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Estos dos últimos días han transcurrido con cierta normalidad. Hemos vuelto a casa, pero Tyler aún está enfadado con nuestro padre, Paige sigue sin dar señales de vida y mi madre continúa en su viaje de trabajo. Respecto al resto, todo sigue igual: el sol sale por las mañanas, las personas respiran, las nubes se mueven y los pájaros cantan. El mundo a mi alrededor sigue en su habitual rutina, mientras que mi mente se ha convertido en un mar revuelto que amenaza con engullirme.

Suelto suspiro y me aparto de la ventana. Me acerco al sofá y me dejo caer al lado de mi hermano, que tiene la vista clavada en la televisión. Están retransmitiendo un absurdo programa en el que transforman a mujeres poco agraciadas en propias modelos de Victoria Secret, donde, cabe decir, hacen verdaderos milagros.

Estoy a punto de preguntarle a mi hermano si está pensado cambiar su sexualidad cuando se gira hacia mí y habla.

—Quería ir al partido de esta noche con papá, pero... bueno, ya sabes. —Asiento, indicándole que entiendo a lo que se refiere—. Y me preguntaba si...

—Quieres que yo vaya contigo —lo interrumpo, adivinando sus intenciones.

Él sonríe.

—Algo así.

Aparto la mirada de los ojos oscuros de mi hermano y la clavo de nuevo en la televisión, donde ahora la mujer está probándose diferentes conjuntos de ropa que su personal shopper le ha aconsejado.

Barajo la posibilidad de acompañar a Tyler al partido, aunque la simple idea de imaginarme rodeada de tanta gente gritando, llenándose la boca con el aceite de sus hamburguesas y derramando refrescos de coca-cola hace que me duela la cabeza.

—No sé... —es mi respuesta.

—Vamos, Ally —insiste—. Solo quiero distraerme.

Lo miro de nuevo. De pronto, recuerdo sus ojos llorosos mientras me confesaba sus sentimientos y descargaba su rabia hacia mi padre. Mi hermano es débil, y la vez es fuerte. No conozco el número de veces que habrá llorado por la misma situación, pero nunca he sido lo suficientemente atenta para darme cuenta de ello. No sé si seré una buena hermana, pero lo que sí sé es que mi hermano necesita ser feliz. Y si asistir a un simple partido de fútbol americano es capaz de conseguirlo, no pienso negárselo.

—Está bien —suspiro finalmente.

—¡Sí! —exclama, sonriendo de oreja a oreja. Se incorpora de un salto y tira de mi brazo—. Tenemos que prepararnos. El partido comienza dentro de dos horas.

Encontrar sitio en el aparcamiento del instituto se convierte en una auténtica odisea: aparte de que todo está repleto de coches, grupos de gente se han reunido alrededor de éstos para hincharse a cerveza antes del partido, obstaculizando el paso a los vehículos. Tengo que tocar varias veces el claxon para que se aparten y así poder seguir avanzando, llevándome como obsequio algunos insultos de jóvenes hasta las trancas de alcohol.

Después de varias vueltas, encuentro un sitio libre cerca de la valla, al lado de un monovolumen rojo. Aparco, y tras apagar el motor, nos bajamos del coche. Mi hermano me lanza una gorra azul de los Blue Eagles, el equipo del instituto, mientras él se coloca la suya. Me la pongo a regañadientes, ya que me ha llevado un buen rato hacer la trenza en la que llevo recogido el pelo y no me apetece despeinarme.

Llegamos al campo y subimos a las gradas, abriéndonos paso entre la gente. La mayoría son alumnos del instituto, aunque también hay quienes han venido a apoyar al otro equipo, los Wild Sharks, vestidos de color rojo. Siempre me he preguntado por qué la mayoría de los equipos tienen nombres de animales; supongo que les hace parecer más feroces y temibles ante sus contrincantes, aunque me parece una absurda estupidez.

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