Aquí:Uno
A las doce y media de la mañana de un día de mayo particularmente hermoso, el parque estaba radiante. Las copas de los árboles más altos se balanceaban movidas por la brisa cálida, las flores de los castaños, rosas o blancas, ponían notas de color entre las frondas y los macizos de flores brillaban como joyas, pero Talia, sentada en su banco favorito enfrente del estanque de los patos, a la sombra de un inmenso sauce llorón, ni siquiera se daba cuenta de toda la belleza que se extendía a su alrededor. Las lágrimas le impedían ver con claridad de la punta de los zapatos que ya llevaba un buen rato mirándose. Cuando levantaba la vista para perderla en la superficie del estanque, donde los nenúfares empezaban a florecer, lo único que veía era un borrón verdoso salpicado de reflejos de sol; así que volvía a mirarse los zapatos mientras trataba de quedarse quieta abrazándose a sí misma, conteniendo los sollozos que se le salían de la garganta.
Nunca había estado tan triste en sus doce años de vida recién cumplidos. Nunca había sentido esa angustia, esa impotencia, esa necesidad de cambiar su mundo, de que todo lo que estaba pasando a su alrededor desapareciera para volver a ser como había sido antes, cuando eran felices, cuando sus padres no se peleaban y se insultaban todos los días como ahora; que todo volviera a ser como cuando su madre aún estaba en casa para recibirla con un beso al volver del colegio.
Ahora ya no tenía sentido volver a casa. Su padre estaba en el trabajo, su hermano se había ido a casa de su amigo Pedro y su madre ya no estaba. Ya no volvería a estar nunca. Por su culpa. Por lo que ella le había dicho la noche pasada.
Sintió que no iba a poder controlarse más y se mordió las mejillas por dentro de la boca para no ponerse a aullar allí mismo, en medio del parque.
- ¿No deberías estar en el colegio?- preguntó una voz profunda a su lado.
Talia se volvió, sorprendida, las lágrimas cayéndole como grandes gotas de lluvia desde la barbilla a la pechera de su camiseta azul. No lo había oído llegar. Negó con la cabeza porque se sentía incapaz de hablar todavía. Era como si una fuerte mano le apretara la garganta.
El que había preguntado era un viejo que se parecía un poco a la foto del abuelo que tenían en la sala de estar: grande, con pelo blanco y muy fino, como de bebé, y ojos castaños hundidos entre las arrugas. Tragó saliva varias veces hasta que pudo contestar:
-Los viernes salimos a las doce.
-Y no debes tener mucha hambre aún, porque no te has ido a casa corriendo.
-No puedo irme a casa- contestó, sin poder ya contener los sollozos.
-¡Vamos, vamos!- animó el hombre-. Un chica tan bonita y tan mayor como tú no debería llorar por cualquier tontería. ¿Qué pasa? ¿Te has olvidado la llave? ¿Quieres que llamemos a tu madre?
En la mano del hombre había aparecido un móvil plateado.
Talia negó con la cabeza:
-Mi madre no quiere hablar conmigo. No quiere verme nunca más. Ayer se fue a casa y dijo que no quería verme nunca más.
Esta vez el ataque de llanto duró mucho tiempo. El hombre le tendió un pañuelo muy planchado que olía a colonia y esperó tranquilamente a que se le pasara.
-¿Por qué?- preguntó cuando la vio más tranquila-. Cuéntamelo anda. A veces hablar ayuda, ¿sabes?
Ella se volvió de nuevo hacia el viejo, casi furiosa:
-¡No ayuda! ¡Hablar no ayuda más! ¡Mis padres llevan hablando desde la Navidad y lo único que hacen es gritarse y decirse cosas horribles! ¡Todos decimos cosas horribles!
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El Almacen De Las Palabras Terribles
Teen FictionTalia no quería decirle a su madre esas terribles palabras, pero lo hizo y ahora es imposible borrarlas. Es demasiado tarde. Su madre se ha marcado de casa y sus padres ya no se reconciliarán nunca. Sin embargo, quizá no todo esté perdido. Existe un...