Allí:Seis

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                                       Allí: Seis

Talia flotaba en una luz rosada que latía como un corazón tranquilo y le ofrecía imágenes que apenas podía poner en palabras. De vez en cuando cerraba los ojos y, al abrirlos, la luz había cambiado de color o el aire se había llenado de un perfume distinto o sonaba una música que nunca había escuchado. Algunas veces le parecía que era el color el que sonaba a su alrededor o el perfume el que cambiaba de forma frente a sus ojos. Veía un aroma de clavel en el canto de una flauta o podía oler el recuerdo del rostro de su madre en una combinación de rojos y violetas. Era tan hermoso que a veces lloraba sin saber por qué, con lágrimas lentas que no se deslizaban por sus mejillas para caer sobre la camiseta azul, sino que se convertían de inmediato en globitos transparentes que se quedaban flotando a su alrededor y podía recoger estirando la lengua para capturar su sabor salado.

No había nadie en la sala, pero no se sentía sola porque en ocasiones notaba presencias amigas, suaves como pañuelos de seda que su madre guardaba en el cajón del tocador o cálidas como jerséis de angora. Presencias que la rodeaban, la confortaban, le susurraban historias sin palabras que ella comprendía de algún modo.

Algunas veces pensaba en sus padres, otras veces en Pablo, en si estaría aprendiendo como ella; en otros momentos le venían a la mente imágenes familiares: el abuelo Mateo, que murió al poco de nacer ella y sólo conocía por fotografías; la abuela Rosa en la cocina de la casa de Málaga preparando el gazpacho en un día de calor; Diego tumbado en el sofá, viendo la tele.

Podía sentir el olor, del orégano cayendo sobre una pizza enorme, el sabor amarillo de las ciruelas claudias, el frío pinchazo en la lengua de las cerezas recién lavadas, la luz de los primeros días de las vacaciones entrando a rayas por entre las lamas de una persiana, la dulce bofetada de las olas de la playa contra sus piernas aún blancas.

Eras sensaciones rápidas, vaporosas, tranquilizadoras, que se desvanecían al momento de aparecer y le dejaban una sensación relajante, como cuando después de una pesadilla su madre la tranquilizaba, la arropaba bien y podía volver a dormirse sabiendo que no había peligro, que todos estaban allí para protegerla.

Los colores cambiaban suavemente, la música sonaba, los perfumes y las presencias se sucedían y ella se dejaba hacer, feliz y confiada, flotando en la luz, sin necesidad de palabras. Todas las palabras habían huido. Recibía alegremente cada cambio de luz y de sonido, pero ya no trataba de ponerlo en palabras, de recordarlo para poderlo contar. Su mente se había abierto al regalo que aquellos seres luminosos le estaban ofreciendo y ni una sola vez se le pasó por la cabeza que debía de hacer mucho tiempo desde que salió del colegio, que la estarían buscando, que nadie podría encontrarla porque nadie, menos el viejo del parque, sabía de la existencia del almacén de las palabras terribles.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora