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Sentada en el sofá del salón, observo a mis padres mantener una de sus habituales discusiones. Después de que el agente de policía nos dijera que Geoffrey Stevenson había sido detenido y que necesitaban que Harry y yo fuéramos a declarar a la comisaría, mi madre estalló en gritos de enfado e indignación; no está dispuesta a que ese tema esté de nuevo presente en nuestras vidas, teniendo en cuenta lo mucho que le ha costado superar el hecho de que su hija mayor hubiese estado a punto de morir.

—¡No pienso dejar que vuelva a tener nada que ver con ese hombre! —grita mi madre, dando vueltas alrededor del salón. Mi padre, con una expresión de circunstancia dibujada en su rostro, la sigue, intentando calmarla.

—Harry y ella son los dos únicos testigos que tienen —le explica—. Necesita ir.

Mi madre se gira hacia él, con los brazos en jarra y las mejillas coloradas.

—Pues que se busquen a otros.

Él sacude la cabeza.

—Amber, no puedes entorpecer una investigación policial.

—¡Es mi hija!

Nuestra hija —la corrige mi padre—. Por el amor de Dios, ¡no le va a pasar nada! Va a estar rodeada de policías, y Harry va con ella.

—¿Y eso debería tranquilizarme? ¡Fue él quien la metió en todo aquello! ¡Por su culpa casi perdemos a nuestra hija, Patrick!

No tardo en ponerme en pie.

—No le eches las culpas a Harry —le digo, furiosa—. Fue idea mía. Asúmelo de una vez.

Mi madre me lanza una mirada que podría haberme enterrado cinco metros bajo tierra. Después la clava en mi padre, que permanece en silencio.

—A ti tenía que salir —murmura, entre dientes. Tras ello, se da media vuelta y sale rápidamente del salón. Durante varios segundos, sus pasos percuten por toda la casa hasta que se oye el estruendo de una puerta y éstos desaparecen.

Me padre se gira hacia mí, sin moverse del sitio en el que lleva anclado varios minutos. Me lanza una mirada y suelta un suspiro, aproximándose al sofá y dejándose caer en él. Yo lo observo, en silencio, hasta que decido hablar y compartir con él la pregunta que lleva rondándome la cabeza desde ayer.

—¿Por qué defiendes lo que hice?

Él alza la vista y me mira, sacudiendo la cabeza.

—No te confundas, Allison —me dice—. Lo que hiciste me pareció una completa imprudencia y me asusté mucho cuando la policía se puso en contacto con nosotros. No puedo defenderte en eso porque arriesgaste tu vida hasta el extremo.

—¿Entonces?

Mi padre exhala sonoramente.

—Defiendo tu forma de pensar, porque en eso, tal y como ha dicho tu madre, te pareces mucho a mí.

Me dirijo hacia él y ocupo el hueco libre a su izquierda, pues sé lo que viene ahora: una anécdota sobre su juventud que justifique sus palabras. Es lo que hace siempre.

—Cuando era pequeño —comienza—, entraron a robar en casa de un vecino. Por lo visto, hubo un forcejeo y los asaltantes terminaron acabando con la vida del hombre. Me pasé todo el día en la ventana, observando a los policías entrar y salir de la casa. Era como estar dentro de una película.

»Dio la casualidad de que, por aquel entonces, yo estaba comenzando a sacar a la luz mis dotes de escritor y necesitaba una buena historia con la que impresionar a mis padres y a mis amigos, así que, esa misma noche, decidí colarme en la casa de mi vecino muerto.

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