Aquí: Tres

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Aquí: Tres

Talia llevaba ya un buen rato en el tranvía que circulaba por barrios cada vez más feos y más pobres, como si no pertenecieran a la misma ciudad en la que ella había vivido siempre. La gente subía, avanzaba cuatro, cinco, seis paradas y volvía a bajarse, pero cada vez habían menos personas y, cuando empezaron a aparecer las fábricas de las que le había hablado el hombre, el tranvía estaba ya casi vacío.

No sabía exactamente qué hacía ella allí, en aquel tranvía que la llevaba a barrios periféricos en los que no había estado jamás, pero el hombre le había dicho que en aquel lugar intentarían ayudarla y, si algo necesitaba en ese momento, era precisamente que alguien la ayudara. No sabía tampoco sí, una vez allí, se decidiría a entrar; pero no se perdía nada con llegar hasta el almacén y ver qué aspecto tenía. El hombre le había dicho que era un edificio en ruinas, ¿qué clase de ayuda podía esperar de alguien que trabajara en un edificio en ruinas? Pero, de todas formas, podía intentarlo. Al fin y al cabo iba sola y no tenía que darle explicaciones a nadie si no se decidía a entrar. Por suerte, el hombre ni siquiera había insinuado que quisiera acompañarla. Si le hubiera dicho algo de eso, se habría ido corriendo a casa de Pepa, pero se había limitado a das la información y dejarla sola. Pero ¿y si tenía algún cómplice que la estuviera esperando en aquel edificio?

Miro nerviosa a su alrededor para ver si alguien la había seguido, pero el tranvía estaba ya casi vacío. Mejor. Se acercaría al lugar, echaría una mirada y decidiría según viera el ambiente. Si su padre le hubiera comprado el móvil que había pedido por Navidad y que todas sus amigas tenían, ahora podría llamarlo para que supiera al menos por qué zona de la ciudad tenían que buscarla si pasaba algo. Pero su padre nunca pensaba en ella. No pensaba más que en su trabajo y, últimamente, en las discusiones que consumían la mayor parte del tiempo.

De repente, el tranvía se detuvo. Habían llegado a la última parada de la línea y, cuando el conductor se bajó a fumar un cigarrillo, sólo quedaban ella y un chico de la edad de su hermano.

-¡Cinco minutos! -gritó, cuando los vio bajar, indecisos, mirando a su alrededor; luego, cuando el tranvía que hacía el recorrido contrario paró a su lado, se desentendió de ellos y se puso a hablar con el otro conductor.

Talia miró hacia el fondo de la calle buscando el edificio gris, pero la vista no podía llegar hasta el final porque el camión enorme acababa de descargar algo en una obra cercana causando una gran polvareda.

Se ajustó mejor la mochila sobre los hombros y echó a andar hacia donde debía de estar el almacén. El chico que se había bajado del tranvía a la vez que ella caminaba por la otra acera, la que quedaba en sombra, pero en la misma dirección. Lo miró de reojo: era alto y rubio, como un jugador de baloncesto, de hombros anchos y paso atlético; pero, aunque con esas piernas tan largas podría haber caminado mucho más rápido que ella, iba casi a su altura, como si no supiera adónde iba o como si tuviera miedo a llegar.

Talia se bajó de la acera al llegar a la obra, rodeó el camión volquete y miró de nuevo hacia el fondo de la calle: un edificio viejo, feo y gris, de ventanas rotas, se alzaba al otro lado de la avenida llena de farolas y solares que se cruzaba con la calle por la que ella caminaba. Ése debía de ser.

Sintió un cosquilleo de miedo, como una fila de hormigas heladas que le pasaran por la espalda. Le habría gustado estar ahora en casa, haciendo los deberes después de comer para no tener que preocuparse de ellos el fin de semana, o estar con su amiga Pepa viendo la tele o incluso en el colegio, hasta en clase de gimnasia, que era la asignatura en la que peor nota sacaba.

No quería estar allí, en aquel barrio desconocido, con el polvo metiéndosele en la nariz y el sudor escurriendo cuello abajo, con aquella sensación de vacío en el estómago que no era hambre, a pesar de que no había tomado nada desde la leche del desayuno; pero no había más remedio. Tenía que intentarlo.

Llegó al cruce de calles, miró a los dos lados con mucha atención y pasó deprisa, atenta a cualquier coche, aunque estuviera aún lejos, pero el silencio era casi total; sólo se oía el motor del camión de la obra. No había pájaros porque no había un solo árbol en lo que abarcaba la vista, y las personas que trabajaran por aquella zona debían de estar dentro de las fábricas o haber terminado ya la jornada porque eran cerca de las tres. El sol se estrellaba contra aquellos edificios cuadrados y feos haciendo brillar los parabrisas de algunos coches aparcados, pero no se veía un alma.

Mirando por encima del hombro, vio al chico del tranvía parado en la otra acera con la vista clavada en el almacén y pasándose la lengua una y otra vez por encima de los dientes, como si quisiera limpiárselos sin usar cepillo. Se le notaba porque la boca se movía y se estiraba todo el tiempo. Quizá él buscaba el mismo sitio y tenía tanto miedo como ella. Si pudieran entrar juntos...

Volvió la vista al almacén mientras el chico se decidía a cruzar la calle y llegar a su altura. Desde donde estaba ahora podía ver que era un edificio abandonado, rodeado de cristales rotos, trozos de ventanas que alguien había destrozado a pedradas, malas hierbas junto a la entrada creciendo entre los peldaños, la pintura desconchada, la fachada cayéndose a pedazos. No era posible que estuviera abierto como había dicho el hombre y, si lo estaba, eso querría decir que habría borrachos o mendigos viviendo dentro. Era una locura pensar en entrar ahí.

Oyó el crujido de los pasos del chico cuando pasó de la acera a la zona cubierta de vidrios y se

volvió hacia él sin saber bien cómo preguntarle. Tenía los ojos claros y una barbita rubia bastante birriosa. De lejos estaba mejor.

-¿tu también...? -empezó ella y no acabó la pregunta porque el chico se puso a mover la cabeza de arriba abajo diciendo que sí.

-¿Quién te lo ha dicho? -Preguntó Talia-. ¿El señor del parque?

-Una vecina. Una señora mayor que no sale nunca de casa. Ha oído el portazo que ha dado Jaime al marcharse y ha venido a decirme... lo que se puede hacer.

-¿Quién es Jaime?

-Mi mejor amigo. Era mi mejor amigo. Hemos terminado.

-Por algo que tú le has dicho.

-¿Cómo lo sabes? -entrecerró los ojos, como si sospechara de ella por algo.

-Porque yo también he dicho algo terrible.

-¿A una amiga?

El chico sonreía un poco, una sonrisa de esas que ponen los adultos cuando piensan que los problemas de los niños no son importantes comparados con lo suyos.

Quizá sin esa sonrisa condescendiente no le habría dicho nada, pero eso la decidió:

-A mi madre. Se ha ido de casa. Por mi culpa.

El chico dejó de sonreír y tragó saliva:

-¿Entramos?

Talia asintió con la cabeza y por un momento estuvo tentada de darle la mano, pero al darse cuenta de que era un desconocido, se paró de golpe con la mano ya tendida. Él interpretó mal el gesto y casi se puso colorado:

-Perdona -le dijo, creyendo que ella había querido presentarse-. Me llamo Pablo.

-Yo soy Natalia, pero todos me llaman Talia.

Se estrecharon la mano frente al edificio, con los pies crujiendo sobre los vidrios a los que el sol arrancaba destellos de diamante. Se soltaron de nuevo y, muy despacio, fueron acercándose a la entrada hasta que la sombra de la pérgola los cubrió.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora