Capítulo 41: Unos ojos negros

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"Cuando escapé de la Legión, bahanji, regresé a Kusuma Bharadji. Al fin y al cabo es cuanto podía hacer, ya que no conocía otro hogar. Encontré mi aldea natal mutilada, pero nosotros, los intocables, nunca habíamos tenido demasiadas posesiones, y teníamos capacidad para renacer cuando se nos pisoteaba. Padre había muerto, mis dos hermanos más pequeños también, pero habían sobrevivido mi madre y mi hermano mayor. Yo era la única hija que quedaba, y como supe después, el único problema para mi familia.

Se lloró a los muertos, pero en realidad fue un alivio. En mi aldea había muy poca comida y demasiadas bocas que alimentar. Se lloró más a los varones que a las mujeres y más a los adultos que a los niños, pero todo se cumplió según el dictamen de los dioses.

No volví a ver a mi hermana Sita. Aún sigo llorándola, porque no tuve derecho a llorar en público por ella, ni siquiera pude preguntar por ella. Mi hermana estaba muerta desde hacía mucho por las maldiciones rituales de mi pueblo, pero para mí había seguido viva hasta aquel momento.

Perdóname, bahanji, que llore ahora. Sita era más querida para mí que todos los seres humanos de este mundo. Preferiría oír su voz de nuevo antes que todos los sonidos del mundo. Me quedaría ciega y muda gustosamente a cambio de ello. Lo peor es que no sé si vivió o murió, aunque es probable que la mataran, porque habría vuelto. ¡Sólo yo la veía aún viva, sólo yo le traía alimento! Debió morir. Ojalá haya encontrado el camino de luz hasta su siguiente vida, y pueda reencarnarse en algo feliz y hermoso.

Cuando volví a mi aldea, tuve que afrontar la realidad. Madre se había quedado viuda y no tenía cuerpo alguno al que incinerar y junto al que quemarse viva, como se exige aún a las esposas dignas. Se cubrió de blanco de luto y se abandonó. Y fue mi hermano mayor quien decidió que yo debía casarme porque ya resultaba molesta para la supervivencia de nuestra casta.

Eligieron para mí a Rahula Ramaswami, quien era un buen partido a sus setenta años. No me mires así, bahanji, en nuestro pueblo es frecuente confiar las esposas jóvenes a maridos maduros y experimentados. El anciano Rahula había tenido ocho esposas y más de quince hijos, entre vivos y muertos, y yo tenía doce años cuando me casaron con él.

A mi boda no acudió mi madre, que como viuda estaba proscrita de toda vida social, ni padre ni mis hermanos muertos, ni mi hermano mayor que me vendió como a una res. Recuerdo el peso agobiante de las telas y de las joyas de mi ajuar de novia, de mi marido arrugado y encorvado que me esperaba, pero sobre todo, soy incapaz de olvidar un par de ojos negros en concreto. Los ojos negros de él.

Se llamaba Taresh Ramaswami, y era uno de los hijos menores de Rahula. Tenía dieciocho años y era bello como un dios. Todas las muchachas de la aldea habrían suspirado por casarse con él, pero aún no tenía esposa. Se rumoreaba que era violento, gandul y pendenciero, pero en aquel día fatídico yo quedé atrapada por sus ojos negros, y por su sonrisa magnífica que me siguieron en cuanto mi esposo me alzó el velo y todos pudieron verme. Hasta ese momento había sido Radha la niña, pero a partir de aquel instante pasaba a ser Radha la mujer, la esposa de Rahula, y como tal pasaban a verme. Se hicieron comentarios de mi belleza, exagerados por supuesto, ya que la realmente hermosa de todos mis hermanos había sido Sita, antes de que su marido, Durga le castigue con nefasta reencarnación, la desfigurara.

Hubiera querido desaparecer, pero la realidad es que era esposa. Fui trasladada a casa de mi esposo y allí pasé a formar parte de la familia. Tuve suerte ya que ninguna de las ocho esposas vivía aún, con lo que yo podía ser la esposa principal y no estar sometida a otras, pero lo cierto es que mi vida de casada fue un infierno. Creo que ya estás imaginando, bahanji, lo que fue mi noche de bodas. Oh, no me mires con compasión. Es ciertamente repugnante pensar en un viejo achacoso tratando de montar lo que para vosotros los occidentales aún es una niña, pero lo cierto es que Rahula era impotente por su edad. Había perdido toda fuerza en su miembro viril y éste no se erguía. Eso fue mucho peor que si me hubiera desflorado, porque cuando llegó el amanecer, yo estaba aterrada; ¿qué sería de mí si no lograba concebir un hijo? Apenas me había venido la menstruación unos meses antes, pero nada podía hacer por un viejo que se negaba a admitir su impotencia. Y en mi pueblo la culpa siempre es de la mujer, se haga lo que se haga. Tenía miedo, y en aquella espantosa noche la sonrisa de Taresh flotó sobre mí, ¡desde luego, él debía saber que su padre no era ya capaz!

Tomb Raider: El Cetro de LilithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora