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"Susurros de Desesperación."

El sol sale al fin, sus fuertes rayos iluminan la cueva, obligándome a despertar; mi cuerpo está empapado en sudor, pues la temperatura ha comenzado a ascender nuevamente; me libro del agarre de Cato y cargo mi mochila con los pocos suministros que me quedan, pues los había dejado desparramados alrededor de la cueva. Encuentro las prendas que dejé tendidas en el suelo y decido ponérmelas a pesar de que resultan incómodas debido al calor. Me saco la chaqueta y la guardo en mi mochila, la malla es visible en mis brazos, pero quizás a la distancia no sea algo muy notorio.

—Andando—digo mientras sacudo a mi compañero de distrito, quien ni siquiera había despertado aún—, la tormenta ha pasado, tenemos que movernos.

—Déjame dormir—se queja él, girando su cuerpo para darme la espalda—. Iremos luego.

—Nos vamos—Sigo sacudiéndolo de los hombros y él finge no escucharme—. Ahora.

Cato maldice en voz alta y finalmente decide ponerse de pie, saca la espada que hubiese pertenecido al chico del distrito once y se la coloca en el cinturón; guarda el saco térmico en su mochila pues es más grande que la mía. Dejamos en un rincón el par de mochilas que habíamos obtenido en el banquete, pues su gran tamaño nos estorba.

Salgo de la cueva y Cato me sigue, pisándome los talones, sin dejar de maldecir; el arroyo que atraviesa el bosque se ha desbordado varios metros por ambas orillas, reviso el suelo en busca de huellas o algún tipo de señal que indique la presencia de alguno de los otros tributos, pero para nuestra mala suerte no hay absolutamente nada. Lleno mi botella de agua y suspiro preocupada al utilizar mi penúltima pastilla purificadora, quizás el agua no tenga nada que atente contra mi salud, pero no confío en absolutamente nada que los vigilantes puedan modificar; el agua luce limpia e inofensiva, pero cualquier ser vivo pudo haber estado en contacto con ella, y pensar en que estoy bebiendo agua en la cual se ha bañado algún animal o persona me provoca náuseas.

—Ya me estoy cansando de esto—dice Cato cruzándose de brazos—, no puedo creer lo que diré, pero ojalá provoquen otro incendio para terminar con esto de una maldita vez.

Ambos coincidimos en que probablemente los enamorados estén escondidos en alguna cueva, entre la lluvia y la lesión que le ha ocasionado Cato al chico del doce, no se expondrían demasiado. La chica del distrito cinco es un completo misterio, se ha movido a través de la arena como un fantasma, la única vez que la vi fue durante el banquete, vagamente recuerdo que tiene la cabellera rojiza.

El estadio es gigantesco y dudo que podamos recorrerlo en su totalidad, mi cuerpo no está en las mismas condiciones en las cuales estaba cuando iniciaron los juegos; me canso con mucha facilidad, especialmente cuando atravesamos terrenos rocosos o colinas empinadas, y creo que Cato está en las mismas condiciones.

Los vigilantes han comenzado a jugar con la temperatura nuevamente y nos obligan a detener la marcha más veces de las que nos gustaría hacerlo, hace demasiado calor. Decidimos volver a nuestro campamento viejo, pues dejamos las trampas tendidas y revisar no cuesta nada, más ahora que nuestras opciones de cazar a nuestros contrincantes son limitadas.

—Yo reviso una y tú la otra—dice Cato—, nos encontramos aquí en diez minutos.

Asiento y camino hacia la trampa con pereza, está a unos veinte metros de distancia, no requiere de mucho esfuerzo, pero de igual manera mi cuerpo se siente pesado. Cuando estoy a unos tres metros de la trampa siento que algo me roza la pantorrilla derecha y dejo escapar un grito antes de tomar uno de los cinco cuchillos que me quedan en el chaleco; la trampa se activa y oigo el cañonazo.

Me relajo cuando veo que se trata de un conejo regordete retorciéndose dentro de la red, obviamente el cañonazo no lo había ocasionado aquel animal; levanto la mirada en caso de que el aerodeslizador aparezca cerca de donde me encuentro, eso significaría que alguien nos estaba siguiendo, pero nada ocurre. La muerte ha ocurrido al otro lado del estadio.

Libero al conejo de la trampa, pues no me servirá de nada matarlo, era Marvel quien sabía cómo despellejar a estos animales para comerlos; no desperdiciaré la poca energía que me queda fingiendo ser una cazadora como él. Siento que se me cierra la garganta cuando su recuerdo atraviesa mi mente, y trato de sacarlo de mis pensamientos lo más rápido posible pues no me agrada el regusto amargo que me ha dejado su muerte. Cato llega corriendo, lanza en mano, con el horror pintado en el rostro.

—¿Qué?—pregunto mientras me dispongo a montar la trampa nuevamente, probablemente lo haga mal, pero necesito encontrar algo en lo que pueda gastar mi tiempo—¿Sucedió algo?

—¿Podrías dejar de asustarme así?—pregunta casi gritando, la ira tiñe su rostro de un rojo intenso, una vena sobresale de su cuello y creo que intentará golpearme en cualquier instante; retrocedo por inercia y él suelta la lanza—. Te oí gritar y pensé que el cañonazo había sido tuyo; maldita sea, es la segunda vez que casi me matas de un susto.

Sus palabras me toman por sorpresa; sé que estamos atados el uno al otro por la regla de los dos vencedores, pero a mí no se me había ocurrido siquiera que el cañonazo pudo haber sido suyo; ha venido a toda prisa para asegurarse de que me encuentro bien, su preocupación hace que se me retuerza el estómago.

¿Acaso piensa que soy tan débil que podrían asesinarme apenas me apartase de él? ¿O es que simplemente se ha preocupado por mí?

—Oh—murmuro bajito, no sé qué decirle así que me mantengo en silencio durante un par de segundos—. Estoy bien, pero casi activo la trampa por accidente.

Mentira. No podría admitir que me había asustado un ser tan inofensivo como un conejo, aún me queda un poco de dignidad; Cato se acerca a mí, pero me alejo instintivamente, ahora las cámaras pueden vernos a la perfección y prefiero que mantengamos cierta distancia para salvar nuestra reputación de guerreros desalmados, o lo que queda de ella. Él me observa extrañado y yo decido darle la espalda, no quiero lidiar con lo que sea que esté ocurriendo entre ambos ahora mismo.

La tarde transcurre con inquietante tranquilidad, ninguno de los dos ha emitido sonido alguno, nos limitamos a caminar a través del bosque en completo silencio; a diferencia de otras ocasiones, esta vez el silencio resulta incómodo, siento que él tiene algo para decirme, pero no lo hace. Cuando el sol comienza a descender, un fuerte viento se hace presente y me eriza la piel, pues sé que el final de los juegos está cerca.

Nos detenemos en un claro a montar un campamento provisorio; no hay señales de los del doce ni de la chica del cinco, espero con ansias el recuento de bajas de hoy pues aún no sabemos quién ha sido el tributo que murió unas horas atrás. El himno retumba en el estadio y observo el cielo expectante: ha muerto la chica del distrito cinco.

—Quedamos cuatro—susurro para mí misma—, solo cuatro.

La temperatura desciende nuevamente, pero ya no está helando como en noches anteriores; Cato arroja el saco de dormir a mi costado y se aleja un par de metros hasta quedar debajo de un gran sauce, no sé a qué se debe su cambio de humor tan repentino y no tengo muchas ganas de averiguarlo tampoco. Vacío mi último paquete de galletas saladas en silencio, mientras mi mente procesa mil ideas por segundo; estoy exhausta, tanto física como mentalmente, no puedo esperar a que los vigilantes nos reúnan con los enamorados del doce para poder terminar con todo esto de una buena vez.

La noche pinta al bosque de negro, no podemos encender ninguna fogata y nuestras linternas se han quedado sin baterías, así que lo único que nos queda por hacer, es permanecer en completa oscuridad. Cato no dice nada, pero siento su mirada clavada en mí.

—¿Sucede algo?—pregunto cuando ya no puedo soportar la tensión entre ambos, él finge no haberme escuchado—. No llegarás a ningún lado pretendiendo que no me has oído.

—Estoy cansado—contesta él—, solo es eso.

Camino hasta él prácticamente a ciegas, el cielo está libre de nubes y con unas cuantas estrellas que iluminan tenuemente el claro; arrojo el saco de dormir al suelo y me siento al lado de Cato ahora que las cámaras ya no pueden vernos. Busco su mano con la mía en la oscuridad, y cuando la encuentro, entrelazo mi dedo meñique con el suyo en un intento por recuperar aquella diminuta sensación de confianza que habíamos compartido durante nuestro tiempo en la cueva.

No levanto la mirada, y siento su mano apretando la mía con fuerza. Nuestros momentos de debilidad deben ser vividos en secreto, instantes fugaces como este, en donde nadie pudiera ver que no somos tan fuertes como aparentamos ser.

Luego de unos minutos nos metemos al saco de dormir, ninguno de los dos baja completamente la guardia pues cualquier cosa podría ocurrir; probablemente esta es nuestra última noche en la arena. Quedamos cuatro tributos, dos equipos, y con la regla de los dos vencedores estoy segura de que los vigilantes tienen algo preparado para la última batalla; sigo pensando en que los enamorados del distrito doce son los favoritos de los telespectadores en estos momentos, tienen una historia que resulta interesante para los ciudadanos del Capitolio y somos nosotros el obstáculo que su patético amor debe superar para ganar los juegos y vivir felices por siempre.

Despierto alrededor del mediodía, pues el calor del saco térmico es insoportable; me cubro los ojos para bloquear los rayos del sol y quedo hecha un ovillo en el suelo. Mi cuerpo está sucumbiendo lentamente ante los maltratos que ha recibido durante las últimas semanas: mala alimentación, exceso de esfuerzo físico, cambios de temperatura bruscos, y un horario de sueño desastroso. Mi cabeza explotará en cualquier instante y ya no me quedan medicamentos para tratar mis dolencias; me limito a beber agua y comer una de las últimas raciones de comida que quedan en mi mochila. Se me retuerce el estómago y la acidez aparece unos diez minutos después de comer.

—Necesitamos una estrategia—dice Cato sin levantarse del suelo—¿Cuántos cuchillos te quedan?

—Cinco en el chaleco y uno grande en mi mochila—contesto—. Que ni se te cruce por la mente decirme que debemos convertir esto en un espectáculo; ya he tenido suficiente con el banquete, los matamos apenas tengamos la oportunidad para hacerlo y fin de la historia.

Mi antebrazo izquierdo aún duele debido al disparo de la chica del doce, la medicina que ayudaba con las picaduras de las rastrevíspulas no hizo efecto alguno sobre esta herida, y es cuestión de tiempo para que se infecte; he cambiado el vendaje y limpiado la zona un par de veces, pero no mejora demasiado, ha comenzado a inflamarse y eso no puede significar nada bueno.

—Tienes los cuchillos de tiro y yo tengo la lanza, así que nuestra mejor opción es atacarlos desde lejos—afirma él con la mirada puesta en la espada que carga en la mano derecha—. Si los tenemos a unos quince metros de distancia ya será suficiente.

Las mallas nos protegen de las flechas de la chica del doce, a no ser que apunte a nuestras cabezas o manos, pero tenemos que ser cuidadosos de todas formas. Nos ponemos en marcha nuevamente, y al atravesar el bosque algo despierta mi curiosidad.

—Oye—llamo a Cato, quien se encontraba inmerso en sus pensamientos en ese momento—, estoy segura de que por aquí pasaba el arroyo ayer.

Él observa el lugar confundido al igual que yo, la depresión del terreno indica que efectivamente ese era el recorrido del arroyo; los vigilantes lo habían drenado durante la noche, mi botella de agua sigue cargada hasta la mitad, pero no durará demasiado, especialmente con el calor del día.

Quieren que vayamos al lago, la batalla final será en la cornucopia aparentemente, y estamos bastante lejos ahora mismo; saco un cuchillo de tiro y me mantengo alerta en todo momento.

Los pájaros dejan de cantar abruptamente y observo a Cato preocupada, pues cualquier cambio en el bosque es un indicativo de que algo ocurrirá. Ralentizamos el paso, intentando no hacer mucho ruido al caminar; el silencio es ensordecedor, oigo los latidos de mi propio corazón retumbando en mis oídos.

Me giro para hablarle a Cato, pero este me tapa la boca con su mano y hace un ademán para que me quede callada; señala algo en la lejanía, a unos veinticinco metros de distancia, y logro ahogar un chillido cuando veo a una enorme criatura dándonos la espalda.

Luce como un lobo de gran tamaño, su pelaje es liso y de color azabache; cuando gira su cabeza de costado veo que olfatea el suelo, como si estuviese rastreando algo, probablemente a nosotros. Podríamos trepar a uno de los grandes árboles que tenemos cerca antes de que aquella bestia nos encuentre, pero sé que Cato no llegará muy alto debido a su peso, y somos un equipo después de todo.

El animal pega la vuelta y se aleja; Cato saca su mano de mi boca, y cuando pienso que podremos continuar caminando, aquel lobo se levanta sobre sus patas traseras y queda de pie como si de un ser humano se tratase. Gira su rostro en nuestra dirección y nos observa durante un par de segundos antes de soltar un aullido estrepitoso, logro ver que dos criaturas más aparecen detrás de la primera antes de echarme a correr.

La Gran Guerra. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora