De pronto la oscuridad se trizó, como si un enorme cristal negro se hubiera hecho añicos frente a ella,y Talia se encontró conteniendo la respiración en medio de un lugar tan inmenso y tan deslumbrantemente iluminado que tuvo que cerrar los ojos, tapárselos con las manos y dejar que su vista se fuera acomodando poco a poco al cambio de luz. Cuando pudo abrirlos de nuevo, vio que ella y su acompañante estaban suspendidos en el aire frente a una especie de sala, tan grande que no podía ver el fin, cuyas paredes estaban revestidas de cristal o de un plástico transparente que brillaba de un modo intolerable.
Mirando a derecha e izquierda se dio cuenta de que las paredes no eran placas lisas, sino que parecían estar hechas de fundas de cedés, como una colección de discos de todas las obras del mundo, y lo que brillaba así eran los estrechos lomos de las fundas.
Cuando reunió el valor suficiente, miró hacia abajo y se dio cuenta de que la sala seguía hasta donde abarcaba la vista por debajo de sus pies. Éstos aparentemente se apoyaban en el vacío, aunque ella sentía algo sólido bajo las plantas. La sala continuaba también hacia arriba, hasta que las pareces parecían encontrarse en la distancia, como las vías del tren.
Volvió a cerrar los ojos, asustada, con la sensación de que si seguía mirando, acabaría mareándose y cayendo al vacío.
-Tengo miedo –susurró.
-¿De un archivo? –preguntó en tono neutro su acompañante.
-De caerme. Aquí no hay suelo.
-Hay suelo donde pones los pies. Eso basta.
Su guía echó a andar delante de ella. En la oscuridad, su figura había sido luminosa; ahora, bajo la luz cegadora de aquella sala, parecía una persona normal –aunque era imposible saber si era hombre o mujer- alta, de cráneo afeitado. Iba vestida con una túnica que le llegaba hasta los pies y era de un color tan similar al de la sala que a veces sólo se veía su cabeza y Talia sentía un escalofrío de miedo cuando le parecía que estaba siguiendo a una cabeza flotante.
Al cabo de unos cuantos pasos empezó a sentirse mejor; era verdad que siempre había suelo donde ella ponía el pie, pero era aterrador no verlo. Por eso cerraba los ojos cada vez que tenía que avanzar un paso y sólo los abría cuando estaba quieta. Su guía no parecía impaciente y no le metía prisas mientras ella se iba acostumbrando. Después de un rato decidió que la única manera de seguir avanzando sin que el terror la paralizara era no mirarse los pies, hacer como si caminara por un lugar conocido, de suelo liso. El truco funcionó y así pudo dedicarse de nuevo a mirar y a pensar en lo que le estaba sucediendo.
-¿Qué es todo esto?- preguntó Talia por fin, después de darle muchas vueltas a si debía hacerlo o no.
-Palabras. Palabras pronunciadas para dañar. Palabras terribles, coléricas, venenosas... como prefieras llamarlas.
El misterioso acompañante se detuvo en un punto, sacó de las cajitas –pequeña, transparente, casi como las de los mini cedés- y la sostuvo entre los dedos frente a los ojos de Talia. Dentro de la cajita plana se movían perezosamente unos puntos brillantes, como insectos diminutos hechos de piedras preciosas.
-¿Las ves? Ahí están. Vivas. Activas. Despiertas.
-¿Esas son palabras? –Preguntó Talia, fascinada por el movimiento y el color-. ¿Tan bonitas?
-Las palabras humanas, aunque imperfectas, son siempre hermosas, Talia.
-Y ¿por qué duelen tanto?
-Por lo que hacéis con ellas. Un cuchillo también puede ser hermoso. Depende de ti si lo utilizas para cortar una hogaza de pan o una garganta. En un caso, te ayuda a vivir; en el otro, te mata.
-¿Y están siempre ahí?
-Algunas están siempre. Otras se van desactivando hasta que desaparecen. Mira, éstas aún están vivas –pasó la yema de los dedos suavemente por la cajita, casi como hacen los ciegos al leer-. Éstas no desaparecerán jamás. No tienen plazo de desactivación.
-No lo entiendo.
-¿Entiendes «fecha de caducidad»?
-¿Cómo os yogures?
De repente sentía unas ganas tremendas de reírse.
-Algo así. Hay algunas cuyo efecto se acaba, pasado el tiempo. Otras no caducan jamás.
-¿Y las mías? –preguntó ahora, sintiendo de nuevo la presión en la garganta.
-Veremos.
Siguieron caminando durante un tiempo infinito por aquella sala llena de palabras, hermosas y terribles, hasta que Talia sintió que la cabeza le iba a estallar. Se apoyó contra la pared, mareada,
apretándose las sienes.
-Me duele mucho –susurró.
Su guía se volvió hacia ella con unas gafas oscuras en la mano:
-Póntelas. Ayudan. Aunque cambian lo que ves.
Talia se puso las gafas, que parecían metálicas pero no pesaban apenas, y de repente la sala se transformó en una especie de biblioteca antigua bañada en una luz rojizo-dorada, como la del sol cuando está a punto de hacerse de noche. Las resplandecientes cajitas se habían convertido en lomos de libros viejos, con símbolos dorados sobre cubiertas marrón, granate y verde oscuro.
-¿Mejor?
Talia asintió con la cabeza. Ella había estado en bibliotecas como esa. Desde que su madre, dos años atrás, había decidido ponerse de nuevo a hacer la tesis doctoral que había abandonado al nacer
Diego, la había llevado a algunas bibliotecas a recoger libros o hacer pedidos. El lugar le resultaba ahora más agradable porque le recordaba a ella, pero a la vez le daba mucha más pena porque también le recordaba las primeras discusiones de sus padres, cuando él había empezado a meterse con su «sabiduría» y la pérdida de tiempo y el «todo para qué».
-Talia. Tus palabras –dijo la guía.
Levantó la vista que, sin darse cuenta, había estado dirigiendo hacia abajo, hacia un suelo de parquet de madera encerado, de color miel. Su guía, otra vez ligeramente luminoso, como si tuviera una bombilla dentro, le estaba tendiendo un librito pequeño del mismo estilo de los de poesía que su madre estudiaba.
Las palabras que antes eran bichitos pintados de rojo en una lengua desconocida para ella.
-¿Son las que caducan? –preguntó en voz baja, con miedo a la respuesta.
-Si. En cinco años de tu tiempo, tu madre las habrá olvidado o no le causarán dolor al recordarlas.
¡Cinco años! Dentro de cinco años, ella tendría diecisiete. ¿Cómo iba a aguantar cinco años sabiendo que esas palabras estarían para siempre entre su madre y ella? Incluso sabiendo que, antes o después, desaparecerían, cinco años eran una eternidad. ¿Se iba a pasar todo ese tiempo sin poder abrazarla o notando que su madre recordaba lo que ella había dicho y trataba de olvidar?
-Es demasiado tiempo. ¿No se puede hacer nada para...?
No sabía como decirlo. ¿Las palabras se «mataban», se «borraban», se «desactivaban»?
-¿Quieres conocer el efecto de tus palabras?
La pregunta había sido hecha en el mismo tono neutro que todo lo que había dicho su guía hasta el momento, pero, de algún modo, Talia tuvo la sensación de que era una pregunta importante, de que de su respuesta dependería el resultado final.
-Si –contestó.
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El Almacen De Las Palabras Terribles
JugendliteraturTalia no quería decirle a su madre esas terribles palabras, pero lo hizo y ahora es imposible borrarlas. Es demasiado tarde. Su madre se ha marcado de casa y sus padres ya no se reconciliarán nunca. Sin embargo, quizá no todo esté perdido. Existe un...