Cuando se fueron, me sentí tan mal que tuve que sentarme en el suelo: no tenía fuerzas ni para llegar a una silla. No sé cómo aguanté lo suficiente para no desplomarme en sus brazos, y en cuestión de abrazos debo decir que aquellos no eran nada del otro mundo. El «otro mundo» estaba formado justamente por la nube de espectros que acababan de despertar, pero claro, ellos no lo sabían. Desde su punto de vista, simplemente me traían una noticia... extraordinaria.
¡Un año y medio borrando su rostro! Milímetro cuadrado a milímetro cuadrado, a fuerza de negación, de borracheras, de libros leídos, de películas vistas y de ansiolíticos; un año y medio en el silencio, haciendo ver que... y de golpe Louison reaparecía bajo los rasgos fatigados de una pareja de inspectores arrastrando tras ellos la sombra de una niña a la que todos habíamos dado por muerta hacía años. Sonó mi móvil, no pude responder. Sentado sobre las baldosas esperé a que mis piernas se recuperaran, con la espantosa sensación de que los pelos de mi torso se convertían en espinas. Exactamente como el alma se apodera de un cuerpo en las películas de terror, los recuerdos me golpearon en el plexo solar, como un bumerán y a toda velocidad. El aire en mi estudio parecía haberse enrarecido, tenía que salir, costara lo que costase, cuanto antes mejor. Al cabo de un momento mis piernas se recuperaron. El resto, no.
Di un portazo: la carta que me habían traído se quedó allí, en la mesa de la cocina, aún cerrada.
En aquel momento no tuve valor para abrirla. Delante del restaurante chino que linda con mi edificio, la hija de los dueños pasaba un trapo por los asientos de plástico. Como de costumbre, llevaba una falda tejana, una blusa de cuello redondo y unas merceditas de charol negro. En su eterno uniforme de domingo, siempre parece una muñeca recién extraída de una vitrina para sacar brillo al mundo. Como de costumbre, le dije: «Eh, Xuan». Me miró con un aire curioso bajo la cortina de su flequillo, me saludó con el extremo del mentón y se puso de nuevo a frotar los reposabrazos. Cuando me trasladé aquí hace cuatro años, ella apenas sabía andar: a esa cría es como si la hubiera visto nacer. En aquel momento cualquiera habría dicho que ni siquiera me había reconocido.
Me senté en el Pause Café, a pleno sol. Escuché el contestador: era mi madre, quien, algo tarde, me avisaba de la posible visita de la policía. En el otro extremo de la terraza, la Pelirroja leía La sociedad de consumo con las gafas de aviador apoyadas en la nariz; la semana anterior era un tratado sobre las fobias. Marco puso mi café sobre la mesa, con el olor a primavera tatuado en la camisa; desde hace unos días está haciendo un tiempo espectacular para ser abril, como si el cielo se hubiera trastornado. Con su fuerte acento del norte, me soltó:-¿Qué tal, Stan, todo bien?
-De miedo -respondí, o algo así que seguro que sonó a falso.
Marco es el mayor seductor de la historia -como mínimo el mayor mitómano del barrio -, pero en lugar de contarme con pelos y señales sus últimas hazañas como hace normalmente y en especial los lunes, cogió la pizarra de la acera y empezó a dar color a la guirnalda de ensaladas, al tronco de atún vuelta y vuelta y a la salchicha de Morteau con puré a base de pequeñas flores multicolores. El ángulo muerto de mi memoria acababa de anularse; imagino que se notaba. Mis ojos se perdieron en la contemplación de la Pelirroja, cuyo grácil cuerpo flotaba en un vestido baby doll de algodón verde. Siempre me he preguntado a qué se dedicaba para estar garabateando papeles a unas horas tan imprevisibles, pero nunca me atreví a dirigirle la palabra: «gato escaldado», como se suele decir. Bastó un instante observándola leer, bonita y estudiosa, y tomar notas en un Moleskine, para que casi olvidara lo que acababa de pasar. Encendí un cigarrillo con el gesto mecánico habitual, pero aquello no era lo habitual.
El mechero que acababa de dejar sobre la mesa pareció hundirse en el mármol de imitación como tragado por una voz que hubieran expulsado del pasado, de unas profundas tinieblas: «Si estás tan emperrado en autoasfixiarte, ¡hazlo como mínimo con clase!» Louison había abierto la cremallera del bolso cilíndrico de cuero negro y, tras una excavación arqueológica en aquel cajón de sastre en el que llevaba sus cosas, había sacado un encendedor rectangular de metal dorado, algo mayor que una pieza de dómino, con unas iniciales grabadas que no eran las mías y mucho menos las suyas, A. D. Con su habitual sonrisa pendida en el rostro, me había quitado de las manos el mini Bic en el que se leía algo espiritual del estilo de I'm on fire y se había levantado para tirarlo. Desde el bar, contemplé cómo sus nalgas moldeadas por unos Levi's se contoneaban hasta el cubo de la basura mientras pensaba que aquel culo, tarde o temprano, iba a perder el mundo. Con un pulgar pintado de azul Klein, había accionado la ruedecilla del mechero dorado para encender el cigarrillo que yo tenía entre los labios: «¡Feliz cumpleaños, yonqui!». Le eché el humo a la cara.
Desde luego, ella no fumaba. Pero se trataba de una libertad que no tenía nada que ver con una pretendida fuerza de voluntad, sino de algo tan simple como que jamás lo había
conseguido, a pesar de todas las estrategias desplegadas para engancharse. Horas y horas escondida en un rincón del jardín intentando tragarse una calada, montones de paquetes echados a perder para conseguir ser como todo el mundo, litros de lágrimas vertidas ante la incapacidad de «apurar uno» entre clase y clase, pero no había nada que hacer, su cuerpo nunca quiso saber nada de eso. Hecha ya una mujer, claro está, sacaba gran partido de ello. «Venciendo sin peligro, baby, se triunfa sin gloria», le decía a menudo, porque no soportaba que la llamara «baby». Aquel primer regalo, el primogénito de una larga lista, apenas duró un mes. Louison me regalaba constantemente mecheros, pero se estropeaban al cabo de unas semanas, incluso aquel que me trajo de Moscú, el que llevaba el sello del ejército soviético.
Cuando uno mira hacia atrás, el símbolo resulta asombroso.
En el otro extremo de la terraza, la Pelirroja recogía sus cosas. Echó el libro de Baudrillard, el boli y la agenda en su cesto de paja y se fue del bar, no sin antes hacer un gesto con la mano a Marco. Me pregunté si había que registrarla en su palmares, pero, en consideración a mi salud mental, decidí que no. El viento se metía en su vestido y conseguía que se hinchara como una Granny Smith y, sin duda porque el Edén ya no quedaba muy lejos, me acordé de las palabras de Juan: «Y al principio fue el Verbo». En medio de aquellas palabras sagradas, pagué la cuenta.
Pasé por el quiosco; por supuesto, el suceso era motivo de grandes titulares. Compré una nutrida selección de diarios, sin ser plenamente consciente de que todo aquello era verdad. De nuevo arriba, abrí la carta.
La leí.
Siempre quise ser escritor, pero después de Louison no he vuelto a escribir una línea.
Escribir habría significado para mí hablar de ella, y en aquella época era incapaz de hacerlo.
De todas formas, a través de la sutil trama de las existencias, alguien parecía querer que ejecutara mis sueños. No estaba seguro de querer revivir aquel año terrible durante el que me mantuve vivo bajo la forma de un felpudo, pero no podría escuchar los demonios de otro sin afrontar los míos: la extraña misiva apareció, pues, para reabrir la caja de Pandora. No estaba mal, ya que llegaban vacaciones. Las de Semana Santa. La resurrección.
La primera vez que vi a Louison fue tres años antes, en el Jardin de Luxembourg. Estaba tumbada en la hierba, boca abajo, con el móvil adherido a la oreja. Sus piernas batían el aire, ahora una, ahora otra, con la regularidad de un metrónomo, y me distraían momentáneamente de la culpable contemplación de la parte posterior de su cuerpo. Llevaba unas sandalias blancas tan finas que parecía tener los pies encerrados en una caja torácica, unos vaqueros ceñidos y una camiseta beis excesivamente grande, tanto que a cada momento se le resbalaba del hombro y ponía al descubierto la parte de arriba del sostén, un triángulo de blonda negra que más tarde yo conocí al dedillo. La primera vez que oí su voz, vino a ser básicamente: «Vale. Pues que te den». Acababa de colgar. Supongo que se dio cuenta de que yo la observaba con la tenacidad de una cámara de vigilancia, porque torció el gesto. Seguro que no era más que una reacción malhumorada contra su ex interlocutor, pero fuera como fuese, yo me había apoderado de ella: según mi colega Antoine, siempre he sido un poco erotómano.
Sonó otra vez su móvil. Pareció dudar, pero por fin respondió: «¿Sí? Yo misma». Acto seguido unos niños lanzaron una pelota y ya no oí más. Los huesos de los extremos de sus pies reiniciaron su danza hipnótica, yo intenté sumergirme de nuevo en la lectura de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, en vano. Es uno de los mejores libros que he leído, pero ella era capaz de eclipsar a Murakami. En realidad, era capaz de eclipsarlo casi todo.
Al acabar la conversación, dejó el teléfono sobre la hierba y se puso boca arriba. La camiseta, con el movimiento, aún se abrió más. Con dos dedos se colocó bien la manga en el hombro antes de tumbarse. Se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el cielo, de un azul impecable; yo me quedé inmóvil, con los ojos fijos en sus labios rosa entreabiertos ante el verano. Imaginaba la textura de su piel, el olor de sus rizos rubio glaciar que, como un sol, se desparramaban por el césped, pero se levantó bruscamente. Se quitó las briznas de hierba del pelo, se frotó la espalda con la palma de la mano. Llevaba en el cuello una larga cadena de la que colgaba un dije con forma de manzana y empezó a toquetearlo con gesto nervioso cuando sonó de nuevo el móvil. Recogió el bolso de cuero negro y, mientras respondía a la llamada, se alejó por la avenida del jardín: «¿Sí? Yo misma.» En aquel instante, lo que más deseaba en el mundo era saber su nombre. Me enteré de él más tarde, y también de que posaba para pintores y fotógrafos para pagar el alquiler de su habitación en la rue des Canettes, lo que explicaba en parte la avalancha de llamadas que aquel día habían echado por tierra todos mis anhelos de seducción (aparte de que llevaba bermudas y no conozco a nadie que sea capaz de seducir llevando bermudas). Era de provincias; su padre era carpintero, su madre no trabajaba. Nunca tuve el placer de conocerlos pero -evidentemente- vi fotos de ellos. Viven en una casa de pueblo hecha de piedra dorada, cerca de Villefranche-sur-Saône y, a pesar de que es de propiedad, sus modestos ingresos y los dos niños a los que tienen que mantener no les permiten financiar los estudios de su única hija, y menos los descalabros presupuestarios en la sección de zapatos de mujer de Bon Marché. Menos mal que tenía una beca.
Y lo más importante, era guapa.
Estudiante de Bellas Artes, 22 años, se ofrece como modelo para artistas.
Llamar a Louison, 06 23 12 XX XX.
PD: No me desplazo por menos de 50 euros por hora.
Condición de musa a convenir.
Naturalmente, recibía gran cantidad de llamadas. Un sesenta por ciento procedía de hombres que la tomaban por puta, y un veinticinco por ciento, ante el tono descarado del anuncio, optaban por probar suerte sin meterse la mano en el bolsillo, pero los quince restantes eran efectivamente artistas interesados en lo que podía ofrecerles, y algunos habituales incluso le pagaban muy bien. A fuerza de oírle responder «¿Sí? Yo misma», decidí que tenía el alma desdoblada y con el tiempo aquello se convirtió en una broma particular entre nosotros. Decía: «Yo misma se ha comprado unos zapatos nuevos», o «No cuelgues, Yo misma está agobiada con el cartón de la leche y la harina para tus putas crepés», o bien «Yo misma te quiere mucho, ¿sabes?». Me moría de celos de todos aquellos hombres que no eran yo en sus inmensos estudios con cristalera, por no hablar de aquella exposición en la rué de Seine titulada Un elfe a ma porte, en cuya inauguración aprendí que, en la jerga de los fotógrafos célebres, elfe significa «en cueros» y a ma porte, «en mi catre». Mi carácter pacífico me obligó a abandonar la galería antes de terminar las noventa y dos botellas de champán y los setenta y cinco litros de Campari; la desaparición, aunque saludable, dio pie a una escena espantosa según la cual yo era un repugnante anormal sin el mínimo respeto por el trabajo de los artistas, ni el mínimo respeto por el susodicho elfe, ni el mínimo respeto por nada en el mundo que no fuera mi propio ombligo, y Louison me castigó sin ella durante casi tres semanas a base de «Yo misma no puede, tiene un compromiso». Imagino que era mejor eso que la ocurrencia de un fotógrafo célebre salpicando con sangre fresca sus senos en 30 X 40. Pero aquella tarde, mientras observaba cómo se alejaba por la avenida, tan frágil entre los árboles excesivamente grandes, no tenía idea de lo que me esperaba. La camiseta demoníaca resbaló por última vez de su hombro mientras cruzaba la verja por el lado de Guynemer y yo... yo pensaba que era tan bonita que los alisos tenían que haberse inclinado a su paso, como en un cuento. Digamos que menudo efecto me había hecho. En los días que siguieron, abandoné la cuestión de aprobar el examen como si se tratara de una antigua amante de la que uno se ha cansado, y vagué por el Luxembourg con la esperanza de volver a verla. A pesar de todo, mi tesina estaba consagrada al marqués de Sade, y mi exposición, cual una guillotina, caía en 13 de septiembre. Estábamos a mediados de agosto y no había redactado ni una sola línea de la tercera parte. Pero... el eclipse había empezado.
Volví a diario durante diez días, en los que me mordieron la piel todo tipo de insectos en celo, pero ella no apareció. Con el alma destrozada, acepté pues la semana en Bandol que me proponía Antoine para terminar entre el olor de la madreselva el estudio de Los ciento veinte días de Sodoma; tampoco era cuestión de echar por la borda el resto de mi carrera.
Mi carrera... Cumpliré veintiséis años en mayo y actualmente soy profesor de francés, un destino banal, la seguridad del empleo, todo lo que Louison odiaba. Trabajo hace casi dos años en un colegio de Meaux, «Zona de Educación Prioritaria». Los niños llegan a mí sin saber escribir, y la semana pasada, Cathy, compañera de artes plásticas, recibió un par de bofetones de tres chicas de 5.° B que alegaban que era lesbiana. El último tema de redacción que propuse a mis alumnos estaba planteado así: «Inventad un mundo en el que lodo sea posible». En la mayoría de los casos leí el guión de God of War II con muchas faltas de ortografía y pocos cambios de ritmo. Cultivo a pesar de todo la esperanza de llegar a ser un mecanismo favorable en la formación de las generaciones futuras y, a pesar de mis numerosas desilusiones, cada alumno que consigue gracias a mí amar los libros constituye mi pequeña victoria personal. Digamos que en la gran inutilidad del mundo me siento útil. Sin embargo alguien está avivando para mi futuro próximo algunas modificaciones, por las buenas o por las malas. Una mujer joven me robó la vida; una niña parece querer devolvérmela.
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Nunca olvides que te quiero - Delphine Bertholon
Teen FictionHacía tanto tiempo que no nos habíamos dicho nada... Madison tenía 11 años cuando fue secuestrada. Es una niña viva, alegre y divertida que desde muy pequeña ha desarrollado una fuerte personalidad, repleta de imaginación y creatividad, y que inclus...