Un Verano en la Selva

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La selva amazónica se extendía ante ellos como un inmenso mar de verdes y marrones, una masa densa de árboles, arbustos y lianas que parecía no tener fin. José observaba la jungla desde la cubierta del pequeño bote que surcaba las tranquilas aguas del río. El calor era sofocante, la humedad pegajosa, pero no podía negar que había algo mágico en el lugar, algo primitivo y poderoso que lo mantenía en alerta.

—¿Seguro que no hay jaguares por aquí? —preguntó Diego, su primo menor, con los ojos muy abiertos, mirando entre las sombras de los árboles a orillas del río.

—Relájate, Diego —respondió Valeria, la prima mayor, mientras se acomodaba su sombrero de paja para protegerse del sol—. Es más probable que un mosquito te pique que encontrarte con un jaguar.

José sonrió, sabiendo que Valeria tenía razón, aunque tampoco podía culpar a Diego por estar nervioso. La selva era imponente, diferente a cualquier otro lugar en el que hubieran estado antes. Camila, su hermana menor, estaba parada junto al borde del bote, absorta en la vista. Sus ojos brillaban mientras seguía con la mirada el vuelo de un grupo de aves coloridas que cruzaban el cielo sobre sus cabezas.

—Es increíble —murmuró Camila— No puedo creer que estemos aquí.

El río parecía interminable, serpenteando a través de la jungla con sus aguas oscuras y misteriosas. A lo lejos, el sonido de animales salvajes rompía el silencio de la tarde, y José no pudo evitar preguntarse qué criaturas los observaban desde el interior de la selva. Desde que llegaron al Amazonas con su tío Carlos, todo había sido una mezcla de emociones: asombro, emoción y una leve sensación de peligro que no los había abandonado desde que pusieron un pie en la selva.

Carlos, su tío, era un explorador experimentado. Había pasado la mayor parte de su vida en la selva amazónica, estudiando plantas medicinales y culturas indígenas olvidadas. Para él, el Amazonas era más que un destino exótico; era su hogar. Estaba sentado en la proa del bote, con su característico sombrero de ala ancha y su barba desaliñada, observando el río con una mirada que irradiaba tranquilidad.

—Muchachos, prepárense para lo que van a ver —dijo Carlos de repente, con su voz grave pero calmada—. Este lugar es diferente a todo lo que conocen. No estamos aquí solo para disfrutar de la naturaleza, sino para comprenderla.

—¿Comprenderla? —repitió José, frunciendo el ceño— ¿Qué significa eso?

Carlos se volvió hacia ellos, su expresión seria.

—La selva es vida, José. Cada planta, cada criatura, incluso el agua y el aire, están conectados. El Amazonas es un sistema que ha funcionado durante milenios, pero también está lleno de secretos. Si quieres sobrevivir aquí, debes aprender a escucharla.

El silencio cayó entre ellos mientras el bote continuaba su viaje. José no pudo evitar sentir un escalofrío, a pesar del calor. Sabía que Carlos no era del tipo que decía cosas sin sentido. Si su tío decía que había algo más en la selva, debía haberlo.

Después de un par de horas, el bote atracó en una pequeña playa, donde la jungla parecía más densa que nunca. Era el lugar perfecto para montar el campamento. Los árboles eran tan altos que apenas dejaban pasar la luz del sol, y el suelo estaba cubierto de una alfombra de hojas húmedas y raíces que parecían respirar.

—Aquí pasaremos la noche —anunció Carlos, mientras saltaba del bote con la agilidad de alguien que había hecho esto un millón de veces.

—¿Aquí? —preguntó Diego, mirando nervioso a su alrededor—. Pero, ¿Qué pasa si...?

—Si hay jaguares, serpientes o arañas gigantes —interrumpió Valeria, dándole una sonrisa burlona—. Relájate, Diego. Estaremos bien.

—Además, tenemos al tío Carlos con nosotros —añadió Camila, bajando del bote con una sonrisa—. Él sabe cómo sobrevivir aquí.

Diego no parecía del todo convencido, pero no discutió. Ayudaron a su tío a descargar las mochilas y comenzaron a montar el campamento. Mientras José clavaba las estacas de su tienda en el suelo húmedo, no pudo evitar seguir observando los alrededores. El canto de las aves se mezclaba con los ruidos de la jungla, y, de vez en cuando, una sombra se movía entre los árboles, demasiado rápida para identificarla.

—La selva está viva —pensó, recordando las palabras de su tío.

Una vez que el campamento estuvo listo, Carlos encendió una fogata para cocinar la cena. El crepitar de las llamas les ofreció una sensación de seguridad en medio de la vasta oscuridad que los rodeaba. Mientras comían en silencio, el ambiente era tranquilo, pero José no podía sacudirse la sensación de que algo los estaba observando.

—Mañana será un día especial —dijo Carlos, rompiendo el silencio—. Iremos a un lugar que muy pocos han visto. Unas ruinas antiguas, escondidas en la profundidad de la selva. No están en ningún mapa, y ninguna expedición oficial las ha registrado.

—¿Ruinas? —preguntó Camila, con los ojos brillando de emoción—. ¿De quiénes son?

—No lo sabemos con certeza —respondió Carlos—. Los lugareños hablan de una civilización que existió mucho antes de los incas. Un pueblo que adoraba a los espíritus de la selva y que tenía un profundo conocimiento de los elementos naturales. Pero más allá de eso, son solo leyendas.

—Leyendas, ¿eh? —dijo Valeria, siempre la escéptica—. Suena emocionante, pero también suena como una historia para asustar a los turistas.

Carlos sonrió misteriosamente.

—Quizá. Pero no lo sabremos hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.

José intercambió miradas con Camila. A pesar del tono ligero de su tío, algo en su voz sugería que había más en esas ruinas de lo que estaba dispuesto a admitir. Sentía una mezcla de curiosidad y temor. ¿Qué podría haber allí, en lo más profundo de la selva, que incluso Carlos no sabía con certeza?

Esa noche, mientras las estrellas brillaban débilmente sobre la copa de los árboles y el sonido de la selva los envolvía, José se quedó despierto más tiempo de lo habitual, escuchando los ruidos a su alrededor. Algo en el aire se sentía diferente, como si la selva estuviera conteniendo la respiración, esperando algo.

—Mañana lo descubriremos —se dijo a sí mismo, mientras finalmente cerraba los ojos, sabiendo que el día siguiente cambiaría sus vidas para siempre.

Los Guardianes del AmazonasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora