Aquí:Seis

4.8K 71 2
                                    

              Aquí: Seis

En una sala de espera del Hospital Provincial, Miguel Castro lloraba con la cabeza escondida entre las manos. Aún no había podido ver a Talia, pero las palabras del medico sonaban con toda claridad en su cabeza y, a pesar de que se había esforzado por hacerle comprender que aún era pronto para saber  nada concreto, para él habían sonado vagas, huecamente consoladoras, vacías de esperanza: «La niña está en coma, señor Castro. Ha recibido un fuerte golpe en el cráneo y, aunque por lo demás su estado es estable, no tenemos manera de saber si...- aquí el médico se había corregido a sí mismo con toda rapidez- cuándo despertará. En muchos casos se trata de horas. En otros... en fin, pueden pasar días, incluso semanas. No podemos saberlo. Pero es joven y fuerte. No hay que desesperar.»

Debía de haber sido un accidente terrible por lo que oía rumorear en los pasillos del hospital; más de quince personas habían resultado heridas y dos, el conductor de tranvía y el del camión, habían muerto instantáneamente. Otras dos estaban en estado de coma: Talia y un muchacho de la edad de su hijo Diego, cuyos padres aún no habían sido localizados.

Una enfermera le puso la mano en el hombro:

-¿Le apetece un café? –preguntó con una sonrisa, aunque ya no era joven.

-¿Puedo ver ya a Talia?

-Aún no. Ahora ya está limpia y guapa, pero le están haciendo unas pruebas. Ya lo avisaré cuando pueda pasar.

-¿Cómo me han localizado?

Lo preguntó por hacer algo, por hablar con alguien simplemente, para no tener que quedarse de nuevo solo aquella sala de espera.

La niña llevaba el nombre y la dirección en la cartera. Como era la única niña en el tranvía, hemos supuesto que la cartera tenía que ser suya.

-¿Qué hacía mi hija en ese tranvía? –se preguntó, más a sí mismo que a la enfermera. 

-El accidente ha sido en el cruce de Chile con Perú, en el barrio de El Remedio. A lo mejor había ido a visitar a una amiga. Es un barrio muy familiar.

Estuvo a punto de decirle que su hija iba a uno de los mejores colegios de la ciudad y que no tenía amigas en un sitio como El Remedio, al lado del cinturón de ronda, al límite de donde empezaban las fábricas y las chabolas, pero algo lo hizo callarse a tiempo. Él no tenía forma de saber si la enfermera vivía también por allí o tenía familia en ese barrio.

-¿Y el otro chico? ¿El que también está en coma?

La enfermera lanzó una mirada rápida por encima del hombro, como si quisiera asegurarse de que no los escuchaban.

-Parece que está peor que Talia. Y además está solo. No llevaba documentación encima y hasta que no salga su foto esta noche por televisión y mañana en los periódicos no es muy probable que sus  padres se enteren –se enderezó y cambió de tono -. ¡Venga! Venga a tomarse un café; le sentará bien mientras espera.

Caminaron juntos por el pasillo verde y blanco hasta el cuarto de las enfermeras, vacío en ese momento. 

-Me llamo Tere y estoy de guardia hasta mañana a las seis. Me encargaré de Talia hasta que le den de alta. ¿Toma azúcar?

Miguel negó con la cabeza y, sin siquiera mirar la taza, se quedó quieto, con la vista perdida en el linóleo verde del suelo.

Tere se sentó enfrente de él, le puso la mano en el brazo y, acercándose un poco, le dijo: 

-Mire, Miguel, no sé si el médico le habrá dicho algo de esto, pero yo llevo muchos años atendiendo a pacientes en coma y sé que la cosa no es fácil para la familia. Pero también sé que la única forma de ayudarlos es estar aquí, entrar a verlos, cogerles la mano, contarles cosas. Y eso es especialmente difícil porque ellos están ahí como muertos; no reaccionan, no hablan, no mueven los ojos. Unos los mira, así, tan frágiles, tan pálidos, intubados, como estatuas de la persona que fueron, y tiene miedo.

El padre de Talia levantó la vista del suelo para fijarla, ofendido, en los ojos azules de Tere.

-Sí, miedo, Miguel, sé lo que me digo. Uno se asusta al verlos y quiere salir de aquí, salir al exterior, hablar, oír ruidos, ver la tele, tomarse una cerveza, darse cuenta de que uno sigue vivo y olvidar que el otro está ahí y a la vez no está aquí, con nosotros.

-¿Dónde está? –preguntó con la voz quebrada.

Tere suspiró, removió el azúcar en su café y volvió a dejar la taza sobre la mesa, sin beber. 

-Nadie lo sabe. Yo creo que una parte de ellos está aquí y nos oye, mientras otra parte hace una especie de viaje, a algún lugar adonde los vivos no podemos llegar, pero si me oyen los médicos, me echan por loca. Yo creo –bajó la voz y dijo articulando claramente, como si el que la escuchaba fuera extranjero y tuviera que asegurarse de que la comprendía-, yo creo que las palabras los traen de vuelta.

Lo he visto muchas veces; un hombre joven regresó después de cuatro años. Y su mujer estaba ahí cuando abrió los ojos. Había venido todas las tardes del mundo durante cuatro años, hasta que despertó. ¿Se imagina?

Miguel asintió con la cabeza.

-No la dé nunca por perdida. Si mañana sigue en coma, vuelva pasado, y al otro, y al otro. Hasta que despierte

Miguel siguió diciendo que sí mecánicamente, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

-Voy a ver si han terminado. Usted quédese aquí y tómese el café.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora