Supongo que tenemos una cita

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Doña Marta se quedó así, recostada y mirando hacia el cielo raso durante un largo tiempo. Encendió un cigarrillo y se lo fumó lentamente. Miraba embelesada como el humo, grisaceo y pesado, dibujaba formas abstractas en el aire. No recordaba la última vez que había fumado. No lo hacía con frecuencia, de hecho no lo hacía casi nunca pero hoy era distinto, era un día distinto. Jaime, que venía de una familia de médicos, se lo tenía prohibido. Pero hoy, más que nunca, Jaime no estaba. Ni presencial ni simbólicamente. Hoy Marta era muy suya «pertenecerse a sí misma».

A medida que el cigarrillo se iba consumiendo, y que la sangre dejaba de bombear en su vientre bajo, le sobrevinieron los pensamientos intrusivos. ¿Y ahora cómo iba a llegar a la oficina mañana, cómo iba a mirar a la cara a Fina, cómo iba a mirar esos expresivos ojos almendrados que le devolvían siempre una mirada tan atenta, tan intensa? Reincorporándose en el sofá se respondió a sí misma: «Pues como siempre, Marta. Disimulando y con la cabeza muy en alto. Eres la directora. Eres una De la Reina. Lo harás todo como siempre lo has hecho y esto... Esto ha sido un pequeño paréntesis. Una excentricidad que te has permitido, y que puedes permitirte, pero nada más. Nada cambia, nada ha cambiado. Sigues siendo Marta de la Reina, una mujer casada. Casada con un hombre. Sigues siendo la heredera de los De la Reina y Fina... Fina sigue, además de una mujer, una empleada tuya recién contratada. La hija del ex chófer de tu padre. Se tranquilizó con esa idea y se fue a la cama. Se quedó dormida rápidamente. Fue un sueño reparador, plácido, tanto que se le hizo un poco tarde y no fue la primera en llegar a la oficina esa mañana.

—Doña Marta, buenos días. Pero qué buena cara tiene hoy. Perdóneme que se lo diga —Le dijo Claudia apenas la vio cruzar la puerta.

—¿Ah, entonces el resto del tiempo no me ves buena cara, dices? —respondió Marta de buen humor.

—Doña Marta, no me malentienda, por favor. Siempre tiene usted buena cara, pero hoy mejor, o sea, lo que quiero decir es... mejor dicho, ay....esto me pasa por... —dijo Claudia nerviosa, bajando la voz en la última frase.

—Que no pasa nada, Claudia, es una broma. Gracias y buenos días —le respondió Marta con una sonrisa salvando a su secretaria de seguir haciéndose un lío.

Antes de cruzar la puerta de su oficina vio a Fina de espaldas, en el fondo de la redacción. Y entonces sintió un corrientazo, una electricidad que la atravesó desde la punta de la cabeza a los pies. Entró y se sentó, o mejor, se hundió en su escritorio, y pensó «estoy en problemas». Marta se había ido a dormir la noche anterior creyendo que ese episodio se trataba de una excepción. De un arrebato puntual quizá debido a la larga ausencia de su marido, a la soledad. A la novedad de descubrir el literario deseo de una mujer por otra, a la falta de roce sexual en su vida matrimonial, en fin. Se dio a sí misma muchas hipótesis que pudieran explicar la turbación de esa nota y el intenso orgasmo que ese poema homosexual y la imagen de Fina le habían provocado.

Se había tratado de convencer de que ella tenía el control de la situación. Que esta mañana lo de anoche sería apenas un recuerdo. Uno que pertenecía a su intimidad, a sí misma. Algo que nadie sabría jamás y que nunca trascendería. Pero no fue, no era así.

El corrientazo había sido lo suficientemente intenso como para no poder ignorarlo. Sí, Fina producía cosas en su cuerpo y en su mente sin siquiera hablarle, sin tocarla. Fina, una mujer. Fina, una empleada. Fina, una chica 10 años menor que ella. ¿Qué se suponía que hiciera ella con eso?, ¿cómo retomar el control de esta locura? Decidió que, por ahora, lo mejor era ignorarlo y alejarse de Fina tanto como pudiera. Ignorar sus emociones e ignorar a Fina. De modo que el resto de la semana trató de estar fuera de la oficina tanto como pudiera y reducir sus contactos con Fina al mínimo posible. Y así lo hizo.

Letras prohibidasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora