Los siguientes días continuaron así. Después del desayuno, el Príncipe despedía a todos para abrazarme y besarme. Al principio había sido extraño y vergonzoso porque no podía acostumbrarme a la intensidad de sus besos. Me desmayaba cuando el beso se prolongaba demasiado o si me besaba demasiado intenso. No entendía por qué el Príncipe insistía en besarme cuando claramente no podía soportarlo. No podía dejar de temblar. No podía mover mis labios o lengua como él quería que lo hiciera. Ni siquiera podía pensar y concentrarme cuando estaba tratando de enseñarme. Había esperado que el Príncipe se enojara cuando no estaba mejorando, pero en cambio, siguió sonriendo.
Había pensado que era mejor si besaba a una de sus concubinas. Como no era hábil, pensé que prefería a alguien con más experiencia. Había expresado mi pensamiento y, al instante, se puso furioso.
Gritó para que uno de los sirvientes trajera a una de sus concubinas; no le importaba cuál. Me obligó a quedarme allí de pie mientras tenía a otra mujer en su regazo. Cuando se besaron profundamente, sus ojos me miraron con fiereza. Incapaz de mirar, aparté la mirada.
—¡Mira y aprende!
Él interrumpió el beso brusco para gritarme. Aterrada, me obligó a mirar. Una vez que terminó, me dijo que volviera a mi habitación y me quedé allí hasta que mi estupidez desapareciera. La mujer se rió de mí mientras se apoyaba contra su pecho; sus ojos brillaban de alegría. Me fui sintiéndome estúpida por decir lo que pensé que lo haría feliz.
Tal vez yo era tan estúpida como él decía que era.
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