Capítulo 3

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Unos leves apretones seguidos en mis manos y unos incontables besos en todo mi rostro me obliga a abrir los ojos lo mínimo para ver cómo dos personas están presentes, pero con mis pestañas no consigo ver nada, incluso juraría que desde fuera no se percataría de que estuviese viendo. No consigo orientarme. No sé dónde me encuentro, con esas cortinas tan bonitas, esa maceta con rosas blancas tan bien cuidadas, ese armario con figuras incrustadas...
Mi cabeza es toda una película, pero las secuencias están todas desordenadas, sin sentido alguno, como si fuera un puzzle al que le hemos colocado mal las piezas, o una partida de dominó a la cual una persona furiosa por estar perdiendo ha pasado su mano por encima y ha movido todas las fichas.
El olor del chocolate en taza, unos pasos y el sonido de la puerta cerrándose hace que dé un salto en la cama (en lo que supongo que estoy), pero mi cuerpo no puede con mi peso y vuelve a caer como si pesara plomo. No entiendo qué ha pasado, ni tampoco entiendo qué hago aquí; no reconozco nada.
—Lo sé, estás muy mal —me informa alguien con voz dulce. No logro reconocerle—. Has sufrido una bajada de azúcar y además tu sangre se ha acumulado toda en tu cabeza, por lo cual apuesto un millón de euros a que sientes la cabeza como un tambor.
Y sí, no miente. Tengo la cabeza aun peor que un tambor; siento mareo y punzadas en ella y me hacen estar sin fuerzas. Doblo como puedo la almohada para tener un poco la cabeza en alto, pero sea quien sea esa persona me prohíbe hacerlo.
—Es bueno hacerlo para que la sangre fluya de nuevo por todo el cuerpo —acuerda conmigo—, pero aún estás sin fuerzas. Espera unos cinco minutos para que sean las... —frunce el ceño y parece sorprendido—, bueno, por casualidad o por desgracia, ya son las seis, así que puedes.
—¿Cuánto tiempo llevo así? —la verdad es que no sé si quiero o no saber la respuesta.
—Una hora, hora y media —responde tan pancho.
¡¿Una puta hora y media durmiendo aquí, inconsciente?! ¿Pero qué hago aquí, cómo he llegado? Me estoy agobiando mucho, y eso no ayuda a mi increíble dolor de cabeza. Justo en el momento perfecto para tal, Nazan aparece para traerme una pastilla y un vaso de agua. Por su expresión, creía que seguía en el mismo estado. El otro chico, al verlo entrar, abandona la habitación para dejarnos solos, deseándome suerte y que me recupere cuanto antes.
En cuanto la puerta se cierra, Nazan desvía la mirada a la ventana, viendo a un pájaro salir del nido de un árbol mientras una hoja le compaña, pero ésta le abandona para que él pueda seguir su viaje solo, mientras que yo veo su pelo despeinado aparentemente agredido violentamente por sus manos, como si hubiera tirado de ellos por la angustia que ha pasado por mí. ¿Pero qué estoy pensando? Yo no le importo tanto como para que haya hecho eso, haber estado al punto de la locura, estando loco de atar. No, él no haría eso, y muchísimo menos por mí.
Desvío mi mirada de nuevo a la ventana, y pequeñas gotas de lluvia acaban cayendo. Demasiado oscuras estaban las nubes cuando llegué...
Percato el movimiento que hace Nazan al levantarse y dirigirse a la ventana. Siempre amó ver las pequeñas gotas de lluvia caer por la ventana, como si estuvieran todas en una carrera.
Se apoya en el alféizar y, lenta y cuidadosamente, me dirijo hacia él, apoyándome en su hombro y rodeando su cintura con mi brazo derecho.
Apoya su cabeza sobre la mía, girando hacia mí con extrema cautela, para no hacerme daño. Al dirigir mi mirada hacia la suya puedo ver cómo las gotas de lluvia que corren por la ventana se ha teletransportado a sus mejillas, y continúan la carrera en ellas.
Nunca le había visto llorar, su aparencia era bastante dura.
—Creí que te perdía —comienza a decirme, pero se pausa para posar sus labios en los míos y saborear lo que no tiene sabor. Me ha besado sabiendo que mis labios están sin color, sin fuerza y sin ganas de ser besados, pero le ha dado exactamente igual; quería besarme—. Cuando escuché tu susurro antes de caer inconsciente, pensé que te perdía, que nunca volvería a escuchar tus risas, sacarte de quicio, tomarte con fuerza —cómo no, lo último no podía faltar—. Cuando sentí que tu peso de repente había triplicado... Cuando no te oía respirar, ni latir tu corazón, pero aquel chico me dijo que eran paranoias mías; sí que se escuchaba. Tenía tanto miedo de perderte que ni respirar te oía. Fue un sentimiento de culpabilidad y arrepentimiento extremo, y un momento pensé que ese mismo sentimiento es el que sientes todos los días que te ves conmigo —respira y me acoge en sus brazos, dándome un beso en el cabello—, incluso ahora.
Esas dos palabras les ha dolido decirlas, en su voz se nota todo.
Me mira con tristeza, con dolor. Con mucho cuidado, vuelve a besarme, pero se retira y se derrumba al ver que no le continúo el beso, que vuelvo a estar sin fuerzas. Sus besos se transforman en fuerzas en sus brazos para sostenerme, en pensamientos culpables sobre él, con extremo dolor.
—No volveré a hacer lo que te he hecho. No debí de ignorar esas súplicas que me rogaban que te bajase, que volvieras a pisar tierra. Debí de hacerte caso.
Me coge en brazos, ahora pesando menos, y me acuesta en la cama, arropándome y apagando la luz, dejando la lámpara de noche encendida.
—Debo de llamar a mi m... —pronuncio ininteligiblemente, pero me interrumpe poniendo su dedo en mi boca, besándome.
—Ya les llamaré. Duerme, duerme tranquila. Yo me ocupo de todo. Quédate aquí, conmigo.
—Quédate aquí... —quería completar la frase que me había pronunciado, pero el sueño se apoderó de mí.

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