10- Ah, sí, también hay gente extraña que trata de descubrirnos

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Me desperté de golpe en mi cama.
Estaba asustada, sudaba frío, tenía un intenso dolor de cabeza y peor: no recordaba nada. Llevaba la misma ropa de la noche anterior, pero lo único que tenía en la mente era El Beso de Sangre y raros e incomprensibles fragmentos de lo sucedido luego de eso. También recordaba haber empezado a beber La Ambrosía, un sabor adictivo pero difuso, y por alguna razón algo como que iba a acercarme a Damián para… ¿Para qué?
De inmediato caí en otro punto: mi madre. No sabía cómo había llegado a casa. No sabía en qué momento había dejado la cabaña. ¿Significaba que me había visto? ¿Con la ropa que había desaprobado? Aunque de ser así habría estado esperándome abajo, pero cuando logré reunir fuerzas para chequear las habitaciones, no había rastro de ella. Supuse que entonces no se había dado cuenta de nada y que debía de estar en su trabajo ese sábado.
¿Qué demonios había pasado? ¿Qué había hecho? ¿Cómo había salido del bosque y entrado a mi cuarto sin hacer ruido estando ebria?
Revisé mi celular. Tenía mensajes de Eris preguntando si todo había salido bien y especificando que me esperaba en su casa para conversar sobre el libro de Beatrice. Le respondí que la manada había confiado en mí para guardar el secreto.
Luego, a pesar de que solo quería tomar una pastilla para el dolor y dormir más, fui a visitarla.
Ella abrió la puerta apenas di unos toques. Llevaba el cabello recogido en un moño y tenía el aspecto desaliñado del desvelo, de una búsqueda meticulosa y concentrada.
—Vamos, sube —dijo muy rápido—. Descubrí varias cosas.
Corrimos escaleras arriba y entramos en su habitación.
Siempre me había gustado el hecho de que si la comparábamos con la mía era totalmente opuesta. En donde yo tenía papel tapiz de un color vivo y normal, Eris tenía uno de simple color blanco. En donde yo tenía cortinas bonitas, Eris solo tenía cortinas oscuras. En donde yo tenía una cartelera con tareas por hacer, fotos de mis amigas y recortes de chicos, Eris no tenía nada, solo pared. Con ella todo era más simple. Le gustaba lo minimalista y detestaba los excesos.
Se sentó de golpe en la cama, sobre la que había un montón de libros de tapa dura y estilo antiguo. Tomé asiento frente a ella.
—El libro de Beatrice es una especie de registro —explicó, sin darle largas al asunto—. Habla sobre una investigación que estuvo haciendo sobre este pueblo y sobre la leyenda del Árbol de los colgados.
Mi cara se contrajo de confusión. ¿Árbol de los colgados?
Jamás había escuchado sobre eso. De hecho, me sonó a algo que nombrarían en una película de Tim Burton, con ese aire oscuro y retorcido.
—Lo sé, yo tampoco tenía ni idea de qué era —asintió Eris.
A veces nos entendíamos con tan solo usar gestos y miradas —. Así que fui a la biblioteca y busqué en algunos libros. Solo en uno pequeño encontré algo sobre mitos y leyendas dentro de la historia de Asfil. Al parecer, esto gira alrededor de la advertencia de no cruzar el lago ni el viejo roble, y oh, amiga, es sumamente perverso.
—Cuéntame —acepté, ya bastante intrigada.
Eris se removió sobre la cama como si necesitara acomodarse para explicar mejor el asunto. Luego lo soltó sin pausas y con mucha fluidez:
—El «Árbol de los colgados», en realidad es el viejo roble que conocemos. Lo llamaron así porque fue escenario de una terrible masacre. Nunca se supo cómo ni quién lo hizo, pero la tarde del nueve de septiembre de un año que no figura en ningún lado, aparecieron más de cincuenta cuerpos colgados de las ramas, todos con distintas heridas. Más allá, en el lago, también se encontraron otros veinte cadáveres totalmente desangrados flotando sobre el agua teñida de rojo. El crimen nunca fue resuelto. Al final se convirtió en un cuento porque la mayoría de las personas no tuvieron más que atribuírselo a espíritus malignos, brujería… —Pero fueron los Novenos —completé.
—Sí, esa palabra está escrita aquí —confirmó Eris—.
Beatrice sabía de ellos. Los define como: «Un grupo que hace cosas atroces si los descubres», aunque hasta ahora no explica cómo lo descubrió.
Pensé en que yo había estado en el roble, y varias cosas tuvieron sentido: la sensación de que me estaban mirando, el siniestro y gélido ambiente de esa zona en específico… El árbol y sus alrededores estaban marcados por ese suceso tan horrible. No le encontraba explicación a lo de la sangre en el tronco que había creído ver o lo de la savia con sabor mezclado, pero recordé que en nuestro primer encuentro, Poe había dicho algo como: «Sangre de hace cientos de años».
¿Era posible que todavía hubiera sangre de los colgados allí?
—Ya entiendo por qué nunca nos contaron la historia completa y solo se limitaron a advertirnos de no rondar por el bosque.
—En internet no hay nada de información, solo en ese libro —añadió Eris—. El incidente jamás salió en noticieros, fue olvidado. Nadie volvió a mencionarlo.
—¿Pasó algo así de nuevo?
Negó con la cabeza.
—Luego de eso no hubo más registros de crímenes de ese tipo. De hecho, después no hubo registros de ningún crimen.
Ese es, en realidad, el último asesinato registrado en Asfil.
Que un lugar fuera así de seguro sonaba como una utopía.
Aquella frase «pueblo pequeño infierno grande» tuvo todo el sentido en ese momento.
—¿Cómo pudimos creer en un pueblo con una tasa de crímenes en cero? —dije, ya oyéndolo absurdo.
—Bueno, en parte eso era lo que Beatrice investigaba: la relación entre el árbol de los colgados y los crímenes invisibles de Asfil. Pero hay algo más curioso… Eris pasó algunas hojas del libro y luego lo extendió hacia mí para que viera una página en específico. En ella había una lista de nombres. Sobre la mayoría había rayones afincados y oscuros. Al final de la lista solo había cuatro nombres sin ningún tipo de tachadura.
Me quedé helada porque tres de ellos eran los nuestros:
Alicia, Eris y Padme.
—¿Por qué Beatrice nos anotó en su libro? —pregunté.
—No tengo idea —admitió Eris—. Estuve mucho rato intentando responderme eso hasta que me di cuenta de que hay algo más importante que nuestros nombres: el último nombre y lo que está a su lado.
Al final estaba escrito: Zacarias Carson. No lo reconocí de ningún lugar, ni siquiera de las familias más sonadas del pueblo. Junto al nombre había una extraña palabra en otro idioma.
—Esta palabra significa «¿cómo?» —indicó Eris con el dedo sobre ella—. Y no entiendo qué relación puede tener con el nombre de la persona.
—¿Este Zacarias Carson es del instituto o algo? —pregunté.
—Eso creí. —La chispa analítica entornó sus ojos—. Pero lo investigué y descubrí que no. Es un astrofísico egresado de la Universidad Central de Asfil. Publicó varios artículos sobre ciencia, pero ninguno me ayudó a entender por qué Beatrice lo anotó en su lista. De hecho, él solo hablaba sobre otras dimensiones o mundos paralelos… Intenté encontrar la conexión, pero no logré determinar nada.
—¿Y qué tendría que ver eso con Beatrice?
—No lo sé —suspiró—. Lo bueno es que di con que Zacarias vive actualmente en el asilo de Asfil. Creo que deberíamos hacerle una visita y preguntarle si Beatrice fue a verlo antes de morir. Tal vez podría decirnos qué quería saber.
Usamos su auto para ir. A mí no me habían comprado uno porque obviamente mis padres no consideraban que tuviera la responsabilidad para mantenerlo. O, mejor dicho: no consideraban que yo tuviera la responsabilidad para nada que implicara libertad o toma propia de decisiones, así que siempre debía conformarme con ser transportada por otros.
Mientras íbamos en camino aproveché para contarle lo sucedido la noche anterior. Mencioné La Ambrosía y le expliqué lo que había sentido. Era difícil no contárselo todo al pie de la letra porque Eris siempre hacía preguntas ingeniosas.
Tarde o temprano llegaría hasta la verdad, pero estaba decidida a ocultar que ella lo sabía.
—¿Sentiste que te afectó más que el alcohol normal? — preguntó ella, analítica.
—De una forma muy diferente —asentí, tratando de recordar todo lo posible—. Fue como si… no existiera el miedo dentro de mi cuerpo. Sentí que era capaz de cualquier cosa.
—Todas tus inhibiciones desaparecieron —resumió.
Sonó incluso peligroso.
—Creo que sí… —¿Tal vez hacen esa bebida con algún tipo de droga? — murmuró ella, pensativa, y luego lo dijo con preocupación—:
No deberías beberlo de nuevo.
Pero la verdad era que quería hacerlo. Aunque Archie había dicho que la receta era secreta y no tenía ni idea de si llevaba algún tipo de químico ilegal, y de que sí, probarla otra vez sonaba como una mala idea porque me había sentido descontrolada y había olvidado mis límites, lo quería. Quería sentir el sabor… ver las luces intensas otra vez… La Ambrosía me había dado aquello que no lograba conseguir: libertad. Había apagado la voz de mi madre. No recordaba qué había hecho, pero recordaba la sensación de valor, el estar sola en mi cabeza, mis manos firmes sin temblores, mi corazón calmado. Quería eso de nuevo.
No ser juzgada… Pero no lo dije, y tener que guardarme eso me preocupó.
Eris aparcó frente al asilo. Estaba rodeado de áreas verdes y de los típicos árboles grandes y tupidos de Asfil. Entramos y nos detuvimos en la sala principal. El lugar olía a casa de abuela, como si años y años de historias y vivencias se estancaran en el aire. Algunos ancianos deambulaban por el sitio sin hacer más que mover las piernas.
Detrás del recibidor se encontraba una mujer vestida como enfermera. No se veía de muy buen humor.
—Buenas tardes —saludé—. Venimos a ver a Zacarias Carson.
—¿Ustedes son familiares? —inquirió, con actitud odiosa.
—No, somos estudiantes de la Universidad Central y estamos haciendo algunas entrevistas —dijo Eris, con mucha calma.
—Ah, pensé que finalmente aparecería alguien de su familia —suspiró como si aquello le molestara—. Me temo que no podrán verlo porque el señor Carson murió hace un par de meses.
Eris y yo evitamos mirarnos sin demostrar nuestra sorpresa.
—¿Cuántos años tenía? —pregunté—. ¿Estaba enfermo?
—Tenía setenta años, y se suicidó.
Me quedé sin palabras. En definitiva, no habíamos esperado eso.
—¿Sabe usted si el señor Carson fue visitado por alguna chica antes de morir? —preguntó Eris directamente.
La enfermera hundió un poco las cejas con cierta suspicacia.
—¿Puedo ver sus carnets de estudiantes? —nos pidió.
Nuestros carnets decían con exactitud que éramos estudiantes de último año del Instituto, no de la Universidad.
No podíamos mostrárselos.
—¿Dejó aquí algunas de sus investigaciones? —Eris no se rindió—. Tengo entendido que escribía artículos, ¿habrá alguno? Nos serviría mucho para nuestra tesis.
La enfermera negó con la cabeza.
—Echamos a la basura todo lo que no era ropa y no quedó nada. —Nos miró con cierta desconfianza e insistió—: Sus carnets.
—Bueno, de ser así no nos sirve de nada estar aquí —replicó Eris.
Me puso una mano en el hombro para que caminara hacia la salida.
—Gracias por su tiempo —le dije a la enfermera con una forzada amabilidad—, y lamentamos mucho lo del señor Carson.
Avanzamos rápido sin darle tiempo a la mujer de decir más.
Salimos del asilo y aminoramos el paso por el caminillo flanqueado por pasto.
—¿Por qué se suicidaría? —inquirió Eris, pensativa.
—Tal vez deberíamos venir cuando otra enfermera esté de turno, o conseguir algunos carnets de universitarios para… Un raro siseo me interrumpió. Nos detuvimos en medio de la acera. Observamos en todas las direcciones en busca del origen, pero solo lo descubrimos cuando nos giramos. Muy cerca de la esquina de la estructura del asilo había un rostro casi oculto. Se esforzaba por emitir un sonido con la lengua y los labios para llamar nuestra atención.
Eris y yo nos miramos, desconcertadas, y luego acudimos sin pensarlo dos veces. Cuando nos acercamos lo suficiente descubrimos que era una anciana rechoncha de espeso cabello gris. Ella nos observó de pies a cabeza y luego se llevó un dedo tembloroso a los labios para que entendiéramos que no debíamos hacer mucho ruido.
—Buscaban a Zac, ¿cierto? —murmuró. Su voz era senil, casi como un trémulo chasquido.
—Eh, sí, nosotras queríamos hacerle unas preguntas — afirmé, y utilicé el mismo volumen de su voz—. ¿Usted lo conocía?
La anciana nos estudió por un momento con una mirada desconfiada hasta que asintió.
—¿Sabe por qué se suicidó? —pregunté.
Ella negó con la cabeza de una forma abrupta.
—¡No se suicidó, lo obligaron a hacerlo! —exclamó en un tono bajo—. Él no tenía razones para quitarse la vida, excepto, claro… —Se corrigió de inmediato—. Pero yo se lo expliqué a la policía y descartaron mi declaración porque creen que estoy loca.
Bueno, a simple vista no parecía muy cuerda con esos movimientos nerviosos y exagerados, pero lo que decía sonaba lógico.
—¿Cree que alguien del asilo tenía razones para matar al señor Carson? —indagó Eris, embriagada de curiosidad.
—¡No, de aquí no! —volvió a exclamar, ahora con una expresión de aflicción—. Todos lo adorábamos. Era gentil, un hombre inteligente y tenía muy buena salud… Observé a nuestro alrededor por si alguien estaba cerca, pero no había nadie.
—¿Sabe si una chica de nuestra edad vino a visitarlo antes de que muriera? —susurré.
La anciana abrió los ojos de par en par como si se diera cuenta de algo.
—Esa chica rara… —asintió, alternando la vista entre Eris y yo—. Vino hace cuatro meses. Vino como ustedes, diciendo que era alguien más, y después todo sucedió.
Solo podía tratarse de Beatrice. La palabra que mejor la había definido era «rara».
—¿Qué quería?
De golpe, la anciana se llevó las temblorosas y manchadas manos a la boca y ahogó un grito. Su reacción fue tan repentina y fuera de lugar que no pude evitar mirarla con rareza.
—Quería el artículo especial —murmuró como si fuera algo terrible—. ¿Por eso vinieron a buscarlo también? ¿Quieren saberlo?
Nos miró de una forma difícil de interpretar. Podía ser sorpresa o temor.
—Sí, nosotras vinimos porque necesitamos encontrar ese artículo —le aclaró Eris, con detenimiento—. ¿Sabe en dónde podemos encontrarlo?
La anciana solo cerró con fuerza los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.
—El… el artículo… —masculló con pánico—. Él no hablaba de eso, no con los demás, pero sí conmigo, y por esa razón lo asesinaron.
Eris no era la persona más paciente del mundo, pero se esforzó.
—¿De qué trataba el artículo especial? —volvió a preguntar.
Pero fue como si la anciana escuchara todo excepto nuestras voces, o como si se hubiera quedado estancada en un momento de espanto.
—Él decía que lo encontrarían —jadeó con la voz temblorosa y horrorizada—. Decía que de nada le había servido esconderse entre la podredumbre de la vejez. Decía que, como él lo sabía y no se les había unido, no tardarían en silenciarlo.
—¿Qué sabía? —insistí.
Y solo lo empeoré. La anciana se puso las manos en la cabeza y empezó a sacudirla en una desesperada forma de negación.
—¡Lo que ustedes saben! ¡Lo que yo sé! —exclamó en voz más alta.—. ¡Como Zac me lo dijo también me matarán! ¡No he pegado un ojo en todo el mes! ¡Me sacarán la lengua! ¡Me cortarán las venas! ¡Me obligarán a ahorcarme! ¡Y todos creerán que me suicidé!
Sentí la necesidad de tranquilizarla. Lucía alterada de una manera peligrosa para alguien de su edad.
—Señora, señora —dije, sin alzar mucho la voz en un intento de calmarla—. Lo único que queremos saber es en dónde encontrar el artículo. No somos malas personas. Lo necesitamos para bien.
No funcionó. Había caído en una angustia incontrolable. Ya hasta sus manos temblaban.
—¡Dijo que lo enterrarían con su verdad porque era su mayor descubrimiento y era muy peligrosa! —vociferó en un estallido de pánico.
Supe que era momento de parar. Podía estar al borde del colapso. Sonaba asustada y todo su cuerpo temblaba. Era evidente que sabía muchas cosas, pero eso mismo la había alterado demasiado.
Eris no tuvo la misma sensibilidad que yo.
—¿Peligrosa? ¿Qué tan peligrosa? —le preguntó con rapidez —. ¿Al menos sabe qué decía el artículo? ¿Puede contarnos una parte?
La anciana lo gritó:
—¡El peligro ha estado aquí desde hace un siglo! ¡Ellos están entre nosotros!
—¿Margaret? —Una voz nueva interrumpió la conversación.
Eris y yo dimos un paso hacia atrás como si nos hubieran atrapado in fraganti, pero solo era un enfermero. Salió de la parte trasera del asilo y nos observó de una manera que nos dio a entender que no debíamos estar allí.
La anciana volteó con violencia hacia él y después volvió a mirarnos. Se fijó entonces en Eris como si apenas notara su presencia, abrió mucho los ojos y la señaló con el dedo índice.
—¡Tú lo sabes! —soltó, y en sus ojos entornados por unas firmes arrugas detecté un miedo genuino—. ¡Yo lo sé! ¡Él lo sabía! ¡Nadie debe saberlo!
—¡Margaret! —bramó el enfermero, todavía acercándose hacia nosotras—. ¡¿De nuevo estás diciéndole cosas a los visitantes?! ¡¿Ya has tomado las pastillas?!
En un acto repentino e inesperado, Margaret nos dio un empujón para apartarnos y echó a correr por el pasto a través de los árboles.
—¡No te escaparás otra vez! —le gritó el enfermero.
Era obvio que sería imposible. Enfundada en unos pantalones holgados y un suéter de flores, corría a una velocidad pobre, pero había que admitir que lo hacía con esfuerzo. Realmente quería huir, como si aquel fuera el lugar más peligroso del mundo.
El enfermero se apresuró a seguirla y, justo cuando pasó por nuestro lado, preguntó, preocupado:
—¿Las lastimó?
—Estamos bien —aseguramos.
Él negó con la cabeza.
—Cualquier cosa que Margaret les haya dicho, no es cierta —aseguró—. Padece esquizofrenia paranoide y se ha vuelto algo agresiva con cualquiera que se le acerca. Vendrán a buscarla para trasladarla al psiquiátrico, pero se esmera en escaparse. Lo lamento si les hizo pasar un mal rato. Tengan un buen día.
Las últimas palabras fueron un claro «lárguense ya».
Después siguió tras la anciana que a su paso ya se había alejado lo suficiente como para cruzar la calle, pero no como para estar segura.
De toda la conversación solo me había quedado clara una cosa:
Margaret no estaba demente, solo conocía la verdad sobre los asesinos del Noveno mes.
***** Una vez que salimos del asilo, Eris condujo algo lento.
Era muy obvio que los Novenos habían matado a Zacarias.
Margaret se había comportado igual que Beatrice antes de ser asesinada, no era simple paranoia. Para mí, no estaba nada loca. Pero volver a confirmar que nadie creería si yo me atrevía a decir la verdad, me causó mucha inquietud. Hablar nunca sería una opción. Solo podía terminar de nuevo en…
—Lo único que se me ocurre es que Beatrice quería el artículo porque decía algo sobre el árbol de los colgados y a su vez explicaba los crímenes invisibles de Asfil… —Eris me sacó de mis pensamientos, y luego golpeó con algo de frustración el volante del auto—. Esa vieja sabe qué dice el artículo, pero se la llevarán al psiquiátrico. Hacer visitas allí es más complicado.
—Igual no podemos contar con ella, aunque logremos meternos, no nos dirá —suspiré—. Y es una señora, sé respetuosa.
—Hay que seguir investigando —decidió, terca como siempre—. Puedo ir a la biblioteca y revisar los registros, y tú puedes seguir manteniéndote a salvo y ganar la confianza de la manada de Damián.
—Eris, viste el miedo que tenía Margaret, ¿no? —La miré con gravedad—. Yo también lo he sentido, porque esto no es algo tan simple como para jugar a que estamos en un capítulo de Scooby Doo.
Giró los ojos. Ella podía ser más seria e imponente que yo, claro.
—Mira, yo no tengo miedo —dejó en claro—. No le diré a nadie que me lo contaste, y tampoco dejaré esto a medias. Me acabo de dar cuenta de que lo que Beatrice estaba haciendo es más importante de lo que creemos. Tengo ciertas sospechas y voy a confirmarlas como sea.
Iba a preguntar qué tipo de sospechas, pero de repente mi teléfono vibró en una notificación. Lo saqué para mirar.
—Es Damián —avisé—. Se reunirán hoy a las siete.
—Bueno, ¿e irás así?
No entendí por qué me lo preguntaba. Llevaba unos jeans negros y un suéter blanco, lo menos raro que había logrado encontrar para no levantar sospechas.
—¿Así cómo?
—Me contaste que Tatiana te dijo que no era necesario que vistieras como un cuervo —dijo, alternando la vista entre la carretera y yo—. Pero pareces un espíritu que falleció trágicamente en un accidente y aún no nota que está muerto.
Demonios, ¿tan mal me veía?
—Primero que no llame la atención y luego que tampoco sea tan simple —suspiré con cansancio—. Mi armario está repleto de ropa de color con estampados, ¿de acuerdo? Y es lo que tengo que usar o de lo contrario mi madre se enojará mucho.
Nunca le había revelado a Eris que, en realidad, me podían encerrar por días si a mi madre se le antojaba. No tenía permitido decírselo a nadie nunca, y yo había cumplido esa amenaza.
Por supuesto, recuerdos de aquel día pasaron como ráfagas por mi mente, y volví a escuchar lo que yo había preguntado y la respuesta que había recibido:
«—¿Por cuánto tiempo?
—Todo el que sea necesario para arreglarte».
—Mira —me aconsejó Eris—. Si en verdad quieres mantener a raya a tu madre para que no sospeche que has cambiado, debes buscar un punto neutro, un equilibrio, y así ella pensará que todo está normal.
—¿Qué hago entonces?
Eris esbozó una sonrisa, de esas que reflejaba cuando se le ocurría algo genial.
—Si me dejas ayudarte, yo sé lo que hay que hacer.
Su solución era ir de compras, el único gusto que ella compartía con Alicia.
No protesté porque sí era necesario cambiar el armario.
Fuimos al centro comercial y recorrimos la mayoría de las tiendas en busca de la ropa adecuada. Eris lo tenía bien claro, pero yo no, lo cual hizo que el asunto de comprar se volviera nuevo para mí, incluso cuando ya lo había hecho muchísimas veces antes. El problema era que en ese punto cualquier cosa se sentía como una nueva experiencia, como si apenas llegara al mundo y tuviera que aprender cómo caminar, hablar y comportarme.
Me encontré con muchos vestidos que habría usado sin dudar, pero los dejé atrás. Sustituimos los colores vibrantes por tonos más neutros y elegantes. Nos concentramos en ello y me distraje tanto entre comentarios y risas que perdimos la noción de tiempo. Para cuando vi la hora solo faltaban treinta minutos para ir a la cabaña.
Ir a mi casa a cambiarme era una pérdida de tiempo. No me quedó de otra que vestirme en la tienda. Además, desde allí podía llamar a mi madre, hacer que oyera a Eris y mentirle diciendo que dormiría en su casa de nuevo.
Aquello funcionó. Luego entré en el probador y me vestí con algo que ella misma había escogido.
—Creo que se parece a lo que usaban en la película Grease, ¿sabes? —comenté desde el interior, metiéndome en el pantalón—. Cuando ella dejó de ser una buena chica y empezó a cantar que necesitaba un hombre… —No me digas que vas a cantar que necesitas uno —soltó ella desde afuera entre algunas risas.
—No, no necesito a nadie —sostuve con firmeza.
Pero la imagen de Damián pasó por mi mente. Sus ojos achispados y serios luego de beber La Ambrosía. Otra vez, ¿por qué tenía la sensación de que lo había visto en la mesa y había ido hacia él estando ebria? ¿Qué rayos había hecho? Por más que me esforzaba en recordar, no lograba traer nada concreto.
La idea me molestaba, porque era un asesino. Ni siquiera en una borrachera podía olvidar eso. Aunque ya estaba segura de que La Ambrosía no te causaba una borrachera normal. Sí, me había hecho sentir libre, pero eso era peligroso, incorrecto.
—Padme, ¿por qué seguiste a Damián al bosque aquella tarde? —preguntó Eris de forma inesperada.
Me quedé congelada en el interior del probador.
—No lo sé.
—Padme… —me advirtió que no mintiera.
Porque me conocía demasiado, porque ella también podía notar con facilidad si algo andaba mal en mí. Una Sherlock Holmes a la que había que temer.
—Estamos juntas en esto ahora —añadió—. Quiero la verdad.
—La verdad es que… —dije, y mi voz sonó medio temerosa de revelarlo—. Antes, hace mucho tiempo, me sentí atraída por lo que creí que escondía. No lo conocía ni nada, pero me llamaba mucho la atención la idea de saber más sobre su vida.
—¿Intuías que había algo raro en él?
Tragué saliva.
—Sí, con mucha fuerza.
Estuve segura de que me juzgaría. Hasta sudé un poco porque era la primera vez que le revelaba a alguien esa verdad que por tantos años había ocultado.
Pero en su lugar dijo:
—Sal, déjame mirarte.
Cuando aparté la cortina, mis ojos se encontraron primero con el gran espejo que había afuera, y la sorpresa sustituyó mi miedo. La tela del pantalón era de cuero y quedaba ceñido al cuerpo. El resto era un body de color negro. Con ese conjunto lejano a los estampados y a las camisas de colores pastel que representaban a la chica decente y delicada que a mi madre le gustaba, me sentí muy bien.
—Sí, en definitiva puedes ser una Novena con estilo — opinó, con una amplia sonrisa en el rostro—. Es sexy y moderado.
—Mis nalguitas se ven como de arcilla… —comenté. En el espejo se veían talladas y firmes por el efecto del pantalón.
—Lo cual es perfecto —asintió Eris, experta en moda oscura —. Solo falta algo.
Cogió algo que reposaba sobre la butaca de espera. No supe qué era hasta que lo extendió: una larga y elegante gabardina color vino con botones negros.
—Con esto todo combinará a la perfección —aseguró, mientras me ayudaba a ponérmela—. Si te la dejas lucirás aristocrática, pero si te da calor y te la quitas, lucirás como si pudieras patear culos en un segundo.
No pude evitar imaginarme en algo parecido a la protagonista de las películas de Underworld. Hasta me reí en mis pensamientos. Pero el cambio no había terminado. Eris se fue un momento y volvió con un par de botas negras trenzadas que combinaban con el resto del outfit. Me las calcé y al mirar mi reflejo por segunda vez, todo se vio muy diferente. Era una nueva yo, y no me desagradaba. Parecía una chica sin miedo, una chica con valor. Parecía la chica capaz de adaptarse, de mezclarse, de ser parte de la manada.
Sacudí eso último.
Corregí: estaba obligada. Solo lo hacía porque estaba obligada.
—Me gusta —admití—. ¿Te he dicho ya que eres asombrosa con esto de la ropa?
Había adoptado la pose de un pintor al mirar su obra finalizada.
—Sí, pero podrías repetirlo más a menudo —bromeó. Solo que por un momento se me quedó mirando con los ojos medio entornados en el reflejo, y con mucha curiosidad añadió—:
¿Damián también te gusta?
—No. —Salió de mi boca más rápido de lo que esperé, casi con pánico.
Eris hizo silencio un momento. En el ambiente casi flotó un «no te creo». Pero no lo dijo.
—Bueno, creo que le gustará verte así —suspiró en un último chequeo a cada detalle—. Ya no podrá quejarse de nada. Podría hasta sentir lo que nunca ha sentido por… Espera, ¿ese ser ha sentido algo por alguien?
«Tal vez por un cadáver», pensé.
—Damián es diferente —fue lo único que dije.
Por no decir amargado, frío, distante. Era solo silencio y malhumor, secretos y oscuridad. Hasta yo misma me preguntaba qué pasaba por su mente, o si era posible que detrás de todo eso hubiera… algo más.
Recordé lo que había sucedido en El Beso de Sangre. La chispa en mis labios, la sensación de que me gustaba eso que estaba mal. Y por parte de Damián solo había percibido una profunda indiferencia.
—Es humano, lo ves duro, pero alguna debilidad debe tener —replicó con poco interés. Luego miró la hora en su celular —. Ya debemos irnos, puedo dejarte cerca del bosque porque me pasaré un rato por la biblioteca. Tengo permiso para quedarme hasta tarde.
Pero la palabra «humano», por alguna razón, me hizo sentir un escalofrío.
De todas formas, me le acerqué y le froté los hombros con afecto.
—Ten mucho cuidado y no hagas preguntas ni siquiera a la bibliotecaria —le exigí—. Recuerda que la persona que menos creemos podría ser un Noveno.
Debíamos ser muy cuidadosas a partir de ahora.

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora