Aquí:Trece

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                 Aquí: Trece

-Esta situación es absolutamente intolerable –le estaba diciendo a Tere, la enfermera, un hombre elegantísimo con corbata de marca y reloj de oro que Ana no había visto nunca.

Ella acababa de llegar al hospital y, al entrar en la habitación de Talia, se encontró con una especie de reunión de desconocidos. Además de Tere y de Jaime, había en el cuarto tres personas más: el hombre trajeado, otro hombre también de traje con un maletín y gafas sin montura y una mujer perfectamente maquillada, recién salida de la peluquería y con un abrigo de entretiempo blanco, que había ocupado un sillón junto a la cama de Pablo.

Todos se volvieron hacia Ana, y Jaime se adelantó para hacer las presentaciones:

-Ésta es Ana, la madre de Talia –dijo con sencillez-. Éstos son los padres de Pablo: Elena y Fernando. Y este señor es el doctor Galtieri, el médico americano que ha traído Fernando. 

Se estrecharon las manos en silencio y Elena, sin abandonar el sillón junto a la cama, comentó dirigiéndose a la enfermera, con un suave acento argentino:

-¿Lo ve? En este cuarto compartido no tenemos la mínima intimidad.

-Hasta este momento –contestó Tere, tratando de no reaccionar con agresividad ante loscomentarios de los padres de Pablo-, su hijo ha oído voces humanas gracias precisamente a esa falta de intimidad. Si lo hubiéramos puesto solo en una habitación, no habría tenido más que a Jaime y así siempre hay alguien en el cuarto porque la familia de Talia viene todos los días.

-¿Usted que dice, doctor? –preguntó Elena al americano.

-Yo –contestó en un español con acento mexicano- sería partidario de trasladar al muchacho a

Nueva York, donde podría vigilarlo personalmente.

-¿Y quién iría a visitarlo? –Intervino Jaime-. No te ofendas, Fernando, pero yo sé que apenas tendrías tiempo para ir a verlo y me parece que Pablo necesita a alguien que se ocupe de él todo eltiempo.

El doctor Galtieri sonrió de un modo casi insultante, como si Jaime fuera un pobre ignorante al que había que tratar con condescendencia:

-¿Puedes decirme qué bien crees que le estás haciendo a Pablo con tu compañía? No sabe que estás aquí, muchacho. No registra nada de lo que sucede a su alrededor. Por si no te has dado cuenta todavía, está en coma profundo.

-Pero hay alguna posibilidad de que salga del coma –dijo Elena, llevándose la mano al cuello adornado con una fila de perlas-. ¿No es cierto?

El doctor Galtieri miró a Fernando, se giró hacia la mujer y contestó en voz baja:

-Siempre hay alguna posibilidad, pero es mi deber advertirles de que las esperanzas son mínimas.

Ana se dirigió bruscamente hacia su hija y, de un tirón, cerró las cortinas que ocultaban la cama.

-Si van a seguir hablando de ese modo –les dijo en tono seco-, hagan el favor de salir de la habitación y discutirlo en el pasillo.

-Querida señora –insistió el médico-, no se gana nada cerrando los ojos a la realidad. Los pacientes en coma no se enteran de nada de lo que se habla frente a ellos. Lo más probable, y créame que no quiero hacerla sufrir innecesariamente, es que ni su hija ni Pablo...

-¡Váyase de esta habitación! –Ana no gritaba, pero sus ojos despedían chispas.

El hombre se encogió de hombros y, con un gesto, pidió a los otros que lo acompañaran al pasillo.

Tere hizo un guiño a Ana, acompañado de una rápida sonrisa y dijo:

-Voy a buscar al doctor Guerrero.

Los hombres salieron y las dos madres se quedaron en la habitación, cada una al lado de su hijo. 

-¿Usted tiene esperanzas? –preguntó Elena al cabo de unos minutos.

-Yo sí. ¿Usted no?

Elena pasó la mano suavemente por el borde de su abrigo:

-Dice el doctor Galtieri...

-Me importa un comino lo que diga el doctos Galtieri –la interrumpió Ana.

-Es una eminencia.

-Me da igual. Estoy segura de que Talia volverá, si no la abandonamos. Estoy dispuesta a venir aquí todos los días, todos los meses que hagan falta. Años, si es necesario. Hasta que vuelva.

-Yo es que no puedo quedarme –dijo Elena mirando a Pablo-. Tengo otros dos hijos en Argentina. Me necesitan, ¿comprende? Mi esposo también me necesita. Y por Pablo no puedo hacer nada, ¿no es cierto?

Ana estuvo a punto de decirle sinceramente lo que pensaba de ella y se mordió los labios. Ella no era quién para juzgarla. Quizá fuera verdad que sus hijos y su marido la necesitaran más que Pablo. Y estaba Jaime, que venía todos los días, que lo quería de verdad.

-Le parece mal lo que hago, ¿verdad? –insistió Elena, mirándola fijamente.

-Lo que me parecería mal es que se lo llevaran a un sitio donde nadie tendrá tiempo para él, donde nadie lo visitará como aquí. Si usted no puede ocuparse de Pablo y su exmarido tampoco, entonces lo mejor que pueden hacer es dejárnoslo a nosotros. Jaime es como un hermano y nosotros también le hemos tomado cariño.

-Hablaré con Fernando –dijo Elena poniéndose de pie. Miró a su hijo y le pasó la mano por la frente, por las mejillas-. ¿Sabe, Ana? Hacía diez años que no lo tocaba y he tenido que esperar a que esté así –se interrumpió un momento como para tragar saliva- para poder hacerle una caricia.

-¿Por qué?

-Porque Pablo no nos perdonó nunca que nos separáramos, que lo dejáramos en aquel colegio, que yo volviera a casarme y a tener hijos. Nos vimos varias veces en estos años, por supuesto, pero Pablo siempre me dejó claro que había dejado de quererme, que no me necesitaba ya. Ni a mí ni a su padre.

-¿Y usted?

-Yo... no sé cómo explicarlo. Yo había empezado una nueva vida, en otro país, con otra familia. Pablo sigue siendo mi hijo, pero... hace tanto que no hablamos. Y yo lo sigo queriendo, ¿sabe? Pero creo que no se lo he dicho desde que era pequeño. Y ahora ya... -metió la mano en el bolsillo del abrigo, sacó un pañuelo y se cubrió la boca para no sollozar.

-Dígaselo ahora, Elena –la animó Ana-. Dígaselo, aunque crea que no la oye. Yo se lo digo a Talia todos los días y eso ayuda, de verdad. Están vivos, Elena. Parecen muertos, pero están vivos. Sólo falta que los ayudemos a volver con nosotros. 

Elena la miró con los ojos llenos de lágrimas, se inclinó sobre Pablo y lo besó. Luego empezó a hablarle al oído, muy bajito, y Ana salió del cuarto para que pudieran estar a solas un rato.

En el pasillo, Jaime hablaba y hablaba convenciendo a Fernando de dejar a su hijo donde él pudiera visitarlo. El médico americano se encogió de hombros y, balanceando el maletín, se fue hacia los ascensores, saludando apenas a Ana con la cabeza.

-Ven, Ana, acércate –dijo Jaime-. Dile tú a Fernando que nosotros estamos aquí con Pablo, que puede contar con todos nosotros.

-Pues claro.

-Es que yo... Mire, Ana, yo soy un hombre muy ocupado. Si pudiera hacer algo por mi hijo, lo haría, siempre lo he hecho, nunca le ha faltado de nada, pero... venir simplemente a sentarme a su lado sin que sirva de nada... no me lo puedo permitir, ¿comprende?

-Pero si se lo lleva a Nueva York, allí pasará lo mismo, con la diferencia de que Jaime no está para ayudarlo.

-¿Y si te vienes a Nueva York con nosotros? –preguntó Fernando, mirándolo directamente.

Jaime sacudió la cabeza.

-Yo estoy estudiando aquí, Fernando. Mi novia está aquí. Pablo está aquí. Deja las cosas como están, anda. Yo te llamaré si hay novedades y tú puedes llamarme todos los días, si quieres. Confía en mí, hombre.

 -Siempre he confiado en ti –dijo Fernando abrazando al muchacho.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora