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—¿Seguro que estarás bien?

Pongo los ojos en blanco. Es la quinta vez que mi madre me pregunta lo mismo en menos de una hora. Mi hermano, que permanece bajo el umbral del salón con la mochila colgada a la espalda, observa la escena con impaciencia.

—¿Podemos irnos ya? —pide con cierto enfado—. Voy a llegar tarde.

Mi madre ignora su comentario e insiste en su pregunta con la mirada.

—Mamá, deja de preocuparte tanto. Estoy bien, ¿vale? —sonrío para reforzar mis palabras.

Ella asiente, no muy convencida.

—De acuerdo —suspira, recolocándose el bolso—. He dejado la comida preparada en la nevera, para que solo tengas que calentarla.

—Perfecto, gracias.

Vuelve a asentir y hace ademán de dirigirse a la la puerta, pero se gira de nuevo hacia mí.

—Si te encuentras mal me llamas por teléfono, ¿sí? Ah, y procura no andar descalza o...

—¡Mamá! —exclamo.

—Está bien, está bien. —Se acerca y me da un beso en la frente—. Ten cuidado.

—Lo tendré —resoplo.

Suelto un suspiro cuando escucho la puerta cerrarse y me invade la tranquilidad de la casa. Me acurruco entre las mantas y apoyo la cabeza contra el respaldo del sofá, intentando ignorar el dolor de huesos que recorre mi cuerpo.

El suave crepitar de las llamas procedente de la chimenea es suficiente para sentirme reconfortada. Por primera vez en días no está lloviendo y algunas rendijas de sol se cuelan entre las nubes que cubren el cielo. No obstante, las temperaturas siguen siendo gélidas y sé que la ciudad no tardará en cubrirse con sus habituales mantos de nieve inmaculada.

Apenas trascurren unos minutos cuando comienzo a caer en un estado de semiinconsciencia. Mis pensamientos se vuelven incoherentes y borrosos, pero aún puedo escuchar el débil sonido del fuego a lo lejos y los crujidos de la madera al contraerse por el frío. Aunque ahora me encuentro mejor, esta noche apenas he podido dormir a causa de la fiebre, por lo que mi cuerpo, fatigado y más pesado que de costumbre, me pide a gritos un descanso.

Estoy a punto de sumirme en un profundo sueño cuando el sonido del timbre me hace abrir los ojos de pronto, sobresaltada. Suelto un gruñido de fastidio y me pongo en pie a duras penas, dirigiéndome al recibidor aún envuelta en la manta. Mis músculos se contraen cuando me golpea una bocanada de aire frío procedente del exterior y me estremezco.

—Buenos días —dice una voz grave y ronca.

Clavo la mirada en los ojos verde oliva que me observan desde el otro lado del umbral, llorosos por el frío. Sus mejillas y su nariz están teñidas de un color escarlata.

—Harry —murmuro, sorprendida—. ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar en el instituto?

Una sonrisa se forma en sus labios agrietados. Se encoge de hombros.

—He decidido hacer de niñera. ¿Qué tal esa gripe?

—No necesito una niñera —digo, poniendo los ojos en blanco.

—¿Estás segura? —Alza el brazo derecho para mostrarme una bolsa de cartón—. Traigo chocolate caliente y gofres recién hechos.

—Uhm... —asiento—. Pasa.

Nos sentamos en el salón. Avivo el fuego de la chimenea mientras Harry saca las cosas de la bolsa y las coloca sobre la mesita de café. Me siento a su lado y acepto la taza de plástico humeante que me tiende, dándole un pequeño sorbo. El líquido caliente me baja por la garganta y hago una mueca de dolor. Dejo el recipiente sobre la mesa para que se enfríe y me apoyo sobre el respaldo.

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