Desde su cuello hasta sus caderas

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Doña Marta llegó a trabajar ese jueves como todos los días: temprano e imponente. Nadie sabía, y nadie debía saber, lo temprano que debía despertarse una mujer como ella cada día para poder corresponder a la imagen que el mundo tiene y espera de ella: altiva, fuerte, hermosa e impecable. Cada día doña Marta tenía que invertir mucho tiempo en moldear sus perfectas ondas rubias, en delinear y sombrear sus profundos ojos azules y en escoger cuidadosamente cada uno de sus trajes y eso implicaba que no tuviera tiempo de tomar un buen desayuno ni de leer la prensa con calma, como podían hacerlo su padre, sus hermanos o su marido cuando estaba en casa. Como podía hacerlo un hombre.

Ese día, particularmente, había escogido una chaqueta roja para complementar una camisa rosa pálida. El rojo la hacía sentir especialmente segura así que trataba de usarlo a menudo. Llegó a su oficina como siempre. A las prisas y apenas habiendo bebido unos sorbos de café y tomado dos bocados del croissant que compraba en la panadería francesa de la esquina. No había terminado de entrar a la oficina cuando vio a Fina caminando hacia ella, decididamente. Le dijo buenos días, puso una nota en sus manos y se fue tan pronto como llegó.

«Aquí vamos de nuevo con esta chica» pensó. «Voy a tener que decirle que no debe agradecerme cada vez que le de un voto de confianza porque si así fuera, tendría mi oficina llena de notas de todos los empleados». Aunque luego pensó que eso no era verdad. Que ninguno de sus otros empleados se atrevería a darle una nota de agredecimiento porque eso solo lo haría alguien... insolente, exacto, volvió a pensar y sonrió. Dejó la nota encima de una pila de libros de su escritorio. Lo leería más tarde, ahora tenía que atender llamadas y clientes.

Sin embargo le picaba la curiosidad. ¿Qué se le había ocurrido escribirle ahora a su redactora feminista que quiere cambiar el mundo? Llevada por la curiosidad, y poco antes del medio día, tomó la nota que venía envuelta en un pequeño sobre reutilizado que, seguro, había tomado del escritorio de Claudia. Cuando lo abrió descubrió que era una nota más larga que aquella de la primera vez y se desconcertó. ¿qué tanto tenía para decirle? Así que se acomodó en su silla y empezó a leer:

Me dijo usted ayer que no conocía a ninguna mujer homosexual y menos a una mujer homosexual poeta. Así que espero me permita la insolencia de presentarle a una. Aquí tiene lo que escribe una poeta homosexual. Así se ve el poema que le escribe una mujer a otra mujer.

PD: Me lo ha dado su traductora de manera confidencial. No saldrá en el libro y no saldrá en el artículo. Usted confía en mí y yo confío en usted, señora De la Reina.

El poema flotante

Pase lo que pase con nosotras, tu cuerpo

acechará al mío: tierno, delicado

tu forma de hacer el amor, como los brotes

de frondas semi-rizadas en florestas

recién bañadas por el sol.

A media nota, en este punto, se detuvo, muy nerviosa. Se dio cuenta que tenía la respiración agitada y que sentía, sin lugar a dudas, las mejillas sonrojadas. Cerró los ojos por un instante, inspiró profundamente, expiró con calma y continuó.

Tus muslos viajeros y generosos

entre los cuales mi rostro entero se ha venido una y otra vez:

la inocencia y sabiduría del lugar que mi lengua ha encontrado ahí:

el baile vivo e insaciable de tus pezones en mi boca:

tu tacto firme, protector, buscándome,

tu lengua fuerte y tus dedos esbeltos

Letras prohibidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora