4. Curar heridas

5 1 6
                                    


El entrenamiento al estilo militar nunca fue fácil para ellas, especialmente considerando la edad que tenían en aquel entonces, apenas once años. Eran niñas pequeñas que a veces solo querían jugar y disfrutar de su infancia como cualquier otra, pero sus vidas no eran como las del resto. "Tienen buen potencial, son fuertes y más maduras que el promedio" fue lo que les dijeron un año atrás, junto a otro grupo de niños, para convencerlas de unirse a aquella resistencia secreta y ser entrenadas como pequeños soldados. A espaldas de sus padres, entrenaban por las tardes para adquirir las habilidades necesarias que, algún día, les permitirían salvar el mundo. Aprender a pelear cuerpo a cuerpo, conocimientos sobre armas de fuego, ser lo suficientemente inteligentes para idear planes estratégicos; todo eso se convirtió en su día a día después de la escuela.


Al menos agradecían tenerse la una a la otra para apoyarse en esas difíciles circunstancias. Podían compartir juntas todas las quejas internas que sentían por el exigente entrenamiento, quedarse a dormir en la casa de la otra para aliviarse de las pesadillas que tenían la mayoría de las noches o, como en esta ocasión, tratar las pequeñas heridas que se formaban después del arduo trabajo. Al finalizar cada entrenamiento, recibían asistencia en la enfermería para las heridas más graves, pero lesiones menores, como un moretón casi invisible o leves rasguños en los pies, eran ignoradas; les decían que podían lidiar con eso por sí mismas.


Se encontraban en la casa de la mayor de las dos. Era tarde, al menos para ellas; las once de la noche les hacían sentir como pequeñas bandidas, considerando los horarios que sus padres les imponían. Sin embargo, en las pijamadas, esas reglas parecían no aplicarse. Astrid, de piel morena, con un largo y hermoso cabello rizado y unos bellos ojos verdes, estaba aplicando un pequeño ungüento en la parte baja de la espalda de su amiga Angélica. Lo hacía con cuidado, sus manos moviéndose lentamente para no causarle dolor, mientras Angélica, sentada frente a ella, se quejaba de vez en cuando por la molestia del roce sobre la piel sensible.


Angélica, por su parte, tenía un largo y peculiar cabello rojo como el fuego, un color inusual en cualquier persona normal, aunque siempre ponía la excusa de que era teñido. Para Astrid, en cambio, ese cabello era el más hermoso que había visto en su vida.


Después de algunas pequeñas quejas, la niña de cabellos rojos se acomodó el pijama mientras tomaba el ungüento para devolverlo a su lugar. Lo había tomado de la cómoda de uno de sus padres y ahora lo guardaba en un pequeño cofre donde tenía algunos collares y pulseras, para ocultar la crema destinada a tratar sus heridas leves. Odiaba preocupar a sus padres, por lo que Astrid era la única que la ayudaba en ese tipo de situaciones.


El entrenamiento de aquel día había sido tedioso y difícil; afortunadamente, lo peor que recibió fue un pequeño moretón, aunque seguía resultándole molesto durante el camino de vuelta a casa. Por eso, planificó de forma improvisada una pijamada con su amiga. Sus padres no se quejaron al respecto, ya que estaban acostumbrados a que la pequeña Astrid pasara tiempo en su casa, al igual que los padres de Astrid estaban acostumbrados a recibir a Angélica.


Angélica compartió sus pijamas para que su amiga se sintiera cómoda en su hogar. Después de la pequeña sesión de cuidado de la herida, Angélica le hizo un lindo peinado a Astrid como agradecimiento y le pintó las uñas para darle un mejor toque, según sus palabras. Por su parte, Astrid también le hizo varios peinados a su amiga como si fuera una muñeca Barbie; adoraba tanto el cabello de Angélica que se divertía con las mil ideas que le venían a la cabeza. Cuando al fin ambas estuvieron satisfechas con lo que habían hecho, procedieron a tomarse unas fotos con la cámara de Angélica para capturar cada momento de esa pijamada. Siempre hacían lo mismo en esas pequeñas fiestas improvisadas donde solo ellas eran las invitadas, como si el mundo que tanto las estresaba se desvaneciera por un momento, permitiéndoles ser felices y normales por una vez.


Eso significaban las pijamadas para ellas: curar las heridas físicas y emocionales de la otra con pequeños, pero enormes gestos que significaban el mundo para ambas. Por eso, para Angélica fue tan doloroso cuando su amiga tuvo que irse del estado por varios años. La razón oficial era que había ido a una mejor escuela, pero Angélica sabía muy bien que solo era una excusa. Sin embargo, pasó cada día de los siguientes cuatro años esperando a la chica que más la hacía feliz, recibiendo con alegría cada una de sus cartas y anhelando el día en que pudieran volver a verse frente a frente.


Cuando ambas cumplieron quince años, finalmente pudieron reencontrarse. Era extraño ver cuánto habían cambiado físicamente, especialmente en cuanto a altura. Astrid era mucho más alta que Angélica, quien, lamentablemente, no creció tanto como había imaginado. Aun así, no importaba lo diferentes que eran por fuera, porque por dentro seguían siendo esas niñas que buscaban desesperadamente compañía y entendimiento mutuo. Con solo verse nuevamente, supieron que aquella parte de sus corazones que había llorado tanto buscando a su otra mitad al fin había regresado.


Pasados los días, en específico un sábado de marzo, Angélica sintió un fuerte déjà vu. Se encontraba sentada en su cama junto a Astrid, a quien le aplicaba un ungüento para el moretón que había aparecido en su espalda debido a la misión que ambas habían llevado a cabo esa mañana. Mientras pasaba sus dedos por la espalda de su amiga, sintió cómo se sonrojaba un poco, lo que la llevó a recordar aquella última pijamada que habían tenido años atrás, antes de que Astrid se fuera por un buen tiempo.


—¿Sucede algo? —preguntó Astrid al notar que los dedos de Angélica habían dejado de masajear la herida. Además, sintió cómo la cabeza de su amiga se apoyaba ligeramente sobre su hombro.


Sin querer responderle, Angélica continuó con su acción, acercándose más a su amiga y colocando sus brazos alrededor de ella para darle un cálido abrazo, mientras ocultaba su rostro en el hombro de Astrid. Esta última ya se encontraba levemente sonrojada por la inesperada actitud de la chica de cabellos rojos. Quiso preguntarle algo más, pero la vergüenza la dominó en ese momento. ¿Si decía algo más, Angélica haría otra cosa para mantenerla atrapada en aquel bochorno tan evidente?


—Solo estoy feliz de que hayas vuelto.


"Maldita astuta", pensó Astrid mientras se sonrojaba aún más por la respuesta de su amiga, quien apretó el abrazo para sentirla más cerca. No quiso quedarse atrás, por lo que respondió apretando su abrazo con la misma intensidad.


—Yo también estoy feliz de tenerte de vuelta —dijo, sintiendo que su corazón latía más rápido.


Aquellas palabras fluyeron entre ellas mientras se aferraban la una a la otra, como si el tiempo nunca hubiera pasado. Astrid sintió que la calidez de Angélica borraba cualquier rastro de la distancia que las había separado. Ambas sabían que, sin importar cuánto tiempo estuvieran separadas, su conexión seguía intacta. Con solo tener a la otra cerca, sentían que las heridas físicas y emocionales se mantendrían sanadas gracias a la sonrisa de la chica más especial de sus vidas.

«Love Comes In Different Ways» Flufftober 2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora