𝐗𝐗𝐕𝐈. 𝐋𝐀 𝐑𝐄𝐈𝐍𝐀 𝐌𝐀𝐃𝐑𝐄. 𝐏𝐀𝐑𝐓𝐄 𝐈

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Capítulo 26

Una carroza de la casa Worwick avanzaba lentamente hacia las puertas del castillo de Northlandy, custodiada por un pequeño grupo de guardias a caballo, dejando a su paso el sonido de los cascos de los equinos junto al tosco ruido de las pesadas ruedas que retumbaban sobre las piedras del camino. 

Dentro de la carroza, yacía la reina Diana junto a su sirviente, disfrutando de la tranquilidad del viaje, cuando, sin previo aviso, la carroza se detuvo con un violento sacudón. 

Diana brincó sobre el suave sillón, mostrando en su rostro una expresión de confusión y miedo. Ella se levantó de su asiento y se asomó por la ventana, buscando una respuesta sobre lo ocurrido, y lo que vio la dejó helada: una turba de aldeanos furiosos y amenazantes bloqueaba el camino y pronto comenzó a escuchar el bullicio proveniente del exterior. 

Los gritos y reproches llenos de rabia de la multitud se hicieron más fuertes y antes de que los guardias pudieran reaccionar, objetos comenzaron a impactar contra la carroza, arrojando a Diana de nuevo a su asiento. Piedras de todos tamaños, tomates podridos y lo que parecían ser trozos de madera volaban por el aire, estrellándose contra las ventanas y las paredes del vehículo. 

—¡Es ella! ¡La reina está ahí dentro! —gritó un hombre entre la multitud, incitando a los demás a continuar con el ataque. 

El primer impacto rompió el cristal de una de las ventanas, haciendo que Diana gritara de susto. Ella se arrinconó dentro de la carroza junto a su sirviente, intentando protegerse de los ataques, mientras los guardias formaban un anillo defensivo alrededor de la carroza. Las espadas se desenvainaron, pero la turba, decidida a derribar el vehículo, se lanzaba sin descanso. 

—¡Abran la carroza! —vociferaban. 

—¡Si no podemos entrar al castillo, mataremos a la reina maldita aquí mismo! —gritó otro hombre. 

El caos se intensificó. Diana escuchaba el crujir de las puertas bajo la presión de la multitud, mientras los guardias intentaban contenerla. 

A lo lejos, el pequeño Rewan, que había escapado del castillo para dar una vuelta por el pueblo, divisó la conmoción. El corazón del niño se aceleró al ver lo que sucedía y en medio del alboroto, logró ver en una edificación cercana al consejero de Darcel, quien intentaba esconderse bajo una capucha negra. Sin embargo, Rewan lo reconoció fácilmente por sus vestiduras y, por supuesto, por su rostro, visible en algún momento para él. 

El consejero parecía estar dándole órdenes a un guardia con cierto afán, pero algo más captó la atención del niño. Él vio claramente cómo ese guardia le abría el paso a dos hombres desconocidos, armados, quienes comenzaron a repartir dagas y cuchillos entre la multitud para que se enfrentaran a los guardias que protegían la carroza. Pronto, varios hombres estaban intentando abrir las puertas y sin pensarlo dos veces, Rewan corrió colina abajo hacia el castillo para avisar lo que estaba ocurriendo. 

Dentro de la carroza, Diana y su sirviente luchaban desesperadamente por mantener la puerta cerrada, pero ellos eran mucho más fuertes que ellas. 

—¡No podremos aguantar mucho más, majestad! —sollozó la sirviente, aferrada a la manija con todas sus fuerzas. 

La presión fue tanta que la puerta se abrió de golpe, y la turba se lanzó dentro, arrastrando a Diana y a su sirviente fuera del vehículo sin piedad. Varias personas jalaban a Diana por su vestido, haciéndola caer bruscamente al suelo. Ella sintió cómo sus rodillas se rasparon contra las rocas del camino, y un dolor punzante recorrió su cuerpo. Sus manos temblaban mientras intentaba ponerse de pie, pero la multitud no dejaba de avanzar. 

𝐕𝐀𝐋𝐊𝐎: 𝐂𝐄𝐍𝐈𝐙𝐀𝐒 𝐂𝐎𝐋𝐎𝐑 𝐏𝐋𝐀𝐓𝐀Donde viven las historias. Descúbrelo ahora