6- Lo que hay en el viejo (y sangriento) roble

349 10 0
                                    

A las seis de la tarde sonó el timbre de mi casa.
Llevaba horas concentrada en el extraño libro que Beatrice cargaba consigo aquella noche, y no entendía nada. Todo lo que contenía eran apuntes en otros idiomas, cada uno diferente. Las hojas tenían muchos tachones, anotaciones e incluso dibujos raros a los que tampoco encontré forma. Lo único que podía leer era esa frase:
«Es este lugar. Saca lo peor de nosotros, porque solo respiramos su maldad. Si sigue existiendo, seguiremos siendo monstruos».
¿A qué lugar se refería?
¿Con monstruos hablaba de los Novenos?
El libro era tan extraño que no tuve ninguna duda de que era importante, por lo que no podía echarlo a la basura, pero por el momento no me quedó de otra que guardarlo en una caja dentro de lo más recóndito de mi armario. No quería que nadie lo viera.
Corrí escaleras abajo rogando que quien estuviera en la puerta no fuera Nicolas muy dispuesto a decir: «¡Hola! Tú eres Padme, ¿no?, la chica que vio todo y sabe quién soy. Bueno, vengo a matarte, y no es por nada personal, solo tienes que morir», aunque era obvio que el asesino podía pillarme de una forma más creativa, solo que, bueno, todavía tenía una vena paranoica latiéndome en la sien.
Giré la llave para quitar el seguro. Apenas abrí la puerta, Eris y Alicia entraron muy animadas a la casa.
—¿Lista para la noche de películas? —me preguntó Alicia, ensanchando su perfecta sonrisa.
—¿Hoy? —Me sentí algo confundida.
—¿Lo olvidaste o qué? —replicó Eris, ceñuda—. Lo planeamos hace una semana. Trajimos los chocolates, las frituras, las bebidas y todas las películas de Harry Potter para la maratón.
Alzó un par de bolsas de supermercado repletas de esas cosas.
—¡Hasta traje mi varita! —chilló Alicia al borde de la emoción.
Pues claro que lo había olvidado, pero recurrí de nuevo a las mentiras como única opción.
—Sí, sí —resoplé y forcé una sonrisa—. Estaba ansiosa.
Pasamos directo a la cocina para sacar lo que había en las bolsas. Las maratones eran casi un ritual para nosotras. Solía emocionarme mucho cuando las organizábamos, pero esa noche no había espacio en mi mente para disfrutar del todo el momento.
Pero me esforcé en actuar normal y despreocupada.
—Actualización de chismes —comenzó a contar Alicia, emocionada, mientras abría las bolsas de frituras para echarlas dentro de un tazón—: Después de que ustedes desaparecieron de la fiesta de Cristian terminé ligando con un tipo súper guapo llamado Benjamin.
—¿Tú ligando con cualquier tipo guapo? —resopló Eris, sarcástica—. Qué novedad.
Alicia la ignoró y siguió contando:
—Tiene veinte, va a la Universidad Central de Asfil y en definitiva tiene ese aire de chico malo que me encanta. — Esbozó una sonrisa de entusiasmo y picardía—. Creo que en serio quiero comenzar algo con él. Ya saben: algo oficial y exclusivo.
—Genial, ¿tus padres ya saben tu idea? —le preguntó Eris.
—Ellos no necesitan saber nada.
Sus padres eran inversionistas que viajaban todo el tiempo e ignoraban a su hija, pero que cuando volvían a casa le exigían tomar decisiones inteligentes al escoger amigos y chicos, algo importante para su estatus. Hasta ahora no sabían que Alicia no se esmeraba en seleccionar a nadie, sino que obedecía sus impulsos. Tal vez por esa razón nosotras éramos sus mejores amigas.
Eris se movió hacia el refrigerador para poner a enfriar el pack de sodas de cereza que le gustaban.
—Creo que sí deberían saberlo —señaló Eris con suma objetividad—. El tipo es dos años mayor, y tú eres algo… desesperante.
Alicia giró los ojos, irritada.
—Ya tengo dieciocho, soy mayor de edad —nos recordó—.
Y entérate que en este mundo existe gente más tolerante que tú. Que yo te parezca así no significa que a los demás también.
—En serio, Alicia, supongamos que, si ese hombre se pusiera violento contigo, te secuestrara o quisiera matarte, a tus padres les serviría mucho saber quién es. —Eris explicó su punto.
—¡¿Por qué la mataría?! —reaccioné de manera abrupta.
Ambas me miraron, confundidas, sin decir nada. Había estado algo distraída escuchándolas y al mismo tiempo no, pero la palabra «matarte», me había despertado con brusquedad.
Fue un gran error, así que carraspeé la garganta y procedí a abrir otra bolsa de frituras, tranquila, nada asustada.
—Me refiero a que, ¿por qué querría matarla?, ¿solo porque es mayor que ella? —añadí, para corregir mi error.
—Es un decir, Padme —me aclaró Eris, mirándome con extrañeza—. Cualquier persona nueva que conocemos es potencialmente peligrosa. Es algo que la mayoría sabe.
Alicia resopló con diversión.
—Benjamin no es peligroso —aseguró—. Solo tiene un aire de rebeldía, cosa que es común.
—¿Cómo sabes que no lo es? —preguntó Eris, como si acabara de escuchar algo muy estúpido—. Lo conociste anoche.
—Si les digo que lo sé es porque lo sé. —Alicia frunció los labios y le lanzó una mirada retadora—. Sabemos que los chicos se las dan de malos para atraer chicas, y eso les funciona.
Eris puso los ojos en blanco.
—Necesitas tener un poco más de sentido del peligro.
—¿Por qué yo? —se quejó Alicia—. ¿Por qué no Padme?
—Porque ella no anda detrás de chicos como tú.
—Que sepamos —corrigió, y luego inclinó la cabeza un poco hacia la izquierda y me miró con complicidad—. Le debe gustar alguien, pero como es ella no va a admitirlo. Espera, ¿ya hemos hablado de tu tipo de chico? Siempre he sospechado que también te gustan los malos.
Lo dijo en un tonillo divertido y juguetón, pero me hizo desviar la vista. Mis dedos jugaban con el borde de un pañuelo de la cocina con nerviosismo, porque si poníamos etiquetas yo era la más tímida y tranquila del grupo. Yo era la que casi no había tenido novios, la que seguía una rutina, la que nunca era impulsiva o hacía comentarios sarcásticos. Era la de personalidad plana, simple, correcta.
Al menos así se veía. Porque en realidad yo sí había ido detrás de un chico, y de uno que superaba el concepto de la palabra «malo».
El estómago se me encogió otra vez. Tragué saliva.
—Me gustan los chicos buenos —dije.
—Que son malos en el fondo —contradijo Alicia en una risa.
Se acercó a mí, puso una mano en mi hombro y otra en mi cabello para acariciarlo. Agregó en un secreto para chocar a Eris—: pero está bien, con esos te diviertes más.
Eris negó con la cabeza.
—Déjala, ella no es así —la hizo callar—. Igual no sé por qué hablamos de chicos como si no tuviéramos tan solo dieciocho años y realmente fuera un tema interesante.
Cerró el refrigerador de un portazo. Luego avanzó hacia uno de los estantes de la cocina para sacar otro tazón.
—Bueno, entre otras noticias… —Cambió el tema la misma Alicia—. La próxima semana habrá otra fiesta. Ustedes irán, ¿cierto?
—Tal vez me apareceré por allá —aceptó Eris, encogiéndose de hombros.
La atención recayó sobre mí.
—Pues, yo… En realidad, no podía asegurar nada. Damián había sido específico con eso de no llamar la atención. ¿Tendría que dejar las fiestas también? Alicia era la popular. Eris y yo no éramos demasiado sociables. Eris mucho menos que yo, pero hacíamos el esfuerzo por ella y porque suponíamos que eso era lo normal.
Y siempre debía esmerarme por hacer lo normal. Aunque… admití que las fiestas no eran mi cosa favorita. Dejarlas no sonaba tan mal.
—¿Tú…? —me animó a proseguir Alicia.
—Mejor empecemos la maratón —preferí decir.
Tomé un par de tazones y salí de la cocina para que ellas me siguieran. Nos acomodamos en el suelo de mi habitación sobre un montón de almohadas y todo estuvo bien hasta que mi celular emitió el sonido de una notificación. Cuando vi que el mensaje era de Damián, cualquier asomo de relajo que pudiera haber sentido gracias a la película, desapareció:
Ven a las 12:30 a la parada de bus de la calle Graham. Es importante.
La calle Graham estaba muy cerca de las entradas al bosque… Borré el mensaje y les eché un vistazo a Eris y Alicia. No habían notado nada porque estaban comentando algo sobre la escena de la película.
Se suponía que ambas eran mis amigas de la infancia, las personas en las que confiaba a ciegas; pero con eso que había dicho Eris «déjala, ella no es así», estaba más que segura de que ocultar la verdad era lo correcto. Primero, para no implicarlas en ese lío tan grave en el que estaba. Segundo, para que no vieran que yo no era lo que siempre habían creído.
Así que tuve que esperar a que ambas se durmieran, y eso tardó un poco. Cuando logré irme ya era la una de la madrugada, media hora más tarde de lo que Damián había indicado. Tuve que salir de la casa con máximo cuidado. Por suerte, me volví experta en escabullirme cuando mi madre no me dejaba salir de casa después de las siete, y ya tenía una ruta trazada: primero por la puerta de la cocina y después por encima del cercado que rodeaba el jardín.
Por las noches, Asfil era tan solitario y silencioso que llegaba a parecer un pueblo fantasma. La noche estaba silenciosa y el cielo parecía un oscuro y turbio mar de miedos.
El viento era frío, y las posibilidades aterradoras. Todas las tiendas de la vía principal estaban cerradas. Siempre había pensado que era un lugar seguro, que las personas llegaban a salvo a sus casas; pero al conocer el secreto de Damián cada calle me parecía más peligrosa que la anterior.
Iba tan sumida en rogar mentalmente para llegar a salvo, que no me di cuenta de que un auto se acercaba por la vía hasta que se detuvo a mi lado.
—¿Padme? —habló el conductor, observándome con extrañeza—. ¿Qué haces por aquí sola?
Era Cristian, el chico del instituto que había organizado la fiesta. Era muy popular por tener una familia con mucho dinero y parecer el clásico modelito americano: cabello rubio, ojos claros, músculos trabajados y futuro prometedor.
Seguramente venía de algún jaleo.
—Una caminata nocturna, ya sabes. —Forcé una sonrisa.
Él miró hacia afuera con rareza y desconfianza. A nuestro alrededor no pasaba ni un alma. El silencio se rompía por uno que otro grillo. Ningún otro motor se escuchaba. La luz de un farol incluso fallaba. Era el peor escenario para una caminata.
—Bueno, sube y que sea un paseo nocturno en auto —me propuso—. No sabes qué puede pasar en la calle a estas horas.
No detecté nada extraño en su ofrecimiento, además, ya había pasado ratos con Cristian. Era un chico agradable, así que me subí a su auto porque, sin saberlo, él tenía mucha razón sobre el peligro de la noche.
—No voy tan lejos —dije, después de cerrar la puerta—.
Debo volver caminando de todos modos.
Cristian arrancó. Lo vi fruncir ligeramente el ceño.
—Es algo terapéutico —utilicé como excusa.
—Ah, ¿como yoga y esas cosas? —Sonó tan confundido como debía estar su cerebro por el alcohol y por encontrarme allí a esas horas.
—Claro.
Él hizo como que lo entendía. De pronto bajó un poco la velocidad. Fue entonces cuando me puse nerviosa porque percibí un ligero olor a cerveza. Me pregunté qué habría sido peor: ¿seguir caminando sola por la calle propensa a ser el blanco de un Noveno o ir en el auto con un chico medio ebrio?
—Estás diferente —mencionó él de repente.
—¿Cómo?
Alternó la mirada entre la carretera y yo. Detecté un brillo de confusión en sus ojos.
—No lo sé, hace un buen tiempo que no te veía, ¿cierto? — Pareció como si se estuviera esforzando mucho en recordar algo—. Apenas empezaron las clases, pero… —Se rindió con un gesto de poca importancia—. Da igual, ¿estás saliendo con alguien?
Tuve ganas de que mi vida se tratara solo de salir con un chico.
—La verdad es que no —confesé.
La expresión de Cristian cambió a una más animada.
—Ah, bien, entonces, ¿qué tal si mañana pasas la tarde conmigo? ¿Te gustaría?
La pregunta fue tan inesperada que no dije nada.
—Podríamos ir a Ginger Café o a cualquier otro lado — propuso, ante la falta de respuesta.
—Siempre voy a Ginger —dije, solo por decir algo.
—Ya, pero tú y yo.
—¿Solos?
—Sí, a menos que necesites chaperón.
Oh, a Alicia le habría encantado saber que alguien me estaba invitando a salir. Tal vez a mi madre también, porque Cristian era un chico normal y conveniente. Pero no, ya no estaba segura de qué podía hacer o qué no, y meterme con él solo para mantener la apariencia de que nada malo sucedía, no era un buen plan. Muchas personas ya estaban en peligro solo por estar relacionadas conmigo.
—Pues, mira, es que… Antes de poder darle una excusa, él frenó de golpe. Las llantas del auto chirriaron y casi me golpeé contra el parabrisas, pero en una reacción rápida puse las manos en los lugares correctos y logré estabilizarme.
—¡¿Pero qué carajos?! —soltó Cristian, consternado, mirando por encima del volante.
Una figura alta y oscura se había detenido de repente en medio de la carretera, a centímetros del parachoques del auto.
Creí que era un Noveno que andaba con ganas de cazar a dos estúpidos, pero era nada más y nada menos que Damián.
Llevaba una chaqueta negra, y a pesar de que las luces delanteras golpearan su silueta, parecía una sombra. El cabello azabache le caía sobre la frente y, peor todavía, tenía la expresión más sombría que nunca.
Rodeó el auto a paso tranquilo y golpeó con sus pálidos y violáceos nudillos la ventanilla junto a mí. Como era eléctrica, presioné el botón para bajarla y lo miré, inquieta.
—¿Qué carajos pasa contigo, amigo? —le reclamó Cristian, inclinándose un poco hacia mí para verlo mejor—. ¿Cómo te atraviesas así tan de repente? ¡Pude haberte atropellado!
Damián no se inmutó por el reclamo, solo me hizo una señal con la cabeza para que me bajara del auto. No era la mejor forma, pero igual tenía que ir con él.
Abrí la puerta.
—Espera, Padme, ¿lo conoces? —preguntó Cristian, confundido.
—Sí. Íbamos a encontrarnos por aquí. Gracias por traerme.
Puse un pie fuera del auto, pero Cristian habló aún más perdido:
—Pero ¿no estabas en una caminata nocturna?
Pensé en soltar otra excusa, pero Damián tiró de mi brazo y me sacó del auto en un segundo. Luego cerró la puerta y se inclinó hacia la ventanilla.
—Ve a casa —le dijo a Cristian en un tono tan sereno que a su vez sonó perturbador—. No se sabe qué puede pasar por las calles a estas horas.
Cristian lo observó con incredulidad, incapaz de decir algo a esos ojos oscuros y tranquilamente sombríos. Incluso yo quedé perpleja porque había repetido justo lo que él había dicho al invitarme a subir a su auto.
Damián se enderezó como si todo hubiese quedado claro y me impulsó con disimulo para que caminara. Lo hice, convencida de que aquello había sido muy raro y al mismo tiempo agradeciendo que Cristian tenía un ligero nivel de alcohol en su cuerpo como para notarlo por completo.
Después de unos pasos escuché por detrás de mí:
—¡Padme, ¿quedamos o no?! —Cuando me giré de nuevo vi que Cristian había sacado la cabeza y un brazo por la ventana y que me observaba con una estúpida inquietud.
—Eh, ¡ahí te aviso! —fue lo que pude decir.
Después apresuré el paso junto a Damián. Cristian arrancó su auto y por suerte cruzó en la calle siguiente.
—Dios santo, apareciste como el niño de esa vieja película La Profecía —le dije a Damián—. Sí que lo asustaste.
Él caminó más rápido y tuve que esforzarme por seguirlo.
—Llegas tarde —soltó, frío.
—Tuve que ocuparme de algo para poder venir.
—¿Mataste a alguien?
—¡No!
—Entonces no digas que te «ocupaste» de algo —zanjó—.
Llegas tarde y punto.
—Pero qué genio… —murmuré. ¿En verdad yo le desagradaba tanto?
Al parecer me escuchó, porque dijo con cierto desdén y una nota de burla:
—¿Eso tan ridículo es tu tipo de chico?
—¿Qué? ¿Quién? —Me confundí por lo inesperado de la pregunta—. ¿Cristian?
—¿Había alguien más en el auto? —Otra vez su sarcasmo.
—Creo que solo se preocupó al verme sola a esta hora y me dio el aventón.
Damián soltó una especie de resoplido. La brisa nocturna le desordenaba los mechones de cabello.
—Si él supiera que andar sola a estas horas es el menor peligro para ti.
—¿En serio? ¿Entonces cuál es mi mayor peligro? —quise saber.
—Que yo te mate si vuelves a hacer que te espere media jodida hora —dijo, con una simpleza escalofriante.
Decidí no responder a eso porque solo se me ocurrieron frases parecidas a «eres un idiota».
Nos adentramos en el bosque en poco tiempo. Le pregunté si podía encender la linterna de mi celular para no tropezarme con algo y dijo que por supuesto, si es que quería que me vieran y me mataran. Al parecer, los Novenos no usaban linternas en su propio bosque porque lo conocían muy bien.
Solo tuve que seguirlo. El ambiente, acompañado por los sonidos de los insectos, me pareció tenebroso. En definitiva, no era una Novena porque no reconocía ni siquiera los troncos.
Cada centímetro de bosque se veía igual: enorme, oscuro y siniestro.
De pronto, mientras caminábamos, escuchamos un ruido.
Estuve segura de que una rama había crujido, y si había crujido solo significaba que alguien o algo la había pisado.
Damián se detuvo, alerta, y se llevó el dedo índice a los labios para indicarme que hiciera silencio. Aunque de igual manera no habría podido emitir sonido alguno. Me atacó el mismo terror que había experimentado al ver a Nicolas matar a aquel chico, y lo único que se me ocurrió fue que podía tratarse de él.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Damián estudió el perímetro. Yo giré sobre mis pies en un inútil intento de ver algo.
Silencio. Oscuridad.
—Quédate aquí —susurró Damián.
—¿Qué? —susurré también, horrorizada y nerviosa—. No, no me dejes aquí, ¡ni siquiera tengo algo con qué defenderme!
—Que te quedes aquí —exigió—. ¿O quieres que nos maten?
Maldición.
No seguí protestando y me quedé en ese mismo sitio mientras él recorría los alrededores para averiguar de dónde había venido el ruido, porque vamos, habría sido estúpido intentar hacerme la heroína. Podía patear y atreverme a dar golpes para defenderme, pero no tenía ni la más mínima oportunidad de vencer a un asesino.
Me concentré tanto en intentar convencerme de que Damián solucionaría aquello, que para cuando noté que no lograba verlo, ya no se escuchaba ningún ruido. Era un silencio espeso y extraño, como si todos los animales del bosque se hubieran puesto de acuerdo para no emitir sonido alguno, o como si alguien con un poder sobrenatural hubiera apagado la noche.
Todavía tiesa y plantada en el mismo sitio, miré en derredor en busca de Damián, pero solo vi árboles y oscuridad. Se me ocurrió pronunciar su nombre, pero algo me insistió en que no debía abrir la boca si quería seguir viviendo.
El silencio se rompió.
Escuché otro crujido.
Empecé a retroceder hasta que mi espalda dio contra un tronco. Me mantuve un segundo ahí, quieta. Escuché, miré, aguardé. Aferré las manos al tronco y traté de controlar mi respiración. Inhalé, exhalé. Inhalé, exhalé.
No funcionó. Cada exhalación salió más agitada que la anterior, de modo que intenté cubrirme la boca con una mano para silenciarme, pero tan pronto la acerqué a mi rostro un intenso y agrio hedor me golpeó la nariz, así que la aparté con repugnancia y miré mis temblorosos dedos.
Había sangre en ellos. Estaba espesa y pegajosa, como si se hubiese mezclado con otros tipos de fluidos humanos.
Me separé con brusquedad del tronco, preguntándome en dónde demonios había puesto la mano para mancharme.
Entonces noté que detrás de mí no estaba un árbol común, sino el viejo roble del bosque, el mismísimo protagonista de todas las horribles historias contadas por la gente.
Se alzaba de una manera imperiosa y siniestra. Su tronco tenía el grosor de seis arboles juntos y estaba henchido y protuberante como un órgano vivo. A su alrededor se extendían más de una docena de raíces semejantes a serpientes. Daban la impresión de haber salido de las profundidades y reventado el suelo para apoderarse de metros y metros de terreno.
Tuve que acercarme para descubrir que la sangre que había quedado en mi mano provenía del tronco. Fluía como savia por entre las líneas de la madera y algunos tajos rotos.
¿Sangraba?
¿Cómo era posible?
Justo frente a mí cayeron varias hojas oscuras y secas. Me asusté y di unos pasos atrás. Luego, con lentitud miré hacia lo alto. Las gruesas ramas del roble se alargaban en distintas direcciones como extremidades oscuras y esbeltas. Las hojas se movían y formaban acumulaciones que impedían ver el cielo.
Había algo allí. Lo supe de inmediato, pero no distinguí exactamente qué era. Tuve que entornar los ojos para lograrlo.
Podía ser una rama muy grande, pero no estaba segura por la falta de luz. Di un paso adelante, como si así pudiera mejorar mi capacidad visual, y… Era una persona.
Estaba en cuclillas sobre la rama.
Y me miraba.
Retrocedí. Tuve la intención de echar a correr, pero pisé mal, tropecé y caí al suelo. Intenté levantarme, pero solo logré sentarme porque mi pie se había quedado atascado entre un cruce de raíces.
En ese mismo instante, algo golpeó el suelo detrás de mí.
Escuché el momento en el que aterrizó, en el que sus zapatos pisaron las hojas caídas. Con desesperación tiré de mi pie para poder sacarlo del zapato y así liberarme.
Pero no fui demasiado rápida.
Una figura alta y oscura me rodeó hasta que se detuvo frente a mí.
Era el asesino.
Y emitió una risilla divertida al encontrarme.

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora