29. Lo que haga falta

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Raúl

Noviembre de 1967

El autobús avanza entre las curvas del camino hacia Magallón, y cada kilómetro que recorremos me acerca más a mi tierra natal, pero también a recuerdos que, desde que dejé el pueblo, intento no visitar demasiado. Madrid ha sido un nuevo comienzo para mí en todos los sentidos.

Vivo con Francisco en un pequeño pero acogedor piso, y él está logrando abrirse paso en la cocina del restaurante en el que trabaja. No me cabe duda de que será un gran chef. Yo también he encontrado algo que me llena: el taller de muebles en el que trabajo me permite usar mis manos para crear, para transformar la madera en algo tangible. Hay algo terapéutico en el olor a madera recién cortada, en la satisfacción de ver cómo una simple tabla se convierte en una obra terminada.

Francisco me dijo que era buena idea despejarme unos días, volver a ver a la familia. No le faltaba razón. Él se ha quedado en Madrid; tiene un turno con clientes importantes en el restaurante, y aunque me habría encantado que me acompañara, entiendo que no siempre puede ser. 

Él fue criado solo por su madre, porque su padre falleció de una neumonía cuando era pequeño. Su madre era un poco egoísta y no se preocupaba mucho por él, por lo que siempre dice que está solo en el mundo. Por eso no me gusta dejarlo allí, no quiero que se sienta solo nunca. No estando yo a su lado.

Estos dos meses han sido maravillosos. Desde que acabó el servicio militar casi no nos hemos separado, nuestro piso es un lugar sagrado en el que podemos ser nosotros mismo y querernos. Para el mundo solo somos dos compañeros de piso, pero en nuestros ojos somos el todo el otro. 

Mis pensamientos se detienen al ver las primeras casas del pueblo asomando entre los árboles. Magallón no ha cambiado. Los tejados de las casas, los árboles que bordean las calles, y las fachadas blancas permanecen exactamente igual que cuando me fui. Es como si el tiempo aquí no pasara, como si todo estuviera atrapado en una burbuja. Mi corazón se acelera un poco mientras el autobús frena en la pequeña parada del pueblo. Recojo mi bolsa y bajo, sintiendo una mezcla de nostalgia y nerviosismo.

-¡Raúl! -grita mi madre cuando me ve salir del autobús.

Nos abrazamos, y noto su calidez, ese cariño que siempre me ha ofrecido sin condiciones. Mi padre se queda un poco más atrás, como siempre, reservado y serio, pero sé que está contento de verme. Luz, mi hermana, no tarda en aparecer corriendo. Ha crecido mucho desde la última vez que la vi, pero esa energía traviesa sigue siendo la misma.

-¡Te he echado de menos! -dice mientras me abraza con fuerza.

-Yo también a ti, enana.

Cuando entramos a casa y mi madre me hace comerme el bocadillo que me tenía preparado, arrastro a mi hermana hacia mi antigua habitación, donde solíamos pasar horas hablando de todo y de nada. Mi habitación está prácticamente igual, como si yo nunca me hubiera ido. Cerramos la puerta, y nos tiramos en la cama a ponernos al día, como hacíamos siempre. Estábamos tan emocionados de estar juntos otra vez que ninguno de los dos reparó en que la puerta no estaba cerrada del todo.

Me cuenta lo aburrido que está siendo todo en el pueblo últimamente, que solo puede ir a los bailes del centro social si mamá la acompaña, y que ha comenzado a coser. Me habla con entusiasmo de los vestidos que ha estado diseñando en su cabeza, de cómo le gusta pensar en patrones y telas. La miro y sonrío feliz de verla tan apasionada por algo.

-¿Y tú? -me pregunta de repente, mirándome con esos ojos que lo ven todo. -¿Cómo ha sido la mili? ¿Qué tal Madrid?

Le cuento sobre lo duro que fue, pero que al menos tuve la oportunidad de viajar un poco, de ver lugares nuevos. Luego le hablo de mi trabajo en el taller, de lo mucho que me gusta trabajar con la madera. Pero Luz me observa con una mirada traviesa, como si supiera que hay algo más.

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