Capítulo 11

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¿Te habías dado cuenta de que no sabes el nombre de la protagonista?

El ambiente es mucho más cómodo y agradable de lo que me imaginaba, porque creía que la incomodidad sería demasiado abundante. Me alegro de que me haya sorprendido de tal manera.
La terapéutica, la cual se había presentado como Natalie, comienza a preguntarnos por nosotros, ya que es mi primer día.
Comienzan a presentarse tres chicos y dos chicas, pero sólo me centro en la mirada fija de Natalie hacia Abraham. Quiero reírme en su cara al ver cómo él la ignora y sólo se centra en las tetas de la chica que se está presentando. Sólo he retenido la información de que está aquí porque se autolesionaba porque sus padres la maltrataban, y ella fue la que conseguió el dinero para esta terapia, el único sitio donde la escuchan. El corazón me da un vuelco al ver cómo a la terapéutica le importa una putísima mierda la vida de la chica, centrándose tanto en Abraham que no se percata de que la maltratada se ha sentado. Miro a Natalie con impotencia y a la chica con extrema ternura, sin poder permitirme un dolor más por parte de la puta que cobra, en vez de por follar, por fijarse en un chaval de dieciséis años como si fuese una auténtica pedófila. Joder, incluso me da miedo.
Abraham dirige su mirada hacia mí, mostrando cierta intriga por mi vida, siendo acosado por la cansina mirada de la experta. «Pero, ¿experta en qué?».
No puedo soportar ver cómo personas que realmente necesitan que las escuchen son ignoradas por la misma persona a la que pagan, por una jodida polla andante que daría la vida por tirársela. Si no lo ha hecho ya.
Mi cuerpo reacciona inmediatamente; me levanto de la silla, dirigiéndome a la puerta para cerrarla con extrema, nerviosa e insoportable fuerza que el sonido provocado retumba por todo el edificio, incluso juraría que dentro de las otras habitaciones que hay en él se ha escuchado.
Cuando comienzo a bajar las escaleras con un inmenso ímpetu por la rabia, escucho cómo la puerta se abre con una similar fuerza a la que yo hice para cerrarla. Me giro y, joder, Abraham se dirige hacia mí. No puedo tragarme a un tío tan sumamente creído, en serio. No puedo, ni quiero.

—Eh, tú —me llama utilizando un vocativo común, ya que no conoce mi nombre—, rubia; ¿qué cojones te pasa?
—No me llames rubia.

Me detengo. Quiero tranquilizarme, juro que quiero hacerlo, pero no puedo, no con él. Respiro hondo y continúo bajando las escaleras aún con más prisa. Carajo, ¿tan largas eran?
Pero, como todos intuíais, él es mucho más rápido que yo.

—Hija de puta, joder —me agarra del brazo con firmeza, pero sin llegar a hacerme mucho daño—, párate.
—Suéltame.

Me retuerzo. Me retuerzo con toda mi alma pero no consigo deshacerme de él, de su brazo sosteniendo el mío. No puedo.

—¡Que me sueltes, imbécil! —grito, pegándole puñetazos con el brazo que tengo libre. Pero por poco tiempo.

Me lo agarra y, con una mano, me sujeta ambas muñecas a la vez, como hacen los policías para esposar al detenido. Me levanta los brazos y me gira sobre mí para que su cara quede a centímetros de la mía. Cree que voy a caer, y quien va a caer aquí es él retorciéndose de color por la patada que le voy a pegar en los...

—¡Cojones, estate quieta, guarra! —me grita cuando continúo retorciéndome.

Su mirada se dirige a mi pecho, y supongo que por eso mis brazos continúan alzados. Se atrapa su labio inferior entre sus dientes, y me mira a los ojos con una mirada totalmente oscurecida reflejando las ganas que tiene este hijo de puta de besarme.

—Como tengas cojones de besarme, que sepas que a la terapéutica esa no te la tiras.

Ríe. Ríe como si estuviera disfrutando de la situación, como si estuviera disfrutando de lo que tiene delante. Como si estuviera disfrutando de mí.

—Oh, maldito hijo de puta, suéltame o te juro que de aquí no sales vivo —entrecierro los ojos, amenazándole lo máximo de lo que soy capaz.
—Ay, cuánto amo tu personalidad, guarra. La amo.

Y me sonríe. El gilipollas este me sonríe. «Oh, la que se está buscando».

—¿Abraham?

La perrita faldera llamando a su dueño. Enarco una ceja en la dirección de Abraham y él pone los ojos en blanco, confesándome con ese mísero gesto cuán cansado está de esa tipa. Se acerca lentamente a mi oreja y me acaricia, no sé si queriendo o sin querer, el mentón con su nariz y su respiración choca con mi cuello. Mi corazón me falla como tantas veces lo ha hecho acelerando mis pulsaciones cuando me susurra en el oído:

—Necesito que tú también vengas, no me dejes solo con esa psicópata.

Y se ríe. Se ríe en un tono bajo en mi oído y me estremezco, entrándome un escalofrío por la espalda. Y no, no me ha parecido desagradable.
Cuando pasa por al lado de Natalie, ésta le sonríe. Maldita sea, sí que es pesada. Dirige su mirada hacia mí y su cara cambia por completo, mostrándome una expresión de asco. Enarco una ceja y acto seguido pongo los ojos en blanco. Ay Dios, espero que al menos yo pueda aclararme con Nazan y Josh, porque me veo a esta tía hablándome de Abraham, de Abraham y más Abraham como experiencia. Sí, lo presiento, y pocas veces mis presentimientos me han fallado. Pocas veces. Espero que esto pertenezca a este grupo.
Río al pensar cómo tiene que sentirse Abraham respecto a todo esto, porque sólo he percibido la situación unos minutos, quizá una hora, y ya me he hartado de ella.

Abro la puerta con suavidad, completamente al contrario a como la cerré, y la cierro tras mí.
Todas las miradas las tengo encima, incluso la de Natalie que, por primera vez, no acribilla a miradas a Abraham, que está mirándome recostado en la silla, sonriéndome y cruzándose de brazos.
Ruedo los ojos y me siento.

—Abraham —le llama Natalie. Parece que cuando menciona su nombre es como quien saborea el chocolate, como si le supiese a gloria, porque sus ojos se iluminan y en su rostro se implanta una sonrisa de oreja a oreja, verdadera—, es tu turno de...
—No —le interrumpe de inmediato, negando y sentándose correctamente en la silla, mirándome con intriga, frunciendo el ceño—, quiero que se presente ella.

Me señala y mi corazón palpita a velocidad de la luz, quizá por nerviosismo, quizá por Abraham, o quizá por ambos. Respiro hondo y me levanto de la silla lentamente, no de forma tan brusca como lo hice antes, y mi pelo va hacia atrás con el impulso. Natalie ha mirado con confusión a Abraham y con odio y quizá con envidia hacia mí, mientras se da por rendida y acepta. Me coloco en medio del coro que han creado entre todas las sillas y todos los presentes, atrayendo el punto de mira de todos hacia mí.

—Vamos rubia, quiero saber de ti.

Pongo los ojos en blanco.

—Que no me llames rubia, joder —suspiro cabreada—;  que me llamo Ari.

Sonríe y se recuesta de nuevo en la silla, satisfecho por haber conseguido sacarme cómo me llaman mis amigos. Le odio; odio su egocentrismo y su sentimiento de su superioridad, pero a la vez admiro su capacidad de conseguir lo que quiere. Suspiro muy profundo, rendida, y comienzo a hablar de mí.

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