Aquí:Cuatro

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Aquí: Cuatro

A las tres y diez, Miguel Castro salió del banco donde trabajaba y caminó un par de manzanas hasta el bar donde solía comer con los colegas de otros bancos cercanos, pero al verlos desde fuera riéndose en la barra de alguno de los chistes picantes de Contreras, decidió irse a otra parte. No tenía ganas de chistes y mucho menos de explicarle la situación a aquellos compañeros que ahora podrían irse tranquilamente a casa haciendo planes para el fin de semana. Ana se había marchado definitivamente; Diego se iría a casa de Pedro para no tener que aguantar la situación, y él no se veía capaz de hacer algo solo con Talia.

Trataría de hablar con Sara y Javier para que la invitaran el sábado y el domingo. Talia estaría mejor con ellos y con Pepa, y no notaría tanto la ausencia de su madre si pasaba el fin de semana en casa de su amiga. Él no tenía planes, aparte de tratar de averiguar adónde se había ido Ana y quizá llamarla y ver de hablar otra vez, con calma, sin los niños delante.

Llevaban más de veinte años juntos; no podía ser que ahora, después de media vida y de todo lo que se habían querido, se hubiera terminado de verdad.

Él le había dicho a Diego unas horas atrás que había que aceptar que las cosas se acaban y, sin embargo, él mismo no estaba aún dispuesto a aceptarlo. El problema era que se habían dicho demasiadas cosas desagradables, que se habían hecho demasiado daño el uno al otro y, cada vez que se miraban, aparecerían todas esas palabras entre ellos, todas esas palabras que no podían olvidar, y el amor y las buenas intenciones se esfumaban como si nunca hubieran existido.

Entró en una cafetería, pidió un bocadillo de tortilla y una caña y, mientras se lo servían, volvió a marcar el número de casa. Nada. Talia no estaba. Y en casa de Pepa tampoco sabían nada, ni en la de Juanma, ni en las de los otros compañeros de colegio a los que había llamado desde las doce y media.

Hasta las dos, no se había preocupado mucho; había tenido demasiado trabajo y había ido haciendo llamadas cortas cuando tenía un par de minutos libres, pero ahora estaba empezando a sentir una angustia inconcreta que lo enfurecía. ¡Como si no tuviera suficientes problemas para tener que aguantar también los caprichos de niña mimada de Talia! Lo mismo se estaba escondiendo a propósito, para que se preocupara y se sintiera culpable. Lo mismo sí estaba en casa de Pepa, pero escondida en algún sitio, sin que Sara supiera que habían vuelto del colegio juntas. Y ni siquiera podía llamar a su mujer y compartir con ella su preocupación, porque no tenía ni idea de adónde se había ido.

Le dio un furioso mordisco al bocadillo, pensando que si quería ponerse la camisa blanca para la cena, tenía que llegar a casa con bastante tiempo por si no estaba planchada, ya que últimamente, desde que las peleas eran diarias, Ana ya no se ocupaba de esas cosas, igual que él había dejado de ocuparse de llevar al garaje el coche de Ana. ¿No quería ser independiente? Pues que se organizara, como hacía él.

¿Dónde se habría metido esa maldita niña, si en el colegio no estaba y en casa de sus amigos tampoco? Marcó el número de Pedro, pero sólo consiguió dejar un mensaje en el contestador diciendo que Talia no había aparecido aún. Luego se acabó el bocadillo, se bebió el último trago de cerveza y decidió acercarse al Continental a tomarse el café leyendo el periódico. No tenía ganas de meterse en casa ahora, de encontrarse con el piso vacío, las cosas tiradas, el armario con las perchas sobrantes - montones de perchas vacías donde había estado colgada la ropa de Ana-, la nevera sin fruta y sin verdura fresca, la tele apagada. No quería volver y tener que empezar a aceptar que Ana los había abandonado. Con llegar a casa sobre las seis era suficiente para cualquier cosa.

El Almacen De Las Palabras TerriblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora