Capítulo 3

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Me dolía mucho la cabeza. Sobre todo en estos últimos días, en los cuales confirmé mi viaje a Buenos Aires y organicé mi agenda. Pasaría allá exactamente diecisiete días, tras doce años de premeditada ausencia. Al principio me rehusé a viajar por tanto tiempo, pero Lola cumplía años y no pude decirle que no iría. Se lo había prometido porque eran sus quince años, ocasión única en la que no debía fallarle.

No es como las chicas de mi época que elegían una gran fiesta y escuchar a los BackStreet Boys; ahora las quinceañeras son más divertidas, liberales y desinhibidas. Pensar eso me tensó (aun más) la espalda.

Lola siempre sería mi hermanita menor. Sí, aunque tuviese cincuenta años sería mi hermana pequeña. Y permanecería soltera y virgen de ser posible. Nadie la tocaría, nadie le hablaría al oído, nadie le dirigiría la palabra

"Exacto,¡eso sería mucho mejor!" mi cabeza castradora, asumía.

El hombre que se sentó a mi lado interrumpiría mis exagerados pensamientos, pero los retomé nuevamente tras acomodar las mangas de mi camisa.

Deseé fumar. Hace mucho que dejaría el vicio, pero las preocupaciones que rondaban mi cabeza, y las expectativas por regresar a Buenos Aires, bien valían la pena fumarse un pucho en paz.

Me repregunté si sería un error permanecer mucho tiempo en Acassuso pero papá y Gabriela me insistieron tanto para que pase mi estadía en casa, que no pude negarme.

Mi casa...siempre lo sería a pesar de la inmensa distancia. Tan amplia, con ese inmenso jardín y esa bella piscina profunda y extensa...

Tengo los recuerdos más puros y hermosos de mi vida en ella. Como cuando le enseñé a la obstinada y cabeza dura de Virginia a nadar después del fallido intento por reprenderla.

Casi la había ahogado.

Esa sensación de desconsuelo al verla pálida cuando papá la sacó de la pileta, me mató del susto. Mi intención no era ahogarla. Me estaba fastidiando, quise responderle con su misma medicina, pero no creí que fuese verdad todo el asunto de que no sabía nadar. Pensé que estaba exagerando, así como era ella, exagerada para todo.

Hablaba exagerando los movimientos de sus manos, exageraba en la cantidad de palabras que decía por frase, exageraba en lo efusiva que era al saludar por las mañanas...ufff era un completo dolor de pelotas.

Pero era mi hermana. No en los papeles, no por la sangre, pero sí para nuestro entorno inmediato y para nuestros padres que nos criaron como tales, creciendo a la par, instruyéndonos sin hacer diferencias y dándonos los mismos gustos.

Al principio sentía muchos celos por compartir aquello que era mío con esa nena súper conversadora y de voz tan finita. Me dolían los oídos cada vez que se reía. Lo hacía muy fuerte y eso me molestaba sobremanera. Con el tiempo me acostumbré, así como ella a mis quejidos y a mi malhumor.

Estábamos a mano.

A medida que avanzamos, comprendí que no valía la pena seguir enfadándome con ella; no había elegido vivir esa vida, ella no tenía papá como yo tampoco mamá, y tuvimos la suerte de que nuestros padres se enamoraron y pudieron ensamblar sus familias y formar la propia, con la llegada de Dolores.

Siempre me resistiría a decirle Lola; Dolores suena refinado y con estirpe, pero ante su insistencia y la de mis padres, no me quedaba otra que aceptar que tenía las de perder en ese tema. La última vez que nos habíamos visto con mi familia (exceptuando a Virginia) fue en mi departamento de París, un exclusivo semipiso que compartía hace menos de un año con Krista, mi novia, a quien hasta hace unas semanas tenía pensado pedirle matrimonio cuando volviese de Buenos Aires. Pero ahora dudaba sin saber por qué...teóricamente mis sentimientos por ella eran firmes y seguros, hace cinco años que estábamos en pareja estable, ella me gusta, yo le agrado y fin de la historia. ¿Qué más hace falta para tener ganas de casarse?

11.050 ( Once Cincuenta): Vuelo al pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora