Había una especie de nosotras

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Hasta que llegó el sábado, el día de cierre de edición, doña Marta leyó los avances de Fina cada día. La citaba en su oficina a las 5 de la tarde, leía en silencio el texto de Fina y hacía algunos comentarios. Le había dedicado 10 minutos cada día a ese texto, a Fina, cosa que raramente sucedía. Isabel, Jacinto, Begoña, María, Petra y Luz, los otros redactores, la observaban con desconfianza. Carmen, la editora en jefe, igualmente. 

El lunes Fina llegó a primera hora a la oficina, estaba nerviosa porque el domingo se había publicado su primer artículo en «Anhelos de mujer» y no sabría cuáles serían las reacciones. Al pasar por la puerta vio que doña Marta también había llegado temprano, lo supo porque la estela de su olor llenaba todo el espacio y porque su oficina tenía la puerta abierta y, en cuanto la vio, le hizo a Fina una señal para que entrara. Ambas estaban radiantes. Doña Marta porque era habitual en ella estar siempre impecable, siempre distinta a todas las mujeres, siempre inalcanzable. Fina porque aunque siempre era vanidosa, este día lo era más. Si iba a tener que recibir palos, los iba a recibir también impecable, también hermosa, también digna. Entonces usó uno de sus vestidos favoritos, de patrones geómetricos y cinturón amarillo y soltó su largo y abundante pelo castaño. 

—Buenos días, doña Marta. Llega usted temprano.

—Usted también, Fina. Siéntese.

—He recibido varias llamadas por la publicación de ayer, especialmente con respecto a su artículo —le dijo en un tono muy serio, más de lo usual.

Fina mantenía la cabeza muy en alto y se esforzó por tener una expresión neutra en su rostro y en sus ojos ámbar almendrados. Estaba orgullosa de lo que había hecho, pero aún así le temblaban las piernas de miedo, aunque hacía un esfuerzo enorme para que no se notara.

—Voy a ser honesta con usted, Fina. Le dijo doña Marta, con su claridad y severidad de siempre, mientras ella sentía que el mundo se hundía sus pies.

—Recibí una llamada de Monseñor Agustín Mendieta. Está muy inconforme con el artículo, dice que este no es nuestro estilo y pidió, casi exigió, prescindir de sus servicios. Dice que el mundo ahora está lleno de malas influencias para las mujeres y que no podemos ser una más. Que nuestra revista siempre ha sido un resguardo de buenas costumbres y una aliada de mujeres que cuidan sus hogares y sus maridos, no un medio para que las mujeres sigan relajando su moral exigiendo más de lo que ya se les da. Estaba muy enojado, no le voy a mentir.

Fina cruzó y descruzó sus piernas, se movió incómoda. Pero en lugar de sentirse avergonzada o triste, sintió que su rostro se iba endureciendo por la rabia.

—Lo siento por haberle causado esta molestia, doña Marta. Y también lo siento con Monseñor, pero el mundo y las mujeres están cambiando, ya estamos en 1970. Las mujeres seguimos cambiando y luchando, como lo hemos hecho desde siempre, quiera él o no. Le agradezco la oportunidad que me dio, aunque sé que se debe sobre todo a mi padre. Voy a recoger mis cosas. No estaré para cuando el resto de los emplados esté aquí. —Estaba al borde de las lágrimas. Una mezcla de rabia y tristeza.

—No he terminado, Fina. Haga el favor de permanecer sentada.

Fina volvió a reacomodarse en la silla. Mirando directamente a los ojos azules profundos de doña Marta que no habían dejado de fijarla ni por un segundo. Esos ojos enigmáticos que no sabías si el segundo siguiente iban a sonreírte o despreciarte.

—También recibí la llamada de varias amigas... lectoras de toda la vida de esta revista. Compañeras de estudio y miembros de lo que llaman la « alta sociedad » de esta ciudad. Lo que voy a contarle me lo dijeron ellas a modo de confidencia. No puede salir de aquí.

Fina percibió como doña Marta matizó su voz y sintió que entró en la zona de confidencia. No lo podía creer. La inalcazable Marta de la Reina, una de las mujeres más poderosas, más ricas, inteligentes y bellas del país quería hacerle una confidencia. A ella, a la hija del antiguo chófer de su padre que se quedó en la provincia cuando ella, Marta, se vino a estudiar a la capital, a casarse con un diplomático y a crear su propio negocio.

—Dígame, doña Marta. Lo que usted diga hoy, o en cualquier momento, jamás saldrá de aquí.

—Están muy contentas con su artículo —y esbozó esa sonrisa que Fina ya conocía, una muy sútil, una que necesita que prestes atención para verla—. Dicen que jamás lo sostendrán en público, pero que usted le puso palabras a muchas de sus sensaciones. De hecho, dos de ellas, quieren contactar al movimiento de las francesas para hacer una donación anónima a la causa. Están agradecidas porque por fin alguien se atreva a hablar de eso en otro lugar distinto a los pasillos universitarios o los movimientos clandestinos de izquierda, al que ninguna de nosotras puede acceder.

Ahora la que sonreía, abiertamente, era Fina. Y sus ojos ámbar se achinaban entonces más que nunca.

—Voy a seguir apostando por usted y apostando por este tipo de textos, Fina, pero vamos a tener que ser más cuidadosas y estratégicas.

Ese « vamos », ese uso del plural de doña Marta que implicaba que eran aliadas, que estaban juntas en esto, que había una especie de "nosotras" en igualdad de condiciones, le generó una pequeña punzada en el estómago, una placentera. Y entonces sonrió con nerviosismo.

—Por ahora vamos a darle un descanso a esto. Que el artículo se lea, que se asimile, que genere las reacciones que deba generar. Las próximas semanas haga artículos tradicionales. Hable sobre recetas y ejercicios para marcar la cintura. Eso la mantendrá fuera del radar, especialmente fuera del radar del Monseñor, pequeño hombre insoportable. ¿Estamos de acuerdo?

—Perfectamente entendido, doña Marta —dijo Fina riéndose por lo improbable de haberle escuchado decir a doña Marta, que provenía de una familia tan conservadora y católica, que Monseñor era un pequeño hombre insoportable. Doña Marta también sonrió al verla. 

Cuando se puso de pie, y justo antes de irse, doña Marta se puso de pie con ella para despedirla y le guiñó el ojo, Fina sonrió. Y entonces de nuevo la punzada, de nuevo.

Tan pronto se llegó a su escritorio, Fina tomó un pequeño papel, no para escribir en su máquina, sino para escribir una notita de su puño y letra, con una caligrafía nerviosa y antes de que llegaran sus compañeros, empezó a escribir :

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