19- Aunque podrías olvidar o explotar de repente...

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De acuerdo, la persona de los mensajes estaba muy segura de que nadie que me conociera aparecería por la cabaña, pero aun así había un pequeño riesgo.
Y otro riesgo era que la manada de Nicolas estaba rondando el bosque. Por supuesto seguí el camino dejado por las viejas granadas de Poe que seguían en su lugar. Me sorprendió que, de hecho, mientras me adentraba no estaba tan nerviosa como las otras veces, quizás porque llevaba dentro de mi bota derecha un cuchillo pequeño que Tatiana me había dado, algo simple para defenderme rápido. ¿O quizás era eso mismo que me había hecho no sentir nada por la confirmación de la muerte del miembro de la manada de Nicolas?
Algo en mí estaba diferente… Mi corazón latía igual. Mis preocupaciones eran las mismas. Mi intención de mantener a mi familia a salvo no había cambiado, pero la idea de tener que entrar en la cabaña o de toparme con otros Novenos ya no era tan aterradora. ¿Por qué?
Llegué. Era la primera vez que iba tan temprano, así que en el enorme vestíbulo de bienvenida casi no había gente. El gran telón ocultaba el fondo de la tarima y los pocos grupos presentes se encontraban muy ocupados en las secciones privadas.
Busqué el área de prácticas. Pasé por el bar en donde los Andróginos estaban preparando todo para la noche. De allí pasé por el casino, que estaba lleno de juegos de azar de todo tipo, tablas en las paredes con puntajes y pantallas con transmisiones deportivas. En el fondo había un enorme pasillo que conectaba con otra parte. Después de eso no sabía qué había, pero continué como si el camino fuera conocido para mí. Me recibió un corredor. Era largo, poco iluminado y las paredes estaban tapizadas de púrpura. El final era una encrucijada de caminos, un espacio circular en donde en el centro aguardaban un par de elegantes mujeres detrás de un reluciente recibidor.
—Vengo al área de prácticas —avisé al acercarme a ellas.
Una de las mujeres, bastante seria, me echó un vistazo como esperando algo. No supe qué, así que ante tanto silencio agregué:
—Me llamo Padme Gray.
—Ajá, Padme, pero ¿qué necesitas exactamente? —Giró los ojos, nada amigable—. ¿El vestíbulo general, una sala compartida o una sala exclusiva? ¿Preparada o no preparada?
¿Tienes un pase Violeta, un código Negro o piensas pagar en Verde? —preguntó en un tono que me intimidó.
Traté de no verme tan desorientada. ¿Verde, violeta, negro?
¿Qué…?
—Tengo un código —dije apenas lo recordé.
La mujer asintió para que se lo dictara. Luego comenzó a teclear algo en una laptop. Sus dedos se movían tan rápido que no tenía ni idea de lo que estaba haciendo a pesar de que me incliné un poco con la intención de mirar.
Dejó de teclear y movió un capta huellas sobre el recibidor.
—Pon tu pulgar derecho aquí —me pidió.
Me puso muy nerviosa pensar que mis huellas podían no encontrarse en el sistema, pero Poe había añadido todos mis datos, ¿no? No podía aparecer un letrero enorme de «no Novena». Presioné el dedo, esperé… Y un pitido de aprobación llenó el vestíbulo. Poe había hecho bien el trabajo. Casi exhalé de alivio.
—Pasillo Negro, sala siete —añadió la mujer, y me ofreció una tarjeta muy parecida a las de crédito con tan solo una franja dorada.
Los pasillos se extendían a ambos lados con pequeños carteles de colores como indicadores. Tomé la tarjeta y avancé por el que tenía el cartel color negro. De nuevo ese ambiente silencioso y sombrío como si fuera un pasillo del hotel de la película El Resplandor, me erizó la piel. Había puertas a cada lado del corredor con números que iban de forma ascendente.
Me detuve frente a la puerta número siete. Deslicé la tarjeta que me habían dado y un suave pitido acompañó el movimiento de la puerta al abrirse.
La sala estaba sumida en una espesa oscuridad, pero apenas puse un pie dentro, las luces se encendieron y la puerta se cerró detrás de mí con otro pitido.
Avancé por el interior, llevada por la curiosidad. No había nadie. Olía a desinfectante. En el centro había una camilla de metal con correas que le colgaban a ambos lados. Un par de armarios del mismo material se arrimaban contra una pared, y unos cuantos estantes repletos de recipientes, cuchillos, látigos, mazos, pinzas, ganzúas y herramientas —posiblemente de tortura— se hallaban más hacia la esquina. Un lavamanos, una caja de primeros auxilios y un espejo conformaban una pequeña sección aparte. Y un enorme y ancho armario estaba encajado en una segunda sección.
Fui hasta él y lo abrí. Cuando vi los cuerpos apelotonados contra el fondo me tapé la boca para ahogar el grito.
No, no eran cuerpos. Me tomó un par de segundos entender que en realidad eran muñecos de tamaño real con pieles que podían engañar y cabellos que debían ser de las mejores pelucas. Muñecos tiesos, fríos y escalofriantes que seguramente servían para practicar cómo matar, mutilar o diseccionar.
¿Por qué me había citado allí? El miedo de que acababa de ser atrapada para ser atada en la camilla me dijo que debía salir rápido, pero muy tarde. La puerta emitió otro pitido y se abrió.
Debía ser la persona de los mensajes.
El corazón me latió sin control a la expectativa.
Un momento. ¿Era Tatiana?
La contemplé, confundida. Cerró la puerta con el pie porque traía consigo una pila de toallas blancas, un bote colgando del antebrazo y los audífonos encajados en las orejas.
¿Era ella la que enviaba los mensajes? Pero ¿por qué tanto misterio para decírmelo?
—¿Tatiana? ¿Tú…? —dije, pero ella tarareó algo y avanzó hasta uno de los armarios.
Entonces comprendí que no me había visto y que ni siquiera me escuchaba, así que me le acerqué, le puse una mano sobre el hombro y ella saltó tan de repente que las toallas volaron por los aires y cayeron al pulcro suelo. Sus ojos se abrieron tanto que pareció asustada.
—¡Padme! —exclamó, después de quitarse los audífonos. Se puso una mano en el pecho como para calmarse—. Por todos los Novenos, ¿por qué apareces así? Archie suele hacer eso y créeme que ya casi no tengo nervios por su culpa.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté directamente.
Se agachó para recoger las toallas.
—Trabajo aquí por las tardes, ¿no lo sabías? —Soltó algunas risas—. Bueno, hoy era mi día libre, pero aproveché para hacer horas extra. No todos tenemos la suerte de Poe, así que nos toca buscar empleos. Debo abastecer las salas, ya sabes, toallas, guantes y un par de cosillas. ¿Y tú? ¿Damián te organizó una cita para practicar? Pero ¿no es muy pronto este nivel?
Se acercó al armario para colocar todo dentro. Ahora que la veía bien, llevaba una tarjetita con su nombre colgando a la altura derecha del pecho.
No, no era ella quien me había citado allí. No podía serlo porque daba la impresión de no tener ni idea de nada, mucho menos de los mensajes. Además, de ser ella quien los enviaba, estábamos solas y era libre de confesarlo.
—Sí, algo así —mentí—. Creo que le estoy poniendo mucho empeño.
Tatiana cerró el armario y sacó una caja de guantes de látex del bote que aún le colgaba del antebrazo. Los dejó sobre la estantería. Parecía de lo más normal entre todas esas herramientas de tortura.
—¿Volviste a hablar con Damián desde lo de ayer? — mencionó.
—No, y tampoco tengo ni idea de en dónde está.
Comenzó a pasar un pañuelo sobre los cuchillos como si fueran adornos de un hotel al que había que mantener muy limpio para los huéspedes.
—Estaba pensando en eso —confesó, y por un instante sonó preocupada—. De casualidad, ¿él o Poe no te han hablado de algo llamado El Hito?
—¿El qué?
No pudo explicarme, porque la puerta emitió un pitido por tercera vez e interrumpió nuestra conversación.
Y esa vez, quien entró fue Nicolas.
Dos cosas. Uno, el corazón se me aceleró con nerviosismo y con el mismo miedo de antes, lo cual también me indicó que mi temor por él no había cambiado. Dos, Nicolas lució confundido, como si esperara de todo en el mundo menos toparse con nosotras en esa sala.
—Padme —saludó él. Luego pasó a ver a Tatiana—. Y… —Tatiana —completó ella, dedicándole una mirada de desconfianza y alerta.
—¿Qué hacen aquí? —nos preguntó. Sostenía un maletín negro, tenía las manos enguantadas en cuero marrón y su gabardina. Parecía un socio en alguna película de la mafia, pero también no tener idea de nada.
—Yo cumplo con mi trabajo y Padme pensaba practicar — dijo Tatiana.
—¿Practicar aquí? —Avanzó y dejó el maletín sobre la camilla—. Pero esta sala es privada, ¿o acaso no te lo dijeron?
De tal modo que tampoco él era el autor del mensaje.
—No, la verdad es que no —mentí con mucha seguridad—.
Me dieron esta.
—Qué extraño. —Nicolas entró en mayor confusión—. Solo personas autorizadas pueden entrar.
—¿Ahora esta sala es privada? —Tatiana lució medio perdida.
—Sí, ahora es de mi familia —asintió él.
¿Entonces de dónde rayos había sacado el código de autorización la persona de los mensajes? Porque era obvio que no provenía de Nicolas.
—Seguro fue un error, no era mi intención… —Traté de buscar alguna excusa.
—No, no hay ningún problema con que vengas aquí, puedes quedarte —se apresuró a interrumpir con cortesía—. Si fueras alguien más pondría la queja, pero se trata de ti, así que en realidad sería un honor para mí practicar contigo.
Yo no sabía nada de practicar y no tenía intenciones de hacerlo, mucho menos con él. Era posible que fuera quien me estuviera vigilando. Tal vez solo estaba esperando el momento adecuado para tenderme una trampa.
Nicolas agregó ante mi falta de respuesta:
—Vamos, el día de La Cacería de práctica desapareciste tan de repente como Benjamin, quien por cierto no ha aparecido.
¿Viste algo esa noche? No es muy normal que se pierda.
Lo había visto todo, sí, pero debía mentir.
—No, yo los perdí a ustedes, así que me fui —logré elaborar.
No dijo nada por unos segundos. Entornó un poco los ojos, casi con cierta sospecha. Después relajó el rostro.
Dios, me ponía los pelos de punta.
—Bueno, ¿practicamos? —propuso, calmado—. Si dices que no de nuevo, comenzaré a pensar que mi compañía te desagrada lo suficiente como para echar a correr apenas se te presenta la oportunidad.
Dudé de que mi excusa para evitarlo fuera a sonar creíble, y eso mismo me causó cierto miedo.
—No, lo siento. —Tatiana me salvó en el papel de una buena empleada que conocía su trabajo—. Si es como dices, las salas exclusivas tienen reglas estrictas. Si Padme no está autorizada, no puede estar aquí y como representante del área de prácticas voy a sacarla, aunque sea de mi manada.
—Ah, pero no es necesario… —intentó decir él, solo que Tatiana ya me había tomado del brazo.
—Ten buen día —lo cortó.
Me sacó antes de que Nicolas pudiera completar su siguiente oración. La puerta se cerró detrás de nosotras, pero avanzamos por el pasillo como una agente de policía trasladando a una prisionera, hasta que fue seguro soltarme.
—De acuerdo, ¿por qué estabas allí? —susurró, buscando alguna respuesta en mi expresión—. En la recepción nadie se confunde. Son demasiado cuidadosos con los accesos. Pensé que Poe había pagado la sala o algo así, no que era de Nicolas.
—Yo tampoco lo sabía.
—¿Entonces qué sucede?
Dudé. Dudé tanto que se hizo un silencio.
—Padme, en verdad puedes confiar en mí —añadió, seria pero comprensiva—. No nos conocemos desde hace tanto tiempo, pero te entiendo más de lo que crees. Debe ser muy complicado intentar encajar.
Lo era, y que lo tuviera en cuenta me hizo considerar ser honesta. Después de todo, ella había dado el primer paso y se había ofrecido a ayudarme a salvar a Alicia. Se preocupó por mí después de que Benjamin me había atacado. Me había enseñado a defenderme. Nos habíamos reído en el proceso por mi torpeza. Ella era amigable, amable, todo lo contrario al resto de la manada.
¿Me recordaba un poco a Alicia? Quizás por esa razón me tentaba la idea de no mentirle, porque llenaba el espacio que Alicia siempre había ocupado en mi vida. Eso era tan triste… Además, ¿y si esa persona que me enviaba los mensajes era alguien más peligroso que Nicolas? ¿Y si era algo que yo sola no podía manejar? ¿Y si había cometido un error al responderle?
—Recibí un mensaje de alguien que me citaba en esa sala.
—No pude más—. Me dio el código negro y por eso las recepcionistas me dejaron pasar, pero llegaste tú y luego Nicolas, y la persona que envió el mensaje no apareció en ningún momento.
—¿Y para qué te citaba? —preguntó, intrigada.
—No lo sé, quizás para chantajearme porque sabe que soy… Bueno, eso —le susurré—. Primero pensé que podía ser una trampa, pero no pasó absolutamente nada.
Su expresión adoptó un aire preocupado.
—Esto puede ser peligroso… —murmuró—. ¿Damián lo sabe?
—¡No! —Puse cara de horror y la tomé por los hombros en un impulso—. ¡No debería saberlo, por eso vine por mi propia cuenta!
Asumí al instante que había sido mala idea confiar y que mi brusca reacción lo empeoraría, pero ella puso sus manos sobre mis nudillos con la misma paciencia con la que calmaba a Archie, y sus ojos se llenaron de apoyo.
—¡No se lo diré! —aseguró para tranquilizarme, y luego pareció confundida—. Pero ¿ustedes no confían el uno en el otro?
Una buena pregunta para la que no tuve respuesta, porque entendí que a pesar de que Damián me había confiado su secreto, no me confiaba nada más. ¿Significaba que no?
—No le digas nada —me limité a pedir.
Tatiana suspiró, demostrando que la situación no le gustaba.
Pero aceptó..
—Investigaré quiénes tienen acceso a la sala, quizás nosotras podríamos averiguar quién es. Pero si es alguien peligroso, en ese caso le contaremos a los demás y atacaremos primero.
Tras eso se preparó para irse, pero antes como que recordó algo.
—Ah, hay algo sobre Damián… —dijo, pero luego frunció el ceño y negó con la cabeza, pensativa—. Olvídalo, lo averiguaré primero.
No entendí a qué se refería, pero siguió su camino hacia otro pasillo de un color distinto, y yo me fui a casa lo antes posible sin saber quién me había citado en la sala privada de Nicolas.
***** Apenas abrí la puerta de mi casa, la risa de mi madre me llegó a los oídos.
Sospeché que estaba con mi padre, o que tal vez ya había llamado a pedir la cita médica y que estaba feliz por ello. No tenía ganas de verla o de hablarle por la forma en la que me había tratado al entrar en mi habitación, pero por desgracia debía averiguar si lo había hecho y si tendría que lidiar con el doctor, así que, atravesé el pasillo hasta la cocina.
Pero me detuve en seco bajo el marco que separaba una sala de otra. Mis ojos enfocaron dos cosas. Primero: Damián, que estaba allí. Segundo: el cuchillo que tenía en la mano.
El cuerpo se me heló. Vi aquello como la escena más horrible del mundo hasta que caí en cuenta de que en realidad no lo era porque, de hecho, quien hacía reír a mi madre era él y no mi padre porque no se encontraba con ellos.
No supe qué me sorprendió más, si el hecho de verlo en la cocina de mi casa o de que alguien estuviera riendo por algo que él había dicho. Damián no era gracioso, ni siquiera sonreía casi. Pero ahí estaba con un cuchillo en la mano, picando zanahorias. Incluso su expresión facial lucía… ¿agradable?
Mi madre estaba sentada al frente con la barbilla apoyada en la mano, mirándolo como si fuera el mejor comediante del mundo.
—… y yo le dije: ¡corre antes de que descubran que te trajiste la lata del supermercado! Así que, mi madre y yo nos echamos a la fuga —terminó de decir él.
Mi madre soltó una carcajada. Quedé boquiabierta. Me imaginé como una caricatura con la boca llegando al piso y los ojos tan abiertos como dos faroles.
¿Qué estaba pasando?
Ella notó mi presencia entre las risotadas.
—¡Padme, hija! —exclamó. Se levantó de la silla y se acercó para darme un beso en la frente. No fue raro, porque en sus momentos menos controladores podía tener esos gestos. Lo raro fue lo que añadió—: Damián, el vecino, vino a visitarnos.
Ya me contó que se han estado juntando. Me parece bueno, es un chico amable y divertido, muy normal.
¿Normal?
¿Damián?
¿Por qué ella sonaba tan animada?
¿Qué?
—Ah, ¿sí? —La voz me salió áspera. Tragué saliva para aligerar.
—Me estuvo contando cómo superó su enfermedad y un par de cosas graciosas que le sucedieron con Diana en el supermercado —asintió.
Y me puso la mano en los hombros y me condujo hacia uno de los taburetes de la isleta de cocina. Me senté por inercia.
—Tu madre estaba preparando la cena cuando vine, así que me ofrecí a ayudarla —dijo Damián, con naturalidad—.
Espero que no te moleste.
Más sorprendente todavía: su boca se curvó en una inquietante, ladina, pero encantadora sonrisa. Jamás se la había visto. Fue tan nueva que por un momento quedé atónita mirándolo. Hasta sentí que tenía que frotarme los ojos para creer lo que estaba sucediendo. Eso estaba lejos del Damián que había explotado de forma inexplicable en la sala de la casa de Poe. Eso estaba lejos del Damián real.
¿Que si no me molestaba? ¿Que si no? ¡Ni siquiera entendía qué estaba sucediendo!
—No —logré decir.
—También se quedará a cenar —dijo mi madre, y se volvió hacia la alacena para coger algo.
En lo que nos dio la espalda, mi rostro se transformó en un gesto de absoluto desconcierto. Ante eso, Damián respondió con una expresión distinta: amplió su macabra sonrisa, se llevó el índice a los labios y emitió un shhh mudo. El mensaje fue claro: «No te atrevas a decir nada y sígueme la corriente».
Con el cuchillo aún en la mano troceó de forma sonora un pedazo de zanahoria y di un salto sobre el asiento. Mi nerviosismo lo divirtió.
—¿Cenará con nosotros el padre de Padme? —le preguntó él a mi madre.
Ella colocó un tazón cerca de la estufa con mucha tranquilidad. No tenía ni idea… Esa mujer no tenía ni idea de quién era el chico que estaba a su lado, porque de saberlo lo habría sacado a patadas y habría armado un escándalo. Yo nunca se lo había dicho. Aquel día ella había preguntado de quién se trataba y yo jamás lo había revelado.
—Oh, no —se lamentó—. Llegará tarde hoy. Seremos solo nosotros tres.
No podía dejar de ver la forma tan ágil y perfecta en la que Damián cortaba los vegetales. Parecía la habilidad de un chef, pero era la habilidad de alguien experto en trocear gente.
—Ah —dijo él. Ni siquiera sonaba tan distante como siempre. Era como si en verdad fuera… normal—. Quería explicarles que si Padme se ha estado ausentando mucho es mi culpa. Me sobrepaso invitándola a pasar las tardes en la cafetería. Hemos estado revisando ciertas universidades y estudiando para las pruebas.
—Ahora que lo aclaras no pasa nada —lo tranquilizó con un gesto de que no se preocupara—. Me parece bien que salga con sus amigos, y mucho más si es para ese tipo de cosas.
—Entonces, ¿no hay ningún problema si seguimos pasando las tardes en el pueblo? —preguntó él.
—En lo absoluto. —Mi madre sonrió, complacida—. Este es el tipo de amigos que Padme necesita, personas sanas que le permitan refrescar su mente. Siempre me han agradado Eris y Alicia, pero a veces se rodean de chicos que no parecen traer nada bueno.
Sí, sobre todo personas sanas… Sentía que me iba a desmayar.
Pero el timbre de la casa sonó y me hizo recuperar firmeza.
Mi madre fue a ver quién era. Justo cuando puso un pie fuera de la cocina, me levanté del asiento y le di un empujón a Damián en el hombro para que dejara de cortar los estúpidos vegetales.
—¡¿Qué haces aquí?! —le solté, en un susurro colérico—.
¡¿Ah?!
—¿Qué? ¿No puedo venir a visitar a mi suegra? —replicó igual de bajo.
¿Suegra? Sí, tal vez iba a desmayarme por lo extraño que era todo eso.
—¡¿Cuál sueg…?! ¡Esto es ridículo! —bufé, apretando los dientes. Le dediqué mi mirada más amenazante—. Damián, no sé qué demonios estás haciendo, pero no te acerques a mi familia así o yo te juro que voy a… —¿A matarme? —completó con total tranquilidad y aburrimiento. Se apoyó de perfil en la isleta en una postura relajada, muy cerca de mí—. Bueno, eso sería interesante: el cazador cazado. Pero qué lástima que tú no mates ni las esperanzas de alguien.
Buen punto, buen maldito punto.
—Eres un mentiroso —le reclamé—. Le estás mostrando a mi madre algo que no eres y es suficiente, ya deja esto. Ni siquiera debería saber sobre ti.
Sus ojos, que habían estado transmitiendo una serenidad impecable, sufrieron un ligero cambio. De repente su expresión fue más dura y seria, propia del verdadero Damián y no de esa farsa encantadora.
—¿Estás segura de que el mentiroso soy yo? —Su voz dejó de sonar agradable—. ¿En dónde estabas hace un rato? Porque no aquí con tu madre como dijiste en el mensaje. Así que, ¿quién mintió primero?
Ah, sí. Antes de ir a reunirme con la persona desconocida en la cabaña, él me había enviado un mensaje de texto para reunirnos con Poe en su casa, pero yo le había respondido que mi madre no me quería dejar salir ese día. Pero claro, no había contado con que a él se le ocurriría aparecerse a pretender ser un amigo.
—No tengo por qué decirte en dónde estaba —me limité a decir de mala gana.
Su mano me tomó la barbilla y me enderezó el rostro para que le mirara. Luego él se inclinó hacia adelante, acercó su cara a mi cuello y me olió como si estuviera intentando percibir algo en mí. Una corriente se extendió por mi cuerpo ante la cercanía y el contacto.
—Espera, ¿ese es tu nuevo perfume «estoy a punto de ocasionar otro lío»? —me preguntó—. Porque hueles a puros problemas, Padme. ¿Y qué fue lo que hablamos la otra noche?
Que vamos a trabajar esto juntos, ¿no?
—¡Recuerdo bien lo que hablamos! —Le di un manotazo para que apartara la mano—. ¡Y no me huelas como si fueras Poe!
Él frunció más el ceño, molesto.
—¿En dónde estabas? —volvió a preguntar.
—No estoy haciendo nada que pueda causar problemas, ¿entiendes tú? —refuté, y logré dar con una buena excusa—.
Estaba con Tatiana entrenando.
—Sabes que se lo voy a preguntar.
Me iba a dar un colapso si mi madre oía algo.
—Todo esto te está divirtiendo, ¿no es así? —le pregunté, ya enfadada. Le arrebaté el cuchillo de la mano—. Oíste lo que mi madre me dijo en mi habitación cuando estabas escondido, te conté que ella me obliga a ser normal y aún así viniste con toda tu crueldad a fingir, a actuar como el mejor tipo del mundo, y ella está encantada contigo que es lo peor… —Lo está porque eso es lo que necesitamos —me interrumpió.
—¿Eh? —Lo miré sin entenderlo.
—Dije que iba a ayudarte, ¿no? Por eso vine, porque hay una forma de hacer que baje la guardia y que ya no te vigile — susurró como si no valorara su esfuerzo.
—¿Una forma? —Quedé atónita—. ¿Ha existido una forma?
—Es temporal, pero evitará que te lleve a ver a ese doctor al que no debes ir. De hecho, cuando llegué ella estaba a punto de hacer la llamada.
¿Entonces la cita no había sido pautada? ¿No iría al doctor?
¿Cómo era posible?
—¿Cómo lo evitaste? —pregunté, con unos súbitos nervios —. No vas a matarla, ¿no?
Damián giró los ojos con hastío. Así de cerca, los detalles de su cara eran interesantes: varias venitas azules debajo de la piel pálida, las pestañas negrísimas. Demonios, era tan guapo.
Odiaba que por fuera no pareciera el monstruo que era.
—No le haré nada a tus padres —aseguró, aburrido—. Hasta llevo una hora aquí. Solo tendremos una agradable cena, ella confiará en mí y podrás salir conmigo todas las veces que sea necesario.
—Pero ¿cómo?
Ladeó la cabeza con malicia, algo entre su personalidad real y la que había inventado para mi madre.
—Tengo mis encantos, Padme, ¿no te lo había dicho? — susurró, misterioso. Su fresco y cálido aliento me acarició los labios a pesar de que entre nuestros rostros había cierta distancia. Durante un segundo caí en un momento de debilidad por ver su boca tan cerca. Una parte de mí ansió un beso, uno más profundo que El Beso de Sangre, uno que no requería pactos, uno real… Reaccioné por mi salud mental.
—No me dices nada —lo corregí—. Y los encantos los tiene Poe, tú… —¿Yo qué? —interrumpió, ceñudo—. ¿Vas a decir que Poe es mejor? Lo supero en muchas cosas, solo que no las uso sin una buena razón.
Volvió a girarse hacia la encimera para coger el cuchillo y cortar el resto de los vegetales con naturalidad, y su expresión se transformó de nuevo en el falso y encantador Damián justo cuando mi madre entró de nuevo en la cocina. Por suerte, no se dio cuenta de nada porque traía consigo una gran canasta de frutas y las miraba con encanto.
—Era la vecina Janice que volvió de su viaje y trajo esto como regalo. —Puso la canasta sobre la isleta y nos observó con una ingenua alegría—. Terminemos de preparar la cena entonces. Me ruge el estómago.
—Ni que lo diga, yo hasta podría matar por el hambre —dijo Damián con una ancha sonrisa.
Y sí que disfrutó mi cara en ese momento.
***** La cena fue lo más surreal que viví en mi vida.
Mi madre, que normalmente era inestable en el sentido de que durante un momento podía ser muy severa y al otro podía ser cariñosa de una forma escalofriante, pareció caer en una especie de encanto. Mientras comíamos se rio de los chistes de Damián —que no tenía ni idea de dónde él había sacado— conversó con él sin parar —sobre temas triviales que no sabía que él podía tocar— y hasta permitió que, mientras ella lavaba los platos, entrara a mi habitación un rato, y eso era algo que nunca habría hecho con un chico.
En todo el rato yo había pinchado los vegetales con nerviosismo, temiendo que de repente saliera de lo que fuera que la tenía ¿hechizada? y se preguntara quién rayos estaba sentado en nuestra mesa y por qué vestía de negro. Pero no sucedió, así que apenas cerré la puerta de mi habitación le exigí explicaciones a Damián:
—¿Qué fue lo que hiciste?
—No tengo por qué decirte. —Usó mi misma frase de un rato atrás cuando él había preguntado en dónde había estado.
—¿Lo disfrutaste? —pregunté, irritada.
Una escasa pero perceptible sonrisita le dio un tinte socarrón a su expresión.
—No te voy a mentir, tu cara fue casi un poema en toda la cena.
—A veces parece que solo quieres fastidiarme la vida —me quejé, y para chocarle añadí—: Es un rasgo humano, de presas.
Damián lo ignoró, solo comenzó a pasearse por mi habitación, mirando cada cosa que se encontraba en ella, sobre todo las fotografías adheridas a un pequeño mural en la pared, rodeadas de decoraciones coloridas. En muchas aparecía con Eris y Alicia, y con mis compañeros de los últimos años de clase. Él no estaba en ninguna. No recordaba haberlo visto ir los días de las fotos escolares.
—No toques nada que se puede romper —le advertí.
—Jamás he roto nada que no quiera —dijo, con indiferencia —. Por cierto, sacarle algunas explicaciones a tu madre fue más difícil de lo que esperé. Ella piensa mucho en lo que pasó aquel día.
Un frío me recorrió la espalda. Primero no creí que fuera posible, porque lo sucedido aquel día y los meses posteriores a eso eran un secreto. El mayor de los secretos que con muchas amenazas mi madre me había exigido ocultar. Ni a Eris se lo había dicho.
—¿Cómo la hiciste hablar? ¿Qué te dijo? —exigí saber.
—Es una presa, Padme —dijo, con indiferencia—. Nosotros tenemos muchas formas de atraparlos, tanto para hacerlos decir verdades como para matarlos. Aceptaste mi ayuda, recuérdalo.
—¿Así que te referías a…? —No encontré una palabra adecuada—. ¿Cambiarla?
—Como dije, no fue fácil. Mencionó cosas cuando traté de averiguar sobre ti, pero no todo. Al parecer, cuando eras más pequeña te despertabas en las noches gritando el nombre de alguien. ¿De quién?
Junté las manos por detrás de mi espalda para poder estrujarme los dedos por la inquietud que me producía estar hablando de eso.
—No lo recuerdo —mentí.
—Suena perturbador y perverso para una niña —opinó, en un susurro malicioso con la boca curvada hacia abajo—. Pero ahí empezó todo, ¿no? —Me miró de pies a cabeza, casi como un repaso que me turbó todavía más—. Eso que intentas ser ahora, tu madre lo formó a raíz de lo que pasó aquel día. ¿Qué fue eso tan malo que hiciste para que luego te exigiera demostrar que eres normal?
Mis labios se entreabrieron porque mi respiración se dificultó por un momento. Lo que había pasado aquel día sí había sido el inicio.
Volví a recordarme más joven, de pie en medio de esa misma habitación. Estaba descalza y mis pies estaban sucios. Mi ropa también, porque llevaba días con la misma y mi madre acababa de llevarme a casa. En ese momento se había abierto la misma puerta que tenía detrás, y ella había entrado. Mi padre había estado junto a ella, mirando el suelo, avergonzado.
Pero la peor mirada había sido la de la mujer que se suponía que debía entenderme, porque en ese instante me estaba juzgando. En ese instante, me odiaba, me despreciaba, me veía como un error.
Y luego había escuchado el vehículo aparcar frente a la casa, y ellos habían llegado para llevarme.
La razón era un secreto… —Mi madre podría subir —le dije a Damián como excusa con la boca seca y la voz casi en un aliento.
—No lo hará. —Damián siguió curioseando desde el escritorio hasta el peinador. Sacó las manos del bolsillo de su pantalón para coger otra vez el llavero con la cabecita de conejo que solía guindar en mis mochilas—. Su mente estará flotando en una nube de intensa relajación. No tendrá preocupaciones ni pensamientos profundos. Claro, mientras dure el efecto. Hay que renovarlo cada cierto tiempo.
Me pregunté de repente si era lo mismo que me habían hecho sentir los ojos de Poe la noche del plan, esa sensación de «sedación».
—¿No te causa cierto alivio? —añadió él—. Pude haberlo hecho antes si me hubieras dicho cómo se comportaba ella.
A pesar de que debía sentirme culpable por el hecho de que estuviera bajo algún tipo de influencia, no la sentía. No sentía nada de culpa. Que la cita con el doctor no sucediera y que su actitud severa y controladora se apagara, era… fantástico. Era lo que había deseado por tantos años, y siempre había estado en el mundo de los Novenos. ¿Y si era la única ventaja?
Su voz diciéndome que solo sería una buena hija mientras yo obedeciera, sonó en mi mente. ¿Era una mala hija por no querer que saliera de ese estado?
Ni siquiera me sentí mal… Me sentí… libre.
—Te contaré lo que pasó si tú también me cuentas algo — dije de golpe.
—¿Sobre qué?
—Sobre ti.
—Ya vas a empezar… —Él puso mala cara.
Obviamente ya había vuelto a esa actitud gélida e impenetrable. Me había dado cuenta de que la reforzaba cada vez que yo intentaba averiguar algo más sobre su vida. Era estúpido, porque ni siquiera entendía a dónde no me quería dejar llegar. Lo peor ya lo sabía, ¿no?
—Creo que soy la única persona en este mundo que te soporta a pesar de lo idiota que eres, ¿te has dado cuenta? —le solté, un tanto irritada por su frialdad—. Además, esto debería ser mutuo. Si yo te revelo algo, tú también a mí. No eres el único que debe obtener respuestas.
Dio algunos pasos hasta llegar al armario y lo abrió para echar un vistazo. No eran cosas que los Novenos no tuvieran, pero todo lo que no fuera de su mundo parecía intrigarle mucho.
—Las respuestas que quiero tienen más lógica. —Alzó los hombros.
—No, no funcionará si no hablas también —me negué con decisión—. Dijiste que estamos conectados, que tenemos el mismo ruido, y te sueles presentar como mi… —¿Qué? —soltó de lo más tranquilo—. ¿Novio?
Quedé rígida. Sí, de su odiosa boca había salido la palabra «novio».
—Algo así —asentí—. Pero ¿acaso sabes lo que significa eso?
—Es lo que Archie es de Tatiana —contestó, simple.
—Pero ¿sabes lo que implica? ¿Lo que ellos hacen por ser novios?
Damián se mantuvo en silencio un momento. Durante un segundo creí que hundiría las cejas, pero el gesto fue confuso, como que peleó consigo mismo, y luego volvió a verse indiferente.
—¿Cuál es el punto? —preguntó—. ¿Quieres hacer todo eso?
Nos observamos, quietos. Flotó un aire de expectativa entre nosotros. ¿Era posible que pasara lo mismo por nuestras mentes? La idea de acercamiento, besos, contacto… Todo el tiempo estábamos discutiendo o probando nuestros límites.
¿Había un espacio para algo que no fuera estar a la defensiva?
Como esa noche que él había entrado por mi ventana, que había puesto su mano sobre la mía, que había experimentado conmigo. Ya sabía que le era posible, y en secreto no había parado de preguntarme qué más sí podía hacer.
Tal vez era la única cosa del concepto de normalidad que me gustaba, la idea de cumplir con el concepto de «novios». Me causaba mucha curiosidad cómo me besaría sin que fuera un ritual. ¿Brusco? ¿Enredaría su mano en mi cabello y lo apretaría y…?
Dios mío, ¿qué estaba pensando?, ¿qué estaba sintiendo?, ¿debía admitirlo en voz alta?
—¿Has tenido novia alguna vez? —decidí decir en lugar de dar una respuesta.
—¿Tú has tenido novio? —contestó igual.
—Sí, porque es… —Normal —completó él con fastidio—. Por supuesto.
Se dio vuelta para seguir mirando las cosas. Entonces me di cuenta de que él no había afirmado nada.
¡Un momento!
—Tú no has tenido novia nunca —le solté, perpleja y burlona—. ¿Ni siquiera una Novena? Entonces eres totalmente… —Cállate, eres muy ruidosa —me interrumpió, obstinado.
Traté de reprimir una risa. Damián nunca había estado con una chica en ningún aspecto. Por una parte me gustó saberlo y por la otra también me preocupó. ¿De verdad no tenía las emociones necesarias para sentirse atraído por alguien?
De pronto me di cuenta de una segunda cosa y quedé asombrada.
—Entonces, el día de El Beso de Sangre yo fui… ¿tu primer beso?
De mala gana se movió desde el armario hacia la ventana, como si con eso pudiera alejarse de la pregunta. Hundió las cejas con molestia, de nuevo en esa actitud de defensa y bloqueo.
Pero asintió. Lo confirmó.
También tuve que reprimir mi cara de sorpresa. Yo había sido su primer beso. Yo.
—¿Y sentiste algo en ese momento…? —me atreví a preguntarle, aunque sin mucha fuerza en la voz porque esa revelación me había llenado de una emoción satisfactoria—.
Cuando nos besamos.
—Tenías los labios fríos. —Se encogió de hombros.
—Eso no. Algo dentro de ti.
—Tenía hambre.
—Damián. —Le dediqué una mirada dura, de exigencia.
Como no dijo nada, me frustré. Lo que estaba pasando me tenía el corazón acelerado y, para mi desgracia, sobreexcitada, pero que no fuera sincero también me molestaba. Por mucho tiempo había sido un enorme misterio para mí, ¿por qué se esmeraba en seguir siéndolo? Si ya lo había alcanzado, ¿por qué aún se sentía inalcanzable?
—Pues a mí también me molesta sentir algo —le choqué.
Volvió a mirarme, entre enojado y confundido. Me pareció detectar mucha tensión en su cuello, pero ignoré eso.
—¿Por qué asumes que me molesta?
—Porque me he dado cuenta —solté, muy obvia—. Cada vez que tenemos algún tipo de contacto pones esa estúpida cara.
—¡¿Cuál estúpida cara?! —se irritó.
Y en un impulso, muy dispuesta a retarlo y que no fuera capaz de negármelo, avancé hacia él y me le detuve a solo centímetros, tan cerca que si bajaba su cara un poco más nuestras narices podían rozarse. Por supuesto, se descolocó todo y su expresión fue de pasmo y extrañeza al mismo tiempo.
—¡Esa cara! —señalé, victoriosa, y en otra jugada usé la misma técnica que él había usado al intentar sacarme información sobre mi pasado—. ¿Por qué, Damián? ¿Te molesta darte cuenta de que te da curiosidad lo que pasa?
—Tú sabes mucho de curiosidad, ¿no? —Entornó los ojos.
No le hice caso a su pulla, decidí mantener esa actitud que lo tomaba fuera de base y que al menos daba pase a una entrada.
Funcionaba, ya estaba segura de que disfrutaba cuando yo le refutaba. Y… ¿yo también?
Admitirme eso a mí misma me dio valor.
Aproximé mi rostro un poco más al suyo, provocadora.
—Te gustó el beso, pero no vas a aceptarlo —le susurré, lento, desafiante—. Y no tiene sentido, porque ese ni siquiera fue un beso real, pero tú no lo sabes. Nunca has hecho esas cosas con alguien.
Cuando creí que había ganado, su cara de desconcierto desapareció, la sustituyó una que también parecía retarme, y el Damián malicioso logró darle la vuelta a mi intento de valentía.
—Entonces sé lo suficientemente arriesgada y di lo que estás pensando —exigió con simpleza—. Que debería hacerlas contigo.
Lo esperó, porque en realidad yo sí quería decirlo y Damián lo sabía bien. Quería que me besara. Mis fantasías más oscuras le pertenecían a él, mi secreto, que ahora estaba en mi habitación aún con mi madre en el piso de abajo. Aquello solo había sucedido en la imaginación de la Padme que había escrito el diario. Pero no di un paso atrás como esa nerviosa chica habría hecho al ser expuesta. Esa vez me mantuve ahí, porque si no había peligro, ¿podía liberar mis deseos reprimidos? ¿Podía decir sin miedo: «Sí, haz lo que sea conmigo. Experimenta si quieres, pero siente algo por mí»?
No, todavía no. Antes de liberarme de esa forma, debía confesarme. Yo sabía su peor secreto. Debía decirle el mío.
Debía enterarse.
—¿Tú confías en mí? —le pregunté ante el silencio, quizás para yo misma responderme la pregunta que Tatiana me había hecho.
—Si no te maté… —refunfuñó.
—Puedo decirte lo que pasó aquel día, pero también deberás ser honesto conmigo.
Me alejé como si no necesitara su cercanía y fui a sentarme en la cama. Adopté una posición relajada. Damián tensó la mandíbula, pero no hizo ningún movimiento.
—¿Qué quieres exactamente?
—Algo sobre ti que nunca le hayas dicho a nadie. —Y lo aclaré para que no le diera la vuelta—. Que no sea lo de los Novenos.
—No tengo nada más interesante que contar.
—Pero tienes un pasado. —Pensé un momento. Lo único que se me ocurrió en ese instante fue—: ¿Qué hay con tu padre? Lo vi en una fotografía en tu casa, pero no lo recuerdo del todo… —Murió. —Desvió la mirada y la fijó en algún punto de la habitación. Su expresión se tornó arisca. Me fijé en lo tensos que estaban sus nudillos, porque acababa de formar un puño con su mano.
—Lo lamento… —dije, como era lo normal al escuchar cuando dicen eso—. ¿Cómo fue?
—Cerró los ojos y dejó de vivir —soltó, de mala gana.
Puse los ojos en blanco. ¿Por qué era tan literal?
—¿A causa de qué murió tu padre? —corregí, con detenimiento.
Él no contestó de inmediato. Se tomó unos segundos. Lo pensó. Lo consideró. Formó una línea con su boca. Pensó y pensó hasta que confesó con simpleza y un ligero encogimiento de hombros:
—Lo maté.
—¡¿Qué?!
Fue inevitable mi reacción, porque aun sabiendo que era un Noveno, eso resultó muy inesperado.
Damián se pasó la mano por la cara como si algo lo frustrara.
—Qué ruidosa eres… —murmuró con hastío.
—¿Por qué lo mataste?
—Ya hiciste suficientes preguntas —se limitó a decir. Tenía los dientes apretados.
En ese preciso instante mi teléfono vibró. Lo saqué de mi bolsillo para echar un vistazo y la notificación emergente me permitió enterarme rápido de qué se trataba:
Número oculto:
Te dije que fueras sola.
Él está más cerca que nunca.
Así no puedo ayudarte.
Alcé la vista hacia Damián y apagué la pantalla del teléfono antes de que pudiera alcanzar a ver algo. Podía reaccionar al mensaje en cuanto se fuera porque en ese momento estaba impresionada por su confesión.
Así que aquel hombre de aspecto duro que había visto en la fotografía del pasillo de su casa había sido asesinado por él… —¿Pero por qué lo mataste? —insistí, escrutando su rostro a la espera de sus motivos.
—Ya deja de preguntar. —Sonó como una advertencia.
—¿Fue solo porque eres Nove…?
No me dejó terminar de hablar. Su reacción fue brusca y me hizo sobresaltarme porque dijo cada palabra con una voz alta y muy disgustada:
—¡Damián, por qué esto! ¡Damián, por qué lo otro! ¡Padme, a veces no sé por qué hago las cosas!
—Pero era tu padre —insistí, muy perturbada— no es posible que no tuvieras una razón… —¡Y si no la tuve, ¿qué quieres que te diga?! —volvió a casi gritar, exasperado—. ¿Por qué haces tantas preguntas? ¿Por qué siempre quieres respuestas? ¿Por qué no dejas de ser tan curiosa? ¡¿Por qué?!
—Es que yo… —Lo miré, asombrada e inmóvil.
—¡Es que tú quieres saberlo todo! —bramó, harto—.
¡Siempre!
—Damián, escúchame —intenté calmarlo, pero eso lo empeoró.
Entonces, explotó de nuevo como lo había hecho en la casa de Poe. Pasó de la calma a un agite frenético, y en un acto nuevo se puso las manos en la cabeza como si un ruido le molestara mucho o como si algo dentro de su cráneo le doliera, y empezó a caminar de un lado a otro en la habitación.
—¡Solo escucho tu voz en mi mente! ¡Las veinticuatro horas del día, ahí está tu voz y todo es sobre ti! ¡Haces que me duelan los oídos, que me duela la cabeza! —soltó.
—¿Mi voz te causa dolor? —Estaba muy confundida—.
¿Por eso me dices que soy ruidosa y no para fastidiarme?
—¡Cuando voy a dormir, te oigo! —siguió en fuertes reclamos—. ¡Cuando intento hacer algo, te oigo!
La histeria de la que estaba siendo víctima también se manifestó en su rostro con una mueca de ira y angustia, pero lo que me dejó helada fue la forma en la que súbitamente giró el cuello con molestia, un gesto muy similar al de aquella noche que había entrado en mi habitación para preguntarme a dónde pensaba huir. Otra vez, como si algo lo estuviera lastimando o torturando.
—¡Nada más me llamas y me pides cosas que no sé cómo darte!
¿Que yo le pedía qué? ¿Cuándo?
—¡Solo quiero un momento de silencio! —Tensó las manos como garras, como si quisiera romper algo—. ¡Quiero que te calles! ¡Quiero que se calle! ¡Ya cállate!
La forma en la que gritó eso último me hizo sentir que ya no me estaba hablando a mí, que yo no era el objetivo de la rabia.
Claro, hubo silencio tal y como decía quererlo, pero se dio cuenta de cómo lo miraba. Apretó los labios mientras el pecho le subía y le bajaba, y entonces sus ojos se abrieron como si acabara de notar que no solo me había asustado, sino que su explosión había sido casi demencial.
—¿De qué estás hablando? —fue lo que salió de mi boca, aturdida—. No te he llamado para pedirte cosas.
Sus ojos, desorbitados con incredulidad, no pestañearon del pasmo. Me di cuenta de algo, y también se lo pregunté con total confusión:
—¿Oyes mi voz todo el tiempo? ¿Aunque no estoy?
Sin pronunciar palabra, sin aclarar nada, sin dar razones de por qué había explotado de forma tan inestable como el mismísimo Archie lo habría hecho, Damián salió de la habitación a paso rápido. Se escuchó la puerta golpear la pared al abrirla y sus pasos rápidos y pesados bajando las escaleras.
Esperé que mi madre llegara corriendo a mi habitación a exigir respuestas por el escándalo, pero no apareció. Solo me quedé en el sitio, tratando de explicarme a mí misma qué demonios acababa de suceder. Lo mismo otra vez.
¿Había sido una histeria dolorosa por mencionar a su padre?
¿Al padre que él mismo había asesinado?
¿O pasaba algo más?

Damián #1 (COMPLETO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora