Capítulo 15: El manuscrito Vaticano

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Maddalena despertó antes de la madrugada.

Le dolía todo el cuerpo. Dedicó una fría mirada a Sciarra, que dormía a su lado, y se estremeció de asco al recordar las caricias brutales de aquel animal que no estimaba más a las mujeres que a las ratas. Al otro lado de la cama, en el suelo, dormía arrebujada Bay Li, que también estaba magullada. No se atrevió a despertarla.

Se levantó con cuidado, y fue cojeando hasta el extremo de la tienda. Tomó sus ropas y salió. Por suerte, todo el campamento dormía, y Monteleone no la había llamado. Con un poco más de suerte, quizá no se enterara nunca de aquello.

Caminó vacilante hasta el riachuelo y se metió en la corriente. Soltó un gemido, cuando el cuerpo, lleno de hematomas, le rozó con las rocas.

Rápidamente, se lavó, tratando de borrar aquella huella repugnante que tenía pegada en la piel. Sintió ganas de llorar, pero se mordió el labio con fuerza. ¡Ya no era una niña! Hacía tiempo que no la trataban así, pero al fin y al cabo era una puta y no olvidaba su infancia en el puerto de Siracusa.

La historia de Maddalena no era muy diferente de cualquier otra ramera de puerto que hubiera ganado el pan ofreciéndose al mejor postor.

No recordaba quién había sido su madre. Probablemente, otra ramera, y su padre uno de aquellos marineros que iban y volvían eternamente. Recordaba en cambio, haber corrido y saltado entre las barcas amarradas a los muelles de la ciudad siciliana. A los doce años ya era prostituta, y respondía al nombre de Giulia. Su única familia fueron las madamas de los burdeles en los que vivió antes de regresar al puerto de su infancia. Siguió viviendo bajo los puentes y recorriendo de noche el puerto, en busca de clientes. A veces trataba de entrar en alguna iglesia para rezar u hacer una ofrenda que limpiara mínimamente su condenada alma, pero siempre había alguna beata o párroco que la echaban de allí. Era impura y las de su clase no podían acudir a ningún lugar santo.

Tenía dieciocho años cuando conoció a Monteleone. Estaba sentada en el muelle, con las piernas sumergidas en el agua mientras se peinaba la cabellera. Una sombra le tapó el sol y, al girarse, vio a un hombre atractivo y bien vestido que le miraba en silencio, embelesado.

- Ciao, Maddalena. – dijo con voz suave.

Ella se levantó, confusa.

- Perdone, señor.- murmuró – Usted se ha equivocado. Mi nombre es Giulia.

- Él sonrió.

- No, no. Tú sólo puedes llamarte Maddalena. ¿Con ese cabello? Tú eres Maddalena.

Ella se pasó la mano por los bucles rojos, aturdida.

- ¿Acaso no sabes – continuó él – que se dice que María Magdalena, la prostituta a la que amó Cristo, tenía el cabello tan largo y tan rojo como tú? Sólo podrías llamarte así.

Y ella, que en su vida había recibido una caricia o una palabra de afecto, se ruborizó intensamente.

- ¿Desea usted...?

- Que vengas conmigo. Eso es todo lo que te exijo.

No hubo más. Giulia, ahora Maddalena, abandonó para siempre el hediondo puerto y a sus brutales marineros. Al principio creyó que Monteleone era su príncipe azul y que se casaría con ella, redimiendo al fin su sucia vida. Pero los cuentos no existían para ella. Pronto supo que él ya estaba casado, tenía hijos, incluso nietos, y que ella iba a ser sólo su amante. Pero le agradeció infinitamente que la arrancara de la miseria. A partir de aquel día, ninguna prostituta fue más envidiada que ella. Y nunca había tenido que volver a entregarse a alguien que no amaba.

Tomb Raider: El Cetro de LilithDonde viven las historias. Descúbrelo ahora