Nosotros hacemos lo que nos venga en gana, matamos a quienes necesitamos matar, pero ese juramento es lo único que respetamos —me informó con un tono bastante serio, como salido de la boca de un soldado fiel a sus ideales—. Es un ritual que luego se convierte en un pacto de lealtad. Existe porque somos impulsivos, y considerando que a veces no podemos controlarnos, necesitamos algunas reglas para no cortarnos la cabeza entre nosotros.
Se me había erizado la piel.
—¿Y cómo lo hacen? —Carraspeé la garganta para recuperar firmeza—. ¿Quién da el beso?
Damián me miró con una fijeza extraña e indescifrable por unos segundos.
—Lo sabrás en ese momento —se limitó a decir, frío.
¿Acaso sí sería él?
Me aparté unos pasos, inquieta. No, tal vez no. Traté de hacerme una idea más lógica de ese ritual, pero todo lo que estaba descubriendo sobre el mundo de Damián se hacía cada vez más perturbador y no me sorprendía la posibilidad de que el beso debía venir de un cadáver o algo así. Qué siniestro.
—¿Cuántos Novenos hay en tu manada? —pregunté, para averiguar todo lo que me fuera posible.
—Somos cuatro —contestó—. Poe es el miembro más viejo, así que tuve que hablar de esto con él. Le conté cómo sucedieron las cosas y estuvo de acuerdo en que puedes tomar un lugar.
Me imaginé al tal Poe como salido de una película de fantasía oscura: un anciano con barba larga, túnica negra, dientes amarillos, aliento asqueroso y uñas larguísimas y sucias.
Suspiré, resignada.
—Bueno, parece que al menos no tengo que preocuparme por caerles bien para que me acepten.
Fue sarcasmo, pero Damián no lo entendió.
—En realidad, nuestro grupo es bastante tranquilo comparado con otros —comentó con cierta indiferencia—.
Nos reunimos, Archie despedaza algunas ardillas para distraerse, tomamos algo y así la pasamos.
En verdad me seguía asombrando la naturalidad con la que contaba cosas sobre los de su tipo.
—Sí, despedazar ardillas suena de lo más tranquilo — murmuré.
Alzó los hombros.
—Otras manadas hacen cosas como cazar, que es la práctica para capturar personas; rondas de vigilancia, que son prácticamente el seguimiento de posibles víctimas… —Ya —No lo dejé seguir. Las náuseas habían vuelto—. Ya capté que no hacen nada normal y que tú definitivamente no lo eres.
—Tú tampoco —dijo, cruzándose de brazos—. Alguien que no entiende cuando le dicen que un niño no puede salir y sigue insistiendo, no debe ser muy normal.
Me dejó helada. Ni pude parpadear. ¿Se acordaba de eso? Es decir, su madre era la que solía rechazar mis invitaciones, no él. ¿Me había visto todas esas veces que había ido a su casa?
—Era una niña —defendí al instante.
—Claro. —Enarcó una ceja—. ¿Qué otra explicación habría?
Casi estuve segura de que me desafió a decir una verdad, pero evité su mirada.
—De acuerdo, necesito pensar, así que me iré y… —¿Pensar qué? —preguntó de vuelta como si fuera lo más tonto que le hubiera dicho.
—Pues… en todo esto.
Damián hundió las espesas cejas y pasó de inmediato a verse enfadado y amenazante.
—Mira, no voy a explicártelo con esquemas o dibujos — soltó, afilado—. Descubriste la verdad, y justo en este momento tienes dos opciones: ser parte de nosotros o morir.
Abrí la boca para decir algo racional, pero lo único que pude balbucear fue:
—Es que no esperé que se tratara de algo tan peligroso.
—Pues debiste haber pensado mejor la idea de seguirme — me interrumpió.
Con esas tajantes y obstinadas palabras me dio la espalda y salió del aula.
******* La conversación me dejó pasmada por un rato, pero logré salir del aula. Mientras iba por el pasillo del instituto que conectaba con la salida, lo único que desvió las palabras de Damián de mis pensamientos fue darme cuenta de que no había nada sobre Beatrice. El día había terminado normal sin palabras ni anuncios sobre su muerte. Los alumnos se habían ido a sus casas, y nadie se había sentido mal por no haberla ayudado la noche anterior.
No paraba de preguntarme si la policía había encontrado el cadáver o no, de manera que me desvié al aula de informática, encendí una de las computadoras y accedí a la página del periódico local para ver las noticias del día.
Fue peor. Descubrí que no había nada sobre la muerte de una chica que asistía al Instituto Central.
Apoyé los codos sobre la mesa y me cubrí el rostro, frustrada, llena de culpa. Volví a ver el cuerpo de Beatrice en la oscuridad, tieso. Volví a escuchar sus gritos de ayuda, a la gente del instituto llamándola loca. Entonces, con todo el dolor del silencio, entendí que incluso si yo confesaba y ponía en riesgo a mi familia, existía la posibilidad de que también me tacharan de desquiciada. Hasta sabía lo que me dirían:
«¿Asesinos en un pueblo tan calmado y familiar como Asfil?
¿Tomas medicinas?».
La pregunta que sabía que todos harían, despertó en mí una nueva chispa de dudas, y empecé a explorar en los artículos del día anterior, luego en los de la semana y finalmente en los de algunos meses.
Descubrí algo todavía más extraño: no había noticia alguna sobre muertes.
No había ni un solo encabezado sobre desapariciones, secuestros, accidentes fatales y asesinatos, ni siquiera algo sobre aquel chico desconocido que Nicolas había matado en el bosque. Todo se trataba de deportes, clima y eventos poco interesantes en el pueblo.
Me recargué en la silla.
Otra pregunta: ¿por qué no había reportes de muertes si el bosque estaba repleto de Novenos?
Tal vez el mismo asesino de Beatrice había vuelto por el cuerpo para ocultarlo muy bien o deshacerse de él, pero la falta de malas noticias no tenía ningún sentido.
Antes de seguir directo a casa me desvié por el pueblo. Lucía como una tarde normal: sol alto e intenso, autos yendo de un lado a otro, algunos pájaros picoteando las viejas tejas de las casas, pero, por supuesto, nada era normal. Conocía esas calles desplegadas de forma laberíntica, esas aceras, esos edificios, esas plazas, esas tiendas, pero sentí que, a pesar de eso, nunca había conocido nada.
Mi cabeza daba vueltas.
¿Y si no era solo en el bosque? ¿Y si muchos de mis vecinos también eran Novenos? ¿Y si lo eran los profesores del instituto? ¿Y si lo era la cajera del supermercado? Pasé por la estación de policía y me detuve a ver la cartelera de información. Había tres carteles de mascotas perdidas y unos muy viejos de ferias, convocatorias y ofertas de empleos.
No había ninguno de «persona desaparecida» y tampoco de «si ves a este hombre, aléjate, es peligroso». No había nada sobre crímenes, lo cual incluso me hizo dudar de si en el interior de la estación los oficiales tenían algo de lo que ocuparse.
Miré tan fijo la estación que sentí un escalofrío y retrocedí, como si el mismo edificio me gritara un «¡lárgate!». De inmediato, sin pensarlo mucho, tomé el camino a casa.
Durante años, Alicia, Eris y yo solíamos quejarnos de que en ese aburrido, soso y caluroso pueblo de gente amargada no sucedía nada interesante o importante.
En realidad, era todo lo contrario: en Asfil sí sucedían muchas cosas malas, pero de alguna inexplicable forma siempre parecía que no.

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora