Capítulo 6

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No tuve noticias de Krista, y tampoco me importó mucho; yo ya le había enviado el mensaje avisándole que estaba bien en Buenos Aires, sin obtener ninguna respuesta de su parte.

Tendría que reconocer que todo funcionaría mejor de lo que esperaba porque si bien la bienvenida había sido un tanto hostil por parte de Virginia, de a poco lograríamos establecer un vínculo más blando, llegando a tener una charla más tranquila.

Hablamos del Haras, de la posibilidad de un sabotaje a los caballos de papá; conversamos sobre Lola, de lo grande que estaba y de anécdotas que sacaríamos a relucir con una sonrisa en nuestros rostros.

Me sentí a gusto estar en casa de vuelta, en mi cama, rodeado de posters con logos de River Plate, fotos viejas con los dos Diegos, con Rafa; en la playa con Lola siendo chiquita, con mamá y papá en Punta de Este...todas pegadas en un corcho gigante que seguía colgado en la pared.

En una esquina, recortada, aparecía una imagen de Virginia y yo...más precisamente, de Virginia en primer plano y yo por detrás haciéndole los cuernitos con los dedos de mi mano. Me reí al volver a verla.

Era en uno de los últimos cumpleaños que presencié de ella, sus quince.

Sus enormes ojos parecían mirarme desde su inocente carita siendo imposible no rendirse ante ellos: redondos, grandes, turquesas. Y llenos de luz.

Por un instante no sentí que los recuerdos me ahogaban, sino que por el contrario, me reconfortaban, llenándome el alma. Eran como la energía que necesitaba para recargar mi motor interior; realmente extrañaba mucho estar con mi gente.

París me daría muchos años buenos: una estabilidad laboral en una empresa interesante, que se encargaba de la venta de productos infantiles, una novia que es muy bonita, producto de envidia y con la que tengo pensado casarme. Y como si fuese poco, contaba con un buen pasar económico.

¿Por qué teniéndolo casi todo, me concentraría más en lo que no? Tal vez era mi espíritu ambicioso, cultivado en parte por mis vivencias en París.

A mi mente vino el día que arribé a París, una enorme ciudad con gente yendo y viniendo, nada que no imaginara; el microcentro porteño de Buenos Aires se atesta de personas también pero la diferencia era que en Francia, yo estaba solo. En un país alejado y desconocido.

Me encontré algo perdido, pero no físicamente, sino emocionalmente.

Pero era mi castigo. Papá me lo había dejado bien en claro después de discutir en su despacho.

Yo no había respondido de la forma que él creía correcta y ni mis súplicas ni mis ruegos pudieron persuadirlo que deseaba quedarme en Buenos aires.

Mamá lloraría a mares cuando le dije que me quería ir a estudiar a otro lado, y que papá me sugirió ir a la Universidad de París, en La Sorbona. No tendría que ocuparme más que de estudiar (hice una carrera meteórica de cuatro años y medio) y de conseguirme un trabajo para solventar mis propios gastos; papá correría con el alquiler de mi monoambiente.

Apenas me graduado tuve la suerte de entrar a la firma que aún me tiene entre sus filas, por medio de un contacto de mi papá, logrando tener las puertas abiertas de manera casi inmediata; eso sumado a mi interesante CV (en el que no pondría que mis capuchinos eran excelentes) me garantizaba una rápida escalada allí dentro.

Al poco tiempo conocería a Krista y el resto, ya lo sabemos.

Me fue difícil superar el desarraigo; un puñado de fotos me acompañó a mi nueva vida y si bien durante mucho tiempo estuve enojado con papá, y él conmigo, apostamos a que lo mejor era dejar los rencores atrás. Si yo hubiese estado en su lugar, no sé si hubiera reaccionado igual o peor.

11.050 ( Once Cincuenta): Vuelo al pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora