Aquí: Quince
Miguel y Jaime salieron juntos del hospital. Aunque no eran aún las seis, ya se había hecho de noche y el viento traía el olor frío de la nieve que caía sobre las montañas cercanas. Ana había visitado a Talia por la mañana y después había dejado a los hombres solos para llegar a tiempo a la estación a recoger a Diego, que volvía de su primer trimestre en Barcelona, y luego habían quedado en celebrar juntos la Nochebuena en el piso de Ana y Miguel. Era la primera Nochebuena que pasarían sin Talia y habían pensado que sería algo más alegre si estaban todos juntos. Hasta los padres de Pedro lo comprendían y habían permitido a su hijo que lo celebrara con ellos, a pesar de que hubieran preferido tenerlo en casa. Marga también había dicho que pasaría un rato después de cenar.
A media tarde, las mejores amigas de Talia habían ido a verla al hospital y le habían dejado la habitación llena de regalos y de flores. A Pablo no había ido nadie a visitarlo, pero las postales que habían mandado sus padres adornaban ahora su mesita de noche. Fernando había prometido hacer un viaje relámpago a principios de enero y Elena llamaba todas las semanas y le pedía a Jaime que le acercara el teléfono al oído de Pablo, para que pudiera oír su voz.
-No tengo ninguna gana de celebrar la Navidad –dijo Miguel deteniendo el coche en un semáforo rojo-. Por mí, podíamos pasar directamente a después de reyes. Si las Navidades pasadas le hubiera comprado el móvil a Talia, todo habría sido distinto. O no, ¿Quién sabe? –añadió-. Ya no sé lo que me digo.
-A lo mejor hay un milagro, hombre. ¿O ya no crees en los milagros? –Jaime, que estaba tan deprimido como Miguel, se esforzaba, como siempre, tratando de animar a los demás.
-Llevo ocho meses tratando de creer. Como tú.
Siguieron en silencio durante un rato, iluminados al pasar por las bombillas de colores de las decoraciones navideñas que el ayuntamiento había hecho instalar en las calles principales. Todo el mundo iba con prisas, cargado de compras de última hora.
-Acuérdate de que tengo que pasar por casa a recoger el vino del que te hablé. Me lo han mandado del pueblo y es de primera –dijo Jaime.
Miguel se desvió en el cruce siguiente. Se le había olvidado por completo lo del vino.
-Sabes que Clavijo, el médico ese rubito y guaperas que nos pusieron en septiembre me dijo ayer que... -a Miguel se le cortó la voz, carraspeó y siguió adelante, sin apartar la mirada del tráfico- que podríamos plantearnos... ¿te imaginas...?
-¿Qué? –Jaime creía saber a qué se refería, pero quería oírlo con todas las palabras.
-Me dijo que prácticamente no hay esperanzas, que es absurdo que estemos todos hipotecando nuestras vidas –eso fue exactamente lo que dijo, «hipotecando nuestras vidas», figúrate, como si esto fuera un negocio –esperando un milagro que no llegará; que podríamos...
-¿Qué? Habla claro, Miguel, por Dios.
-Que podríamos «desconectarlos» y dejarlos morir en paz en lugar de mantenerlos como están hasta que ellos solos...
Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Miguel. Tenía los nudillos blancos de apretar el volante.
-Ni pensarlo –Dijo Jaime.
-Don Manuel, el doctor Guerrero, dice que podemos esperar, que cosas más raras se han visto. ¿Tú qué dices?
-Lo que acabo de decir, que ni pensarlo. Para ahí delante. Ya estamos. Anda, sube conmigo. Son dos cajas y pesan un quintal.
Cuando ya bajaban con las cajas, al abrir la puerta del ascensor en la planta baja se encontraron con don Manuel Guerrero que entraba en ese momento al edificio.
-¡Don Manuel! –dijo Jaime, sorprendido-. ¿Qué hace usted por aquí? ¿Ha pasado algo?
La esperanza brillaba tanto en los ojos de Jaime y de Miguel que el médico sacudió de inmediato la cabeza para que no se hicieran falsas ilusiones.
-No, nada, nada. Por desgracia todo sigue igual. Sólo vengo a recoger a mi tía para llevarla a la cena de Nochebuena a casa.
-¿Vive aquí su tía?
-Enfrente de su piso. Tiene que conocerla, aunque no sale mucho. Ya es muy mayor y tiene miedo de caerse y romperse algo, pero no nos gusta que se quede sola en Navidad.
Trataron de estrecharse la mano, pero viendo que con las cajas no había manera, del doctor Guerrero acabó dándoles una palmada en el hombro y dijo:
-¡Hasta mañana! ¡Feliz Navidad! –y entró en el ascensor.
-¡Espere! –gritó Jaime. Dejó la caja en el suelo, sacó dos botellas y se las tendió-. ¡Feliz Navidad y gracias por todo lo que está haciendo!
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El Almacen De Las Palabras Terribles
Novela JuvenilTalia no quería decirle a su madre esas terribles palabras, pero lo hizo y ahora es imposible borrarlas. Es demasiado tarde. Su madre se ha marcado de casa y sus padres ya no se reconciliarán nunca. Sin embargo, quizá no todo esté perdido. Existe un...