Capítulo 7

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Afortunadamente no había mucho trabajo en la clínica, era una época del año en la que todos se tomaban vacaciones. Con un pico de trabajo a poco de las fiestas, nunca faltaba el dueño idiota que hacía explotar un fuego artificial o un cohete cerca de los animalitos indefensos y los alcanzan las esquirlas o a veces, la pólvora. ¡Y ni qué hablar de sus sensibles oídos!

De eso nos encargábamos Paula y yo, curar de la ceguera o al menos revertir la incómoda situación de animalitos, en casos donde se tornaba irreversible.

Siempre fui bichera; acariciaba a los perros del barrio ante el miedo de mi mamá y sus palabras de "un día te van a comer la mano"; amenazas a las que jamás haría caso. Si fuese por ella tendría que haberme ordenado de monja.

Solía mirar programas de TV como Animal Planet junto a Joaquín y correr entre los caballos de la estancia de Saladillo. Mi primer acercamiento fue con Emily, una potranca de pelaje negro brillante, a la que me subí con mucho miedo, pero dominé con el paso del tiempo.

Sufrí mucho cuando se murió, tuvieron que sacrificarla porque padeció la mordedura de una víbora. Ese día lloré mucho, papá y mamá me consolaron; Joaquín miraría de lejos, aun no éramos tan amigos. Creo que en el fondo él también estaba sufriendo por el caballo y por verme llorar tan desconsoladamente. Tenía un corazón detrás de esa capa espesa de chico malo.

Cerca de terminar mi turno y a la vista de un fin de jornada más tranquila aun, fui hasta el baño y recogí mis cosas para regresar a casa. Di por sentado que todo estaría revolucionado por el cumpleaños de Lola. Mamá se obsesionaría con dejar la casa impecable, mientras que Lola desordenaría cualquier cosa que tocaba.

Deseé que papá hubiese solucionado el tema en el campo, algo que creí imposible; fruncí la cara sabiendo que estaban complicadas las cosas; di por hecho que en breve habría que viajar hasta Saladillo, lo más probable era mientras ellos estuviesen de viaje o apenas llegasen a Buenos Aires. Todo dependería de la evolución de la yegua y del resto de los caballos.

Hacía mucho calor, por lo cual me sujeté el pelo con un gancho de dientes grandes para observar que en el celular tenía dos llamadas perdidas de Lisandro y un mensaje de texto.

"Gigi, cuando puedas pasá a buscar las cajas, me estoy yendo a un Congreso en Los Ángeles, llamáme, beso."

Tendría que ir en estos días, cuando Pedro soltara de sus garras a Bety.

Era hora de cambiar el auto por uno más nuevo y sin tantos problemitas mecánicos, pero no quería, me aferré a ella con tanto sentimentalismo que me daba mucha pena dejarla ir. Durante dos años, hasta que cumplí los dieciocho, papá no quiso enseñarme a manejar por miedo a que saliera sin registro y matara a alguien.

Esperé como los presos pacientemente llegar a la edad suficiente para circular legalmente, y lo hice carne.

Era el auto de los dieciocho años de mi hermano...bueno, de Joaquín. Cuando me dejó (o se fue, es lo mismo) me pidió que lo conservara, que era su regalo para mí. Respeté mi promesa, lo conservé lo mejor que pude. Nunca choqué ni me chocaron; tenía algún que otro roce en los espejos, un rayón en la puerta del acompañante y me habían robado la rueda de auxilio, pero nada más. La tapicería era la original, el motor también, la chapa bastante buena. Me sentí orgullosa porque aun estaba bien cuidado.

Lo cuidé como si fuera el mismísimo Joaquín.

Mi primera intervención como dueña del auto, fue cambiarle el apodo. Beto era masculino. Le di mi versión femenina, convirtiéndola en Bety. Me reí de mi primera victoria.

11.050 ( Once Cincuenta): Vuelo al pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora