Como siempre, había puesto agua en mi vino. Estábamos en su habitación de la rué des
Canettes, eran las dos de la madrugada y Louison acababa de cerrar sus maletas.
—Quédate —me había pedido ella—. Quédate conmigo hasta que tome el avión.
Me había quedado: consideraba cada segundo de más a su lado como un segundo menos de
sufrimiento. La estancia se había convertido en una leonera tal que habíamos tenido que subir
a su cama para comprobar desde lo alto el contenido de su equipaje. La cámara de fotos (una
Leica, naturalmente, «la misma que William Eggleston»); un kilo de películas de color,
protegidas por saquitos antirradiaciones; una mochila que implicaba que aparte de las
zapatillas cómodas para andar solo podría optar por otro par de zapatos.
—Decide, Stanislas. Será tu participación en mi expedición.
—El helio rojo —había respondido, sin vacilación—. Hace frío en Rusia. Incluso en
verano.
Los botines encontraron su lugar en el equipaje y con eso aquello terminó. Ella estaba
dispuesta a partir, mi sueño alzaba el vuelo. Había visto que metía unos preservativos en el
neceser, pero no había hecho ningún comentario: había tirado la toalla. Ante la imagen de mi
inmenso amor, la guerra estaba latente y yo no la citaba. Estaba con ella aquella noche porque
me lo había pedido, porque yo lo necesitaba, pero temía que estuviera viéndola por última
vez.
Preparó otro café. Era feliz porque se marchaba, sin embargo cierta tristeza en su mirada
me hizo pensar que quizá me echaría de menos. Nos tomamos el café en silencio, sin saber
qué más decir. Todo era ya partida... la ausencia, y el corazón oprimido. Ella estaba cerca de
mí, tenía su mano entre las mías, sentía su olor y los latidos de su pulso, miraba cómo bebía,
oía cómo respiraba, pero ya se había marchado. Louison en el este del mundo... tan lejos.
Aquella noche, cuando aterricé allí, entre aquel descontrol de ropa y teleobjetivos, ella me
regaló immediate Family, el famoso libro de Sally Mann del que Louison me había hablado el
día en que nos conocimos y que yo había fingido conocer. Pero unas semanas después,
cuando lo hojeé en su casa por primera vez en mi vida, mi reacción me traicionó.
—¡Dan ganas de hacer hijos solo para fotografiarlos! —había declarado entusiasta,
olvidando mi propia mentira.
—Creo que de momento me contentaré con fotografiar a los de los demás...
Según Louison, maternidad y libertad no hacían buenas migas; no obstante, ella tenía en
casa una obra que demostraba lo contrario: los tres hijos de Sally, en blanco y negro, unos
niños de una belleza que cortaba la respiración. La pequeña, tumbada como muerta en las
hierbas altas, la piel tostada por los rayos de una naturaleza pródiga, el sueño casi palpable en
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Nunca olvides que te quiero - Delphine Bertholon
Novela JuvenilHacía tanto tiempo que no nos habíamos dicho nada... Madison tenía 11 años cuando fue secuestrada. Es una niña viva, alegre y divertida que desde muy pequeña ha desarrollado una fuerte personalidad, repleta de imaginación y creatividad, y que inclus...