La insolente

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Fina, es suya la insolencia.

Sepa dominarla y la llevará lejos. Con suerte la llevará lejos, aquí. 

Doña Marta tampoco firmó su respuesta. Simplemente arrancó la página, la dobló con el mismo sigilo con el que ella había recibido la suya y se dirigió al escritorio de la joven redactora. La dejó cuidadosamente debajo de su máquina de escribir, apagó las luces y dejó la oficina. Se fue pensando que su padre la habría reprendido por haberse permitido esa confianza con una empleada. Pero ella era una mujer adulta que había luchado toda su vida por «pertenercerse a sí misma». Se iba a dar esa licencia a sí misma, claro que sí.

Al día siguiente Fina llegó temprano, como el resto de los empleados de la redacción. Era martes y estaba animada porque iba a proponer el miércoles un tema muy interesante para trabajar en la edición de fin de mes. Cuando se dispuso a organizar sus cosas vio la pequeña nota donde la había dejado doña Marta. Otra vez sintió esa punzada en el estómago que no lograba identificar. Otra vez.

La tomó entre sus manos y por instinto la llevó primero a su nariz antes que abrirla para leerla. No se equivocó con su intuición: la nota olía a Doña Marta. Era de ella. Olía a ella, ese aroma enigmático, seductor y femenino. Todo lo que doña Marta tocaba quedaba impregnado de su olor, ese tan característico suyo, de notas dulces.

No sabía todavía si debía abrirla. Estaba asustada. ¿Se trataría de una reprimenda? Es que cómo se le había ocurrido a ella escribirle una nota a la dueña y directora de la revista como si fueran amigas de toda la vida, cómo se le había ocurrido abordar así a doña Marta de la Reina, la inaccesible Marta de la Reina. ¿Se estará confundiendo con ella como le advirtió Isabel? Le palpitaba fuerte el corazón. No sabía que sensación dominaba más en su cuerpo: si el pálpito de su corazón o las punzadas en su vientre.

Cuando estaba decicida a abrirla vio a Petra acercándose a ella.

—Fina, acuérdate que mañana hay consejo de redacción. Espero que tengas un buen tema pensado porque por los rumores que me han llegado tu artículo no ha caído nada bien. Estás en zona de peligro, Fina, y para lo que te ha costado llegar aquí sería una pena ponerlo en riesgo. —Le dijo en tono de advertencia.

Fina la escuchó pero no le importó. Acababa de abrir la nota y de leerla. Ahora, a la punzada en el estómago y al pálpito de su corazón se le sumaba la sensación de un ligero temblor. No pudo evitar sonreír. Doña Marta le había permitido esa pequeña intimidad. No le había molestado, al contrario, le había correspondido. Sonreía también porque sintió que doña Marta no podía dejar de ser la mujer implacable que era, entonces le correspondía a esa pequeña intimidad pero sin dejar de marcar distancia y autoridad. 

Camuflaba en un tono de reprimenda lo que en realidad era un halago. La palabra insolencia no tenía una connotación negativa para ella y menos en ese contexto. Le encantaba ser descrita con esa palabra porque en el fondo ser una «insolente» le había permitido dejar de ser la «hija del chófer» para convertirse en una periodista. Ser insolente le había permitido, contra toda probabilidad, dejar a su pueblo y estar en la capital, en la revista de mujeres más prestigiosa del país. Sabía que Damián de la Reina había intervenido en esa decisión, pero también sabía que se había ganado la confianza de don Damián a punta de trabajo. De esa insolencia suya de leer, de devorar libros, de apuntarse a clases por correspondencia perteneciendo a la clase obrera, es decir, destinada para labores manuales y no intelectuales.

Se quedó con esa sonrisa toda la mañana y de hecho todo el día. No vio a doña Marta durante todo ese martes. Era normal, la directora se ausentaba con cierta frecuencia de la oficina para visitar a los clientes, es decir a las empresas que pagaban mucho dinero para que su publicidad apareciera en la revista. La sonrisa le duró incluso hasta el miércoles en la mañana, el día del nuevo consejo de redacción. Fina llegó puntual e impecable como siempre. Se maquillaba con mucho cuidado y delicadeza. Su pelo castaño a media espalda siempre estaba prolijo. Sus labios siempre maquillados en tonos rosas y sus preciosos ojos almendrados siempre delineados. Aunque ella no se daba cuenta, siempre hacía que hombres y mujeres se volvieran a mirarla una segunda vez. Por curiosidad, por envidia, por admiración o por deseo.

Letras prohibidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora