Capítulo 9: La Gran Diosa

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Sufría. De un modo atroz. Y en vano.

Giselle se inclinó sobre la camilla del paciente, mientras le ajustaba la mascarilla de oxígeno. Tenía la frente perlada de sudor.

- Vamos.- murmuró con los dientes apretados – Respira, idiota. Respira. Si te mueres no me ayudas nada.

Sintió una suave brisa a su espalda, una inmensa fragancia invadió el aire, y de inmediato supo que su hija había llegado. Ella no solía usar las puertas para entrar y salir. Le era más fácil y agradable aparecer y desaparecerse como el ángel que en realidad era.

El hombre que agonizaba en la camilla abrió los ojos desorbitadamente al ver a Betsabé. Soltando un gemido, tendió la mano hacia ella.

- Cree que soy un ángel que viene a llevársele al cielo. – murmuró la bella, mientras leía su mente con rapidez – Suplica que acabe con su dolor.

- En lugar de tanta poesía – gruñó la atareada doctora, girándose hacia la bandeja del material – sálvale la vida. Se está muriendo.

- No es cierto.- respondió Betsabé, sonriendo con calma.- Ya ha muerto.

Giselle se volvió bruscamente. Era verdad. El hombre se había quedado rígido, con los ojos desencajados fijos en su hija.

- Podrías haberle salvado.- dijo soltando un suspiro de fastidio.

- Oh, madre – sonrió ella – ya le habías hecho sufrir bastante. Además, te sobran pacientes, ¿no es cierto?

- Sí, pero con éste ya había completado el tratamiento, y ahora tendré que empezar de nuevo. La próxima vez hazme el favor, ¿de acuerdo? Ya sabes que tus cualidades me son de gran ayuda.

Ella no respondió. Tomando los extremos de la sábana, cubrió el cuerpo del difunto. Giselle ya estaba tomando notas frenéticamente en su cuaderno.

Betsabé sabía la verdad. Los experimentos que Giselle realizaba con sus pacientes eran ilegales. Algunos atentaban contra los derechos humanos. Pero la Cábala le daba cobertura y financiamiento. En realidad, ella estaba logrando llegar más lejos que otros científicos coartados por escrúpulos morales o legales. El fin justifica los medios, ése era el lema de Giselle y de todos los que con ella colaboraban. Se sufría, se sacrificaban vidas, sí, pero los avances no tenían precio. Además, ¿no era Betsabé la prueba de que aquellos experimentos tenían un justo y hermoso fin? Entre los suyos, Giselle era más obedecida que un general y más respetada que un líder religioso. Nadie dudaba de su palabra y quien lo hacía no era digno de estar allí.

Pero Betsabé sabía. Hacía tiempo que Giselle le pedía que curase o alargase la vida de sus pacientes. Ella podía hacerlo, como podía hacerlo Karel. Un roce de sus dedos, un soplo de su aliento, un beso de sus labios y el dolor se esfumaba temporalmente, la herida se cerraba o la gangrena dejaba de supurar. Ella tenía el poder, heredado de su padre. ¿Acaso no debía usarlo?

Pero Betsabé, a pesar de todo, sabía. Y lo que sabía era que estaba convirtiéndose en un instrumento para su madre. Al principio había consentido. Le fascinaba ver aquel poder que salía de su interior sin que apenas pudiera controlarlo. Pero pronto se había cansado. Por eso había dejado morir a aquel hombre. Había sido el Ángel de la Muerte que él le había pedido que fuera.

Estaba cansada, muy cansada.

Dio media vuelta dispuesta a marcharse, pero Giselle la cogió del brazo y salieron al pasillo.

- ¿Has averiguado algo acerca de los Fragmentos? – preguntó, ordenándose el atolondrado cabello rubio, que llevaba muy corto.

- La exploradora británica tenía uno. Pero cuando acudí a quitárselo, ya que como sabes no quiso venderlo, ya había cambiado de manos. Ha sido astuta, pero es sólo cuestión de tiempo. El otro lo tiene la madre del Lux Veritatis... pero cuando acudí a robárselo me atacó y me hirió. Tuve que retirarme.

Tomb Raider: El Cetro de LilithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora