Capítulo Veintidos.

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Narra Mateo

A las seis y media de la mañana, como cada día, suena mi despertador. Lo apago enseguida, llevo horas despierto.
Hace años que no duermo cuatro horas seguidas, es imposible. Me despierto con pesadillas, sudado y tan dolorido que pienso que me han pegado una paliza en sueños. Pero no, todo el dolor es interno, nada físico.

Me doy una ducha rápido intentando dejar atrás el maldito sueño que se repite cada noche; un ruido sordo, cristales por todos lados y el olor metálico que llega a mis fosas nasales ... sangre. Es como si ése día yo también hubiera estado en el coche en el murieron mis padres. Al fin y al cabo, me merecía eso y mucho más.

Cierro los ojos con fuerza, para terminar de despejarme y así salir de la ducha, pienso en mi niña, la única que espanta todos mis demonios.
Solo tengo que imaginar su dulce sonrisa para que eso pase, cada vez es más fácil.
Conocerla me ha hecho bueno, mejor persona. Tanto, que he descubierto mi única virtud, quererla.
Ella, mi verdadera cura.

No paro de darle vueltas al daño que puedo hacerle a sus padres, sobretodo a mi mejor amigo, Jesús me sacó de toda la mierda cuando tenía dieciséis años y se arriesgó metiéndome a la empresa.
Yo no podía fallarle e hice todo lo que estaba en mi mano, hasta así tener su confianza y convertirme en su mano derecha.

Recuerdo cómo a los dieciocho años me metió en su casa, como si fuera un familiar más. Allí conocí a Milagros y Santiago, dos empleados serios y fieles. A su mujer, María, una chica encantadora y amable que me acogió desde el primer día sin hacer preguntas, y por último estaba Alejandra, aquella princesita de dos años con el pelo rubio y unos ojos azules que ocupaban toda su cara.

La ví creciendo mientras afianzaba la relación con su familia. Cada vez estaba mejor entre ellos.
Alejandra comenzó a crecer y no tardó en empezar a tocar la guitarra y el piano, ¡cómo tocaba! Sin duda, era mi salvación escucharla cada noche, como si me transportara a un lugar de paz.

Alejandra creció y mejoró muchísimo, era todo un lujo escucharla, sin duda. No faltaba cada noche a su peculiar concierto en el porche, hasta que un día me convencí a hablarle.
Era una chica de catorce años dulce, tierna, transmitía calidez y tranquilidad allí donde estuviera, y eso me gustaba.

Pronto, comenzó a verme de otra manera, y yo me daba cuenta. Me miraba y sus dos ojos azules brillaban, ¿pero qué íba a hacer yo? Ignoraba su cambio de actitud, pensé que se le pasaría, pero cumplió los quince, y los dieciséis, y sus sentimientos por mí seguían estando ahí y a mí cada vez me costaba más alejarme de ella.

Ya no me transmitía tranquilidad y paz, al escucharla mi corazón se abría por completo a ella, a sus dedos y a su voz. Admiré su valor al decirme que estaba enamorada de mí, ¿cómo pudo pasar eso? Una perfecta niña enamorada de un hombre como yo.
Cuando lo dijo, lo obvié, pero mi interior me decía que no lo hiciera.
Era la hija de Jesús y María, mis mejores amigos, además, tiene diecisiete años... pero no lo pude controlar, todo a mi alrededor me decía que era ella.
Mi princesita, mi niña.

A las siete y media ya estoy de camino a su casa, aunque también parecía mía, pasaba ahí la mayor parte del tiempo. No convierto mi coche en descapotable, solo hacía eso cuando ella íba conmigo.
Recuerdo aquel día que la llevé al río, ésa mañana que obré mal y la traje conmigo en vez de llevarla a clase.
Ya habían pasado tres semanas desde aquella increíble mañana en la que nos besamos y ni por un segundo he olvidado sus labios sobre los míos.
Había activado todo mi cuerpo, oxidado y podrido por dentro. Ahora todo sanaba gracias a ella. Casi me había hecho un nuevo hombre.

- Buenos días Milagros - Saludo a la mujer al entrar, huele a delicioso café que esta preparando.

- Hola, Mateo - Sonríe - ¿Una taza de café para empezar bien el día?

Quiéreme si te atreves.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora