CAPÍTULO 16

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Santiago 

¿Con ella no? ¿Qué significaba eso? sus ojos se tornaron fríos y podía sentir como analizaban cada una de mis facciones, esa mirada llena de pasión y atrevimiento se había esfumado y se había posado una sombra espesa que solo dejaba ver algo frío y quebrado. Su alma estaba rota y podía notarlo. 

—¿Qué no pasará Ainhoa? —me acomodo a la orilla del sofá —¿Me explicas? —sabía lo que pensaba. 

—Algo más que piel —dice seca, la miro con los ojos entrecerrados y juego mi carta. 

—¿Te he pedido algo más que piel? —digo arqueando una ceja. No era lo más inteligente decirlo, pero la rabia me empuja a cruzar esa línea. Lo noto en el brillo tenso de sus ojos, la manera en que su mandíbula se tensa.—No estoy para algo jodido —escupo sin pensar, una advertencia a medias, palabras que no puedo controlar. ¿En serio, Santiago?

—¿Algo jodido? —inquiere, afilando la mirada como si cada sílaba fuera un desafío.

—Sí, ¿Crees que no noto la tensión entre tú y ese tal Aiden? —su cuerpo se endurece como una cuerda a punto de romperse. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, se tiñen de un tono rojizo, un destello visceral que jamás había visto en ella. La frialdad con la que solía envolverse se evapora en un instante.

—¿Quieres hablar de Aiden? —su voz sube de tono, cargada de una cólera que amenaza con desbordarse. Sus movimientos son rápidos, casi violentos, cuando apaga el cigarrillo y deja la copa sobre la pequeña mesa que nos separa. El cristal suena más fuerte de lo que debería, como si el simple gesto contuviera una promesa de lo que estaba por venir.

Sin pensarlo, me adelanto y me planto frente al ventanal, evitando que se marche. El aire en la habitación se vuelve espeso, cargado de algo que no puedo definir. No quiero dejarla ir. No esta vez.

—Déjame pasar, Santiago —me mira desde abajo con una mezcla de rabia y frustración, pero también con algo más, algo que no había visto hasta ahora. Su respiración se acelera, el espacio entre nosotros parece reducirse con cada palabra.

—No —gruño, notando cómo mi propia cólera ha aumentado, envolviéndome en su calor sofocante.

—Te advierto... —me apunta con el dedo, su cuerpo temblando con la intensidad del momento—. Si no me dejas pasar...

—¿Qué? —la corto bruscamente, una media sonrisa que apenas logro contener se posa en mis labios.

La rabia que hace apenas un instante nos envolvía se disuelve en algo mucho más crudo, más profundo. Su respiración se vuelve errática, y el calor de su cuerpo parece irradiar como un fuego desatado. Nuestros ojos se encuentran, y en ese momento, todo lo demás desaparece. No hay vuelta atrás.

Mis manos se deslizan lentamente hacia su cintura, encontrando la suave calidez de su piel bajo la tela que la cubre. La acerco hacia mí, y su respiración se convierte en jadeos entrecortados. Siento cómo sus dedos se enredan en mi cabello, tirando con una mezcla de rabia y deseo, como si estuviera luchando entre el control y la entrega.

—¿Esto es lo que querías? —le susurro, dejando que mis labios rocen su cuello, sintiendo cómo su cuerpo se estremece. Ainhoa responde con un gemido sordo, contenido, que me confirma que está cediendo a lo inevitable.

La tensión que había sido pura rabia se transforma en una corriente eléctrica que corre por nuestros cuerpos. La urgencia nos arrastra, la ropa se vuelve un obstáculo que eliminamos con una rapidez ansiosa, pero sin perder el control. Cada toque, cada roce, es una chispa que aviva el fuego latente.

Nos hundimos en el sofá, piel contra piel, como si estuviéramos inmersos en una lucha en la que ambos buscamos lo mismo: una entrega absoluta. Los sonidos de nuestras respiraciones aceleradas, mezclados con susurros y jadeos, llenan el aire. La piel de Ainhoa, suave y tensa bajo mis manos, responde a cada movimiento, a cada caricia.

El ritmo entre nosotros se vuelve frenético, los movimientos más bruscos y desesperados. El cuerpo de Ainhoa se arquea bajo el mío, y su piel vibra con cada toque, cada roce, mientras nuestras bocas se buscan, hambrientas, reclamando lo que hemos contenido por tanto tiempo.

El tiempo parece ralentizarse y, a la vez, acelerarse. Todo lo que importa es el calor de su cuerpo, el modo en que encaja perfectamente contra el mío, y la mirada de sus ojos entrecerrados que me atraviesan, justo antes de que la oleada final de placer nos consuma a ambos.

Me apresuro a colocarla de horcajadas sobre mí, su cuerpo encaja perfectamente contra el mío, y mis ojos recorren cada detalle de su piel suave y caliente. Sus senos, duros y erguidos, claman por mis labios, por mi lengua. La piel de su cuello vibra cuando mi mano viaja con hambre desde su cintura hasta su trasero firme, arrancándole un gemido profundo. La elevo ligeramente, dejando sus pechos a mi merced. Tomo uno con mi mano mientras mis labios se ciernen sobre su aureola. Succiono, mordisqueo, y dejo rastros de besos que incendian su piel. Sus quejidos son más intensos, y noto cómo su sexo húmedo, escondido bajo sus bragas, busca desesperadamente una fricción que aún no le doy.

Con un solo pensamiento, bajo mi mano y aparto con suavidad la tela de su ropa interior. El calor y la humedad que encuentro me reclaman con una urgencia primitiva. Introduzco un dedo, sintiendo cómo su cuerpo lo envuelve, viscoso y palpitante, mientras mi pene, ahora completamente erecto, late con una necesidad incontrolable. Jadeo, y ella sofoca mi gemido con un beso brutal, cargado de lujuria y desenfreno. Mis embestidas con los dedos se vuelven frenéticas, y sus gemidos, entrecortados, me conducen a la locura.

—Vente para mí —suplico en un susurro que apenas sale de mis labios—. Dame ese placer.

Sus muslos tiemblan, contrayéndose alrededor de mi cadera, y mientras mi dedo índice dibuja círculos sobre su clítoris, duro y sensible, ella arquea la espalda. Un gemido agudo escapa de su garganta y el tibio líquido de su placer corre por mis dedos, empapándome. Saco mis dedos y los llevo a mi boca, saboreando su esencia, su lujuria. El sabor me consume, y cuando levanto la mirada, sus ojos están nublados, pero fijos en mí, llenos de deseo.

La acerco más, mi erección palpita contra su abdomen, y es en ese instante que algo cambia en sus ojos. Una oscuridad seductora y perversa los envuelve. Toma mi pene con ambas manos y empieza a acariciarlo, despacio, sin apartar su mirada de la mía. Es un juego cruel, una tortura deliciosa. Cambia a una sola mano, y con un movimiento calculado, se deshace de sus bragas, lanzándolas lejos. Se acomoda sobre mí, intentando tomar control, pero esta vez no me lo permitirá.

Sus manos masajean mi miembro húmedo por el líquido preseminal y cada caricia es un tormento insoportable, una promesa de placer que me está vedando. La necesidad de penetrarla, de perderme dentro de ella, es insoportable.

—Súplicame —exige con una sonrisa maliciosa, dándome un beso apenas perceptible.

—¿Su-plic-arte? —respondo con la voz rota por la frustración.

—Súplicame que meta tu polla en mi coño —ordena con un tono que me hace temblar, ronco y autoritario. Antes de que pueda reaccionar, toca la punta de mi glande, y el éxtasis que me invade es tan intenso que apenas logro contenerme.

—Joder... —gruño entre dientes, cerrando los ojos con fuerza.

—Dilo, Santiago —insiste, su voz es como una soga que me asfixia de placer.

—Por favor, Ainhoa... —murmuro, la desesperación arde en mi garganta.

—¿Por favor qué? —su tono es un látigo sobre mi piel, y aumenta la velocidad de sus caricias, llevándome al borde de la locura.

—Mete mi polla en tu coño, maldita sea —grito entre jadeos, y su rostro se transforma en una máscara de perversión mientras una sonrisa satisfecha se dibuja en sus labios.



Nota de la autora: Inteeeeeeenso. Pero aquí está la culmine de esta tentación entre nuestros protagonistas. 


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