Capítulo 4

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Tendría que llamar a Krista, pero no tenía ganas; en su lugar, envié un mensaje de texto con un simple "Ya llegué". Pulsando enviar sin reparar en que escribí en castellano y no en francés, supuse que lo entendería de todos modos.

Ella viajó horas atrás a Milán, una firma de ropa de alta costura no demasiado famosa aun pero con buenos recursos, estaba dispuesta a tenerla entre sus filas y eso la animó. Pude jurar que fue la expresión de felicidad más grande que le vi emitir en estos últimos dos años como mínimo.

Pero no la culpaba, yo tampoco estaba siendo muy expresivo que digamos.

Hacíamos el amor como algo rutinario y compulsivo, las poses sexuales eran las mismas, las palabras previas las mismas y las palabras finales...también las mismas. Por eso pensé que pidiéndole casamiento patearíamos el tablero de la rutina, instalando una llama de pasión a nuestra pareja. Éramos jóvenes y si bien ella tenía cuatro años menos que yo, tener hijos era una idea que ya me rondaba en la cabeza.

En un par de meses llegaría a mis treinta y con muchas cosas en mente por meditar: si seguiría adelante con mi vida en París era una de ellas.

Durante más de una década esta fue mi casa, mi refugio, el lugar donde me gradué de abogado y me hice de un prestigio bastante importante. Pude comprar mi departamento, viajar por varias capitales mundiales y conocer muchas mujeres. Fui un marinero con un amor en cada puerto, cosa de la que no me arrepentiría y sumamente útil al momento de forjar mi personalidad.

Cuando Krista Debrain se interpuso en mi camino en una de las fiestas de fin de año de la compañía de la que yo era miembro, todo cambiaría. Entubada en un vestido dorado, su más de metro setenta se contorneaba a la tenue luz del bar donde festejábamos. No había ojos que no estuviesen comiéndola entera, no existía hombre en ese sitio que no la desease ni mujer que no la envidiase. Me acerqué y comencé a hablarle. Ella giró, observándome de arriba hacia abajo como si nada, para seguir con su danza, ignorándome por completo.

Ese sería el primer paso de una larga conquista. Conseguí su número porque era prima de la esposa de Paul, uno de los miembros de la junta directiva de la empresa para la que yo trabajaba. La invité a salir en tres oportunidades hasta que mi tesón le ganaría a su reticencia y desde entonces, no nos separaríamos más.

Bueno, no nos separamos era una forma de decir porque tendríamos muchas idas y vueltas, portazos mediante, viajes relámpago de ella por desfiles y míos por negocios...la cosa es que sospeché que todas las parejas tenían altibajos en su vida conyugal. Y nosotros no seríamos la excepción a la regla.

Insistí en que viniese a vivir conmigo, tal vez así, podríamos pelearnos menos y disfrutarnos más. Al principio mi estrategia funcionaría: ella se ocupaba de la casa tanto como yo, se preocupaba por los quehaceres domésticos...sin embargo, esa energía inicial se evaporaría en el aire con el paso del tiempo.

No solo no hacía nada (pero nada) sino que incluso yo le planchaba su ropa. Sí, es cierto que me caracterizaba por ser un obsesivo de la ropa bien almidonada, pero tampoco era el tintorero taiwanés de la vuelta de la esquina.

Con la intención de darles una sorpresa a mis padres, pero más a Lola les dije que a más tardar mañana o pasado estaría de regreso en Buenos Aires, pero no hoy.

Sonreí en soledad mientras esperé por mi equipaje en la cinta trasportadora, tomé un taxi a la salida y en pocos minutos nos encontramos en la autopista, yendo hacia zona norte, donde estaba mi casa.

Regresar a Buenos Aires significaba un desafío para mí mismo; recorrer nuevamente los recovecos de la casa, ver la pileta de la que tanto disfruté, volver a mi cama...Ufff cuántos recuerdos, cuántas cosas por guardar en el archivo y no sacar a relucir nunca más.

11.050 ( Once Cincuenta): Vuelo al pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora