cap 19

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*aviso este capítulo es más largo que los anteriores por el contexto*
Narrado por Aurora

El camino se vuelve cada vez más silencioso, como si el mundo quisiera obligarme a mirar hacia adentro. Miro por la ventana del auto, y el paisaje rural parece un cuadro colgado en una galería que ya no visito. La calma de este lugar no me relaja; me pesa. Me recuerda todo lo que debería sentir y no siento.

—Ya llegamos —dice Fernando, tomando mi mano con esa calidez que intenta sostenerme, sin darse cuenta de que me estoy cayendo por dentro.

Frente a nosotros está la casa de sus padres. Blanca, prolija, con un jardín tan perfectamente cuidado que parece una maqueta de felicidad. Huelo flores, tierra mojada y… pasado. Me late la sien. Me late el recuerdo.

Una mujer sale con los brazos abiertos.

—¡Fer, mi amor! —lo abraza como si no lo hubiera visto en años. Después, me mira—. ¿Y vos sos Aurora?

—Sí, un gusto —respondo con una sonrisa que uso frente a estudiantes inseguros el primer día de clases. Esa sonrisa que dice “no soy una amenaza”, aunque a veces quisiera serlo.

Ella me abraza. Y yo me dejo.

Después aparece el padre. Más reservado, con una cortesía distante.

Nos sentamos a almorzar. En la mesa, platos abundantes, anécdotas de infancia, risas. Yo escucho, asiento, participo. Juego mi papel como si fuera una obra de teatro. Una obra que ya me sé de memoria, pero que no termina de convencerme.

Hasta que llega la pregunta:

—¿Y vos, Aurora, a qué te dedicás?

—Soy profesora universitaria. Filosofía. También doy seminarios sobre ética contemporánea y pensamiento crítico —respondo. Siempre intento sonar segura, aunque a veces ni yo sé si creo en todo lo que enseño.

—Ah, mirá vos —dice el padre—. Filosofía. Eso sí que es… profundo.

—A veces demasiado —respondo, medio en broma, medio en serio.

—¿Y qué tal es trabajar con universitarios? —pregunta la madre, con una sonrisa amable.

—Exigente. Pero apasionante. Si uno se permite la contradicción, claro.

Todos ríen suavemente, sin entender del todo. Fernando me aprieta la mano bajo la mesa, orgulloso. No entiende que en este momento preferiría estar sola en un aula vacía, con mis libros, mis dudas, mis silencios. Todo menos estar fingiendo pertenecer.

Y ahí, en medio de esa mesa llena de "normalidad", pienso en ella.

En Abigail.

En su manera caótica de existir, en cómo desarmaba cualquier lógica que yo creyera tener. En cómo su silencio podía decir más que todos mis tratados sobre el lenguaje. En cómo, al mirarla, entendía lo que era la contradicción hecha carne.

Ella, que me juro no querer a nadie.

Ella, que me dijo que no estaba lista para ser de nadie.

Y ahora… está en las portadas de las revistas con Linda. De la mano. frente a los flashes. Como si todo lo que dijo antes no hubiera existido.

—¿Estás bien, mi amor? —me pregunta Fernando, notando el temblor detrás de mis ojos.

—Sí… solo estoy cansada —respondo. Porque decir la verdad sería demasiado cruel.

Después del almuerzo, subimos. La habitación huele a suavizante y madera. Me acuesto. Su pecho bajo mi mejilla. Sus dedos enredándose en mi pelo como si pudieran calmar el caos que habita en mí.

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