19. Santiago

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Paco/Francisco

22 de diciembre de 1966

Estamos en un tren rumbo a Santiago de Compostela. Pasado mañana es Nochebuena, pero Raúl y yo no estaremos en casa. No este año. No hemos conseguido el permiso de Navidad, solo tenemos libre los días 22 y 23, el 24 teníamos que estar de vuelta en el cuartel. Pero lo que podría haber sido una tragedia para cualquiera, para nosotros ha resultado ser una excusa más para hacer un viaje de un par de días. 

El viaje es largo, pero estamos acostumbrados a sufrir penurias. Llevamos un año y tres meses en el servicio militar, y hemos vivido de todo: maniobras, castigos en el calabozo por bromas que se nos iban de las manos, noches en vela limpiando la cocina, pelearnos por la misma chica en algún bar de Bilbao en alguno de los pocos descansos que nos daban, y más de una borrachera que casi nos manda de vuelta al cuartel a cuatro patas. Pero siempre juntos. Siempre inseparables. Desde el primer día que nos encontramos en la sala de espera del reconocimiento médico, supe que Raúl y yo seríamos como hermanos. No, más que hermanos.

Cuando llegamos al cuartel, estábamos cagados de miedo, sin saber qué esperar. Teníamos apenas 19 años y, aunque fingíamos ser duros, la verdad es que ninguno de los dos había visto mucho mundo fuera de nuestras ciudades. Pero con Raúl, el miedo desapareció rápido. Lo hacía todo más fácil. Siempre tenía un comentario sarcástico o una sonrisa burlona para romper la tensión. Era imposible estar nervioso o aburrido con él.

Hoy, mientras el tren nos lleva hacia Santiago, siento algo diferente y no sé qué es. Él está sentado frente a mí, con la cabeza apoyada en la ventana, observando el paisaje. 

-¿En qué piensas, Francisco? - me pregunta sin apartar la vista del exterior. Me habrá estado mirando de reojo.

-En nada, ¿y tú?

-En que, si sobrevivo a esta noche en Santiago, ya habré sobrevivido a casi todo. Estoy que me caigo de sueño, me cago en la puta. - dice con una sonrisa perezosa, dándome un golpe suave en la pierna con su bota.

Río, como siempre hago cuando dice alguna tontería, y el resto del viaje transcurre en una calma cómoda. Ya hemos hecho planes: bebernos todo el alcohol que podamos encontrar y, si tenemos suerte, conocer a algunas chicas. Como siempre.

Cuando llegamos a Santiago, nos damos un paseo por toda la ciudad, nos comemos un menú del día muy rico en Rúa do Franco y por último vamos a la catedral.

Raúl insiste en que entremos, aunque en realidad ninguno de los dos es muy religioso. Aun así, es una tradición que traíamos de casa y que nos ha inculcado también en la mili: rezar por la familia y por los amigos antes de cualquier evento importante, aunque solo sea una excusa para justificar lo que sea que vaya a pasar después. Darle las gracias a Dios si sale bien, y preguntarle por qué, si sale mal.

Nos quedamos un rato en la catedral, en silencio. Yo rezo, no solo por mi familia, también por él. No sé por qué lo hago, pero siento que lo necesito. Cuando salimos, un hombre en la plaza nos ofrece tomarnos una foto frente a la catedral. Raúl acepta, bromeando sobre cómo les enseñaremos esta foto a nuestras familias cuando seamos viejos y cómo recordaremos este momento queriendo volver para ser jóvenes.

La noche cae rápido, y pronto estamos metidos en un bar bebiendo como si no hubiera un mañana. Hablamos con todo el mundo, nos reímos, y claro, nos llevamos un par de números de teléfono y direcciones de chicas que estaban muy interesadas, pero la cosa se queda ahí, es un viaje de amigos y eso es sagrado, las mujeres quedaban en segundo lugar, como siempre.

Finalmente, cuando ya no aguantamos más, decidimos dirigirnos al hostal que nos había recomendado Antonio, un compañero del cuartel que era de la ciudad. Al llegar, entendemos rápidamente por qué es el más barato.

La habitación es una mierda. Que alguien me recuerde no hacerle caso nunca más al puto Antonio. Es un cuchitril frío y sucio, con dos camas enanas cuya manta es tan fina, que parece estar hecha de papel; cosa poco conveniente en pleno diciembre y sin ninguna fuente de calor. 

Las risas después de analizar la situación comienzan antes de siquiera intentar meternos en la cama. Nos reímos tanto que casi se nos olvida el frío que empieza a meterse en nuestros huesos.

-¿Tú crees que vamos a sobrevivir a esto? -le pregunto, temblando mientras me meto en mi cama con el abrigo puesto.

- Joder, a este ritmo, no llegamos a Nochebuena —responde, echándose en su cama y sacudiendo el cuerpo, intentando generar algo de calor.

En esa habitación durante unos segundos solo se escucha el castañeo de nuestros dientes, y el meneo del somier de todo lo que estamos temblanco.

-Francisco, creo que la única solución es que durmamos juntos.

Me giro hacia él, mirándolo con incredulidad.

-¿Estás loco?

-Te lo digo en serio, tío -insiste, muerto de la risa-. Si no nos juntamos para darnos calor, nos van a amputar las piernas mañana por congelación.

Río, porque la imagen es ridícula, pero también porque, en el fondo, sé que tiene razón. El frío es insoportable. Miro mi cama y luego la suya, y finalmente, con un suspiro de resignación, acepto.

-Vale, pero que sepas que yo no pienso moverme de aquí. Si quieres dormir juntos, te vienes tú.

Raúl rueda los ojos, divertido, y se levanta de su cama con una exagerada dramatización de su "sufrimiento". Se mete en mi cama, que es ridículamente enana para dos tíos de más de 1'80. Nos acomodamos como podemos, apretados, con los pies sobresaliendo por el borde, y al principio no podemos parar de reírnos por lo ridículo de la situación. 

Estamos tan cerca que puedo sentir su respiración contra mi piel. Al estar de frente, nuestras narices están a centímetros de distancia, y de repente, la risa se desvanece. Nos miramos a los ojos, y hay algo ahí, algo que no había visto antes. Un brillo. Un fuego.

Mi corazón late con fuerza en mi pecho, pero no me atrevo a apartar la mirada. No puedo. Mis ojos están fijos en los suyos, y es como si el mundo se hubiera detenido. El frío sigue ahí, pero lo único que siento es el calor que emana de su cuerpo y de su respiración cálida contra la mía.

Raúl se mueve ligeramente, apenas un milímetro, y nuestras narices se rozan. El contacto es tan suave que apenas lo siento, pero es suficiente para que todo en mí se tense. No sé si es el alcohol, el frío o algo que siempre había estado allí y nunca quise ver, pero mi cuerpo actúa por su cuenta. Me inclino un poco más, cerrando el espacio entre nosotros, y cierro los ojos.

Cuando los abro de nuevo, él está más cerca. Puedo sentir el peso de su mirada, la intensidad de todo lo que está pasando entre nosotros. No sé si esto es lo correcto, no sé si debería detenerme. Pero no lo hago.

Nuestras cabezas se inclinan hacia adelante, casi como si una fuerza invisible nos empujara el uno hacia el otro. No pienso. No puedo pensar. Solo siento. Y entonces, nuestros labios se encuentran en un beso suave, pero cargado de una pasión contenida que parece estar allí desde siempre, esperando este momento para explotar.

Es dulce. Es suave. Pero también es todo lo que he estado reprimiendo, todo lo que nunca quise admitir, todo lo que tenía tan enterrado en mí que parecía no existir. Y cuando nuestros labios se separan, el aire entre nosotros está cargado y pesado, pero ya no siento el frío.

Me quedo mirándolo, sin palabras. Porque, en ese momento, sé que este es el primer beso. El primero de muchos. El inicio de una historia que, aunque aún no lo sabíamos todavía, estaba condenada a ser una tragedia desde aquel ya 23 de diciembre de 1966.

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