~Despiértame cuando septiembre termine~P.2

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A veces, la vida tiene una forma cruel de enseñarte cosas. Te da más de lo que pides, pero casi nunca en la forma que esperabas. Bakugou lo sabía bien ahora. Lo que él quería era ser el mejor, demostrar que podía con todo, pero lo que había recibido era una lección amarga; incluso los más fuertes caen.

Los días que siguieron fueron un torbellino de emociones. Por la mañana, solía mirar su reflejo en el espejo y preguntarse quién era realmente. Ya no veía al héroe invencible que siempre había creído ser. En su lugar, veía a un chico roto, intentando juntar las piezas. Había días en los que la rabia volvía a consumirlo, encendiendo su deseo de mejorar, de demostrarle al mundo y a sí mismo que podía levantarse. Pero también había días en los que la tristeza lo arrastraba como una marea oscura, haciéndolo cuestionar si todo el esfuerzo valía la pena.

Mitsuki y Masaru nunca lo dejaron solo. Mitsuki, aunque fuerte y directa como siempre, le daba su espacio cuando lo necesitaba, pero estaba ahí con un plato de comida o una palabra de aliento cuando veía que Katsuki estaba al borde de derrumbarse. Masaru, por su parte, tenía una paciencia infinita. Siempre encontraba el momento para decir algo que, aunque sea breve, se clavaba profundo en el corazón de su hijo "El pasado no te define lo que eres, hijo. Lo que haces ahora sí."

Se dio cuenta de algo, el mundo no se había detenido. Todo seguía en movimiento. Y, de alguna manera, eso le dio consuelo. Si el mundo seguía girando, él también podía hacerlo.

Y así pasó una semana. Cada día fue una batalla interna. Tal vez no era el héroe perfecto, pero entendió que ser un héroe no significaba no fallar. Significaba no rendirse.

La mañana llegó con un tímido resplandor que se filtraba entre las cortinas, iluminando el cuarto en un suave tono dorado. Hacía una semana que el cenizo había sido dado de alta del hospital. Las heridas físicas estaban sanando, pero las emocionales aún parecían abiertas, imposibles de cerrar. Desde que volvió a casa, se había encerrado en su habitación, rechazando cualquier intento de consuelo o compañía. Sus padres lo entendían. Sabían que necesitaba tiempo, pero también temían que, cuanto más permaneciera en ese estado, más difícil sería para él salir.

Mitsuki abrió la puerta con cuidado, llevando consigo una silla de ruedas. Su rostro lucía más sereno que los días anteriores, aunque en el fondo cargaba el peso de la preocupación que no le había permitido dormir bien en semanas.

- ¡Buenos días, Katsuki! - dijo con un tono que intentaba ser animado, aunque temblaba un poco por debajo de la superficie - Hoy preparé un desayuno que te va a encantar. Pancakes, huevos y ese jugo de naranja que siempre decías que era demasiado dulce, pero igual te terminabas tomando.

Dejó la silla de ruedas a un lado de la cama y se acercó para abrir las ventanas, dejando que el aire fresco entrara y llenara la habitación. Luego, con una sonrisa tierna, continuó hablando.

- Después de comer, pensé que podríamos salir al jardín. Hace días que no tomas un poco de aire fresco, y créeme, te hará bien. El sol está bonito hoy, y hay una brisa agradable. Incluso vi un par de pajaritos cuando pasé por ahí...

Su voz se fue apagando cuando notó que Katsuki no reaccionaba. Su hijo seguía en la cama, sentado al borde, con los hombros caídos y la mirada perdida en un punto indeterminado del suelo. Sus ojos, vacíos, buscaban algo que no estaba ahí: un lugar, una razón, un propósito. Algo que le diera sentido a todo lo que sentía.

- Mamá... - murmuró Katsuki de repente, su voz rota, como si cada sílaba le costara un esfuerzo titánico.

La mujer, al escuchar esa fragilidad en su hijo, se detuvo de inmediato.

Bakugou, sin levantar la mirada, preguntó.

- ¿Cómo está la cara de ángel?

Mitsuki parpadeó, confundida al principio. Tardó unos segundos en procesar a quién se refería. Pero entonces lo entendió. Ochako. Su novia.

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