Aquí:Doce

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                Aquí: Doce

Jaime y Yolanda estaban en una cafetería del centro tomando algo hasta que se hiciera la hora de entrar al cine cuando, reflejada en el espejo que cubría la pared, a ella le pareció ver la cara de Pablo en la tele. Se dio la vuelta, pero el aparato estaba en la esquina y, como tenía la voz muy baja, no consiguió oír lo que estaban diciendo sobre él.

-Mira, Jaime, rápido. Es Pablo.

Jaime tuvo apenas tiempo de echar una mirada antes de que cambiara la imagen para presentar un accidente, un camión volquete y un tranvía o un autobús, por lo que se podía apreciar de los restos de  ambos vehículos.

-¿Sabe usted qué ha pasado? –pregunto Jaime al camarero de la barra, que echaba miradas distraídas al televisor mientras iba colocando vasos limpios en la estantería.

-Es lo del accidente de ayer en el barrio de El Remedio. Están buscando a alguien que conozca al chico ese.

-¿Por qué? –preguntó Yolanda, sin decir que ellos lo conocía, ya que por un instante, y aunque

Pablo nunca había estado metido en ningún lío político o ilegal, se le había pasado por la cabeza que se tratara de una bomba o algún acto terrorista.

-Porque parece que está en coma y no llevaba documentos encima. No tienen forma de ponerse en contacto con la familia. Para mí, por la pinta que tiene, que es un extranjero de vacaciones y por eso aún no lo ha reconocido nadie.

-¿Sabe donde está? –preguntó Jaime, sacando ya la cartera para pagar la consumición.

-En el Hospital Provincial. ¿Por qué? ¿Lo conocéis?

-Es mi compañero de piso y tiene la estúpida manía de ir siempre indocumentado. 

-Lo siento chicos –dijo el camarero. Y cuando ya estaban en la puerta añadió-. ¡Suerte!

Fueron a la parada de taxis más cercana, pero no había ninguno a la vista. Jaime sacó la agenda para asegurarse de tener los teléfonos de los padres de Pablo y no tener que pasar primero por casa de Yolanda a buscarlos. El día antes había salido tan deprisa del piso que lo había metido todo amontonado en una maleta y varias bolsas y por eso fue un alivio comprobar que toda la información necesaria estaba en su agenda: nombres, teléfonos y direcciones.

-No se me ocurre qué podía estar haciendo un esnob como Pablo en ese barrio –dijo Jaime, ya en el taxi que los llevaba al hospital.

-Iría a casa de una de sus muchas amigas.

-¿en El Remedio? Pablo pica más alto.

-La verdad es que eres un pan bendito, Jaime. Ayer te echaba de casa y hoy te matas por ir a ver cómo está –dijo Yolanda cogiéndole la mano.

-Es que yo aún soy amigo suyo.

-No me lo explico. Se ha pasado la vida tratándote como un trapo de fregar.

-No puede evitarlo. Le hicieron mucho daño de pequeño y se ha acostumbrado a pensar primero en sí mismo.

-Sólo en sí mismo –corrigió Yolanda-. Además de que el ser hijo de padres separados no te da derecho a ser un cerdo el resto de tu vida. Mis padres también se divorciaron poco después de nacer yo y yo no soy así.

-Será que ha salido a su padre.

-Hijo, siempre tienes alguna excusa para él.

-Tú también lo querías. No hagas ahora como si nunca te hubiera importado.

-Yo lo quería hasta que me di cuenta de que el corazón de Pablo es así de pequeño –señalo un pedacito de uña- y, claro, no hay sitio para nadie más.

-A mí me quiere.

-Como el gato a los tomates. No te engañes.

El taxi paró frente a la puerta y dejaron de hablar. Jaime estaba tenso, más preocupado de lo que Yolanda lo había visto nunca, y ya se conocían desde hace casi un año. La enfermera de recepción les indicó cómo llegar a la habitación de su amigo y telefoneó arriba para avisar de que había una pareja que decía conocer al muchacho en coma.

En la pequeña sala de espera se encontraron con un matrimonio y dos chicos de su edad conversando con un médico ya mayor de pelo muy blanco. 

-¡Qué alegría! –dijo el médico al verlos-. Por fin alguien que lo conoce. Venid a verlo y luego ya os explicaré y les presentaré a los demás.

Yolanda estuvo a punto de decirle a Jaime que fuera el sólo, pero enseguida pensó que tendría que quedarse con aquella familia sin saber de qué hablar y decidió callarse y acompañarlo. Se quedaron parados en la puerta mirando las dos camas hasta que el médico empezó a hacerles señas de que se acercaran.

-¡Jo, tío! –dijo Jaime en voz alta, como si su amigo estuviera despierto y saludándolo-. Estás hecho un poema.

Pablo tenía un vendaje cruzándole la mitad de la cara, un tubo en la nariz, el suero en el brazo y otro tubo que surgía de entre las sábanas hasta una bolsa de orina colgada del somier.

-Vamos Pablo, abre el ojo. ¿O ya no saludas a los colegas?

El médico sonreía a Jaime, como indicándole que lo estaba bien.

-Ya he encontrado dónde quedarme, no te preocupes, aunque si piensas seguir ahí tirado sin abrir el pico, lo mismo me vuelvo al piso y me cojo tu habitación, que es más grande y tiene mejor vista.

Yolanda se tapó la cara con las manos y, casi tambaleándose, salió del cuarto. Era como si Jaime estuviera hablando con un cadáver. Y en la otra cama había una niña de la edad de su sobrina Pili, también como muerta. Debía de ser la hija de la familia que había visto fuera.

Cuando hubo salido la muchacha, el médico se acercó a Jaime, le puso la mano en el brazo y le indicó que salieran al pasillo.

-Bueno, tío, me echan. Ya me pasaré cuando me dejen, a ver si quieres algo.

En el pasillo, Jaime se apoyó contra la pared con los ojos cerrados, tapándose la boca con las manos.

-¿Qué tiene? –susurró, cuando pudo hablar.

-Está en coma profundo.

-¿Qué se puede hacer?

-Lo que has hecho: hablarle con cariño, y esperar. ¿Me puedes dar los datos de su familia?

-Yo soy su familia.

-¿Su hermano? –la mirada del médico decía con claridad que no se parecían en nada.

Jaime era bajito y fuerte; Pablo alto y más bien flaco. Jaime moreno, Pablo rubio.

-No. Su mejor amigo, desde el colegio. Su madre vive en Argentina y su padre en Nueva York.

Los dos tienen una nueva familia y hace siglos que no se ocupan de él. Le dan dinero, pero no tienen tiempo ni ganas de verlo. Sólo me tiene a mí. 

-Habrá que avisarlos de todos modos.

-Sí. Supongo que sí. Pero, conociéndolos, vendrán una vez, se pelearán, acabarán poniéndose de acuerdo en ingresarlo en una clínica suiza de las que cuestan un riñón, para quedarse tranquilos teniendo que pagar, y el pobre ni siquiera tendrá alguien que lo visite.

-Anda, ven a que te presente a la otra familia.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora