Hijo de la noche

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Magnus estaba paralizado. Solo llevaba unos segundos observando la imagen frente a sí y todavía no podía creerla, sentía que su mente le estaba gastando una jugarreta.

Cuando vio la luz extinguirse de ese luminoso par de ojos azules no lo pensó dos veces, con un movimiento de manos lanzó chispas azul eléctrico que mandaron al desprevenido demonio directo hacia la pared del fondo del callejón. Éste rápidamente se repuso pero no se molestó en atacar a Magnus, solo lo miró con sorna. Dirigió una última mirada socarrona hacia el cuerpo inerte del pelinegro y, con una risa que sonaba como lija, saltó tras la barda, desapareciendo en la noche.

Magnus lo vio marchar pero no se molestó en seguirlo, en su lugar corrió rápidamente hacia el manojo de sangre que su novio –exnovio, se recordó- era en esos momentos.

No era la primera vez que veía a Alec en una situación de peligro, no era la primera que lo tenía frente a sí en una situación de vida o muerte, ni siquiera era la primera en que no sabía si el nefilim saldría con vida, pero lo que tenía delante suyo en ese momento, definitivamente no lo había vivido todavía, y había deseado no tener que hacerlo nunca, o por lo menos no tan pronto, ya que obviamente tarde o temprano el momento llegaría.

Con dedos temblorosos dirigió sus yemas hacia el cuello de Alec, y suavemente palpó el lado que no había sido destrozado por los dientes del demonio, solo para toparse con la verdad que ya sabía y no quería aceptar.

No había pulso. Alec estaba muerto.

Sin conformarse, llevó su oreja hacia el pecho del muchacho esperando escuchar un corazón latiendo débilmente, pero en su lugar lo recibió un silencio sepulcral.

Con los labios apretados y los ojos ardiéndole, levantó la cabeza y se topó de golpe con esos ojos azules que permanecían abiertos pero ya no lo enfocaban. Esos ojos cuya mirada ya no iba dirigida hacia él ni lo haría nunca más. Sintió varios escalofríos recorrerle la espalda al mirar esas cuencas vacías y sin intenciones de evitarlo, sintió cómo las cálidas gotas abandonaban sus ojos para hacer contraste al caer sobre la fría piel de su amado. Sobre la piel que cubría lo que ahora solo era su cadáver.

Con toda la delicadeza que pudo, tomó el cuerpo inerte y cuidando de no dañar aún más las heridas, lo acunó entre sus brazos. Con sus dos dedos, cerró los párpados del joven cazador y, con las lágrimas saliendo sin control, susurró en la oscuridad:

-Ave atque vale, mi valiente guerrero- tomó su mano, que estaba más pálida que nunca y tan fría como el hielo y apretándola fuertemente la sostuvo sobre su corazón- Aku cinta kamu.- Llevó la mano hacia su boca y la besó, para luego posarla sobre su mejilla- Aku cinta kamu, Alec, aku cinta kamu...

La oscuridad escondía su cara desfigurada por el dolor que sentía y solo las paredes que hacían eco de sus ahogados sollozos eran testigo de su agonía. Abrazó el cuerpo más fuerte y sus sollozos se convirtieron en un llanto desesperado.

-No, no- imploraba- no, no, no, no... por favor... no...

Habían pasado muchos años desde la última vez que tuvo que sufrir el dolor de una pérdida. Él mismo se había encargado de que así fuera. Pero ahora que volvía a sentirlo, y podría jurar que más fuerte que nunca, no podía desear nada más en el mundo que haber sido él el que estuviera en el lugar del morocho. Que hubiera sido su vida la que terminara esa noche, no la de su joven amado, no la de la persona a la que alguna vez creyó amar más que a cualquier otro con el que hubiera estado antes. Si había sido así o no, no lo sabía. Pero de que lo había amado profundamente, el agudo dolor en el pecho le decía que definitivamente lo había hecho. Que lo había amado, y todavía lo amaba, pero ya qué más daba, ese trozo de su corazón acababa de irse, para siempre.

TMI: Ciudad de conversiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora