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344 Federal Street.

Es la dirección en la que Sean nos ha citado el lunes, a las seis y media de la tarde. Ni Harry ni yo conocemos la zona, así que ninguno sabemos qué nos encontraremos allí una vez que lleguemos.

Aunque, para ser sincera, es mejor no darle muchas vueltas.

La idea de infiltrarme en una especie de mafia me resulta de todo menos atrayente, sobre todo teniendo en cuenta que es probable que fuesen esos tipos los que mataron a Logan, por no hablar también de que saben de la existencia de Harry y que cabe la posibilidad de que lo reconozcan. No obstante, ya no puedo echarme atrás. No por Harry, porque sé que él entendería mis razones, sino por mí; he dado mi palabra, me he comprometido a hacer algo, y yo siempre cumplo mis promesas. No quiero darme cuenta de que, en el fondo, soy una cobarde; quiero afrontar todo aquello que se ponga por delante de mí, incluso si ello conlleva poner mi vida en riesgo. Pero aun así, a pesar de todo el ímpetu que estoy intentando poner, no puedo evitar sentirme aterrada.

El domingo, mientras estoy preparando el almuerzo junto a mi madre, mi padre me llama al móvil para darme buenas noticias: ha conseguido la información que le pedí, aquella que puede comprometer al jefe de la policía de Baltimore.

—Tienes que ver todo esto —me dice, mientras me alejo todo lo posible de la cocina—. Creo que tenías razón.

Así que, nada más terminar de comer, me apresuro a vestirme y salgo de casa con la excusa de ir a ver a Paige. Hay bastante tráfico por la nieve, así que permanezco durante cerca de quince minutos atrapada en la misma calle, con la vista clavada en el semáforo y tamborileando los dedos sobre el volante impacientemente. Finalmente, los coches comienzan a avanzar y piso de nuevo el acelerador, suspirando y dando gracias al cielo.

Aparco cerca del rascacielos donde vive mi padre y recorro la distancia hasta la entrada del edificio rápidamente, intentando permanecer expuesta el menor tiempo posible a los dos grados centígrados que marca el termómetro. Saludo a Joe, el conserje, y me dirijo al vestíbulo donde se encuentran los ascensores, mientras me caliento las manos con mi aliento. Aguardo frente a ellos hasta que uno abre sus puertas, y me introduzco en él.

Cuando llego a la planta número dieciséis, me dirijo con paso decidido a la puerta que se encuentra al final del pasillo y llamo al timbre, que emite un suave sonido. Escucho varios pasos al otro lado y enseguida me encuentro con el rostro de mi padre, ligeramente enrojecido por la calefacción.

—Allison —sonríe. Avanza un poco y me estrecha contra sí. Le devuelvo el abrazo, que dura largos segundos, hasta que vuelve a separarse de mí y me mira, aún con la sonrisa plasmada en sus labios—. ¿Cómo está mi hija mayor favorita?

Pongo los ojos en blanco y suelto un sonido que puede delimitarse entre risa y bufido.

—Sobreviviendo —respondo, entrando en el interior del apartamento. Mi padre cierra la puerta y me sigue, dirigiéndonos al salón.

—¿Y mi hijo menor favorito?

Me giro hacia él. Sus ojos azules denotan tristeza, y aunque está bromeando, sé que la pregunta es seria y que lo que realmente quiere es saber si Tyler lo ha perdonado.

—¿Sigue enfadado conmigo? —pregunta, como si hubiese visto mis pensamientos plasmados en mi frente.

—No hemos vuelto a hablar del tema —reconozco. Lo veo hundir ligeramente los hombros en señal de desánimo y asiente.

Cuando llego al salón, descubro la mesa del comedor cubierta de papeles, uno colocado al lado del otro, en línea.

—¿Es esto? —pregunto, aunque mis ojos enseguida encuentran la respuesta: una foto impresa en una de las páginas, un hombre con no demasiado pelo, de mirada azul, fría y calculadora.

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